Por Raúl Chamorro Mena
Valencia, 26-III-2017, Palau de Les Arts. Lucrezia Borgia (Gaetano Donizetti). Mariella Devia (Lucrezia Borgia), Marco Mimica (Alfonso d’Este, Duca di Ferrara), William Davenport (Gennaro), Silvia Tró Santafé (Maffio Orsini), Fabián Lara (Liverotto), Andrés Sulbarán (Vitellozzo), Moisés Marín (Rustighello). Dirección Musical: Fabio Biondi. Dirección de escena: Emilio Sagi.
Después del Rigoletto de Barcelona, una nueva producción de otro melodrama basado en un texto de Victor Hugo -centrado en un personaje y familia tan ligada a estas tierras- se estrenaba en el valenciano Palau de les Arts. Lucrezia Borgia de Gaetano Donizetti, magnífica ópera, con un buen puñado de momentos dignos de la mejor inspiración del genio Bergamasco y elementos tan originales e insólitos como un dúo de amor entre madre e hijo. Una obra que, como la gran mayoría de su producción permaneció olvidada durante muchos años, y fue rescatada, afortunadamente, en la Donizetti Renaissence de la segunda mitad del siglo XX defendida por sopranos del calibre de Montserrat Caballé y Joan Sutherland, posteriormente secundadas por Edita Gruberova y la protagonista de esta representación, Mariella Devia, ambas aún en activo. Si en su día la primadonna que estrenó esta ópera (Milán, Teatro alla Scala, 1833) Henriette Méric-Lalande enfureció porque debía salir a escena ¡enmascarada!, con lo que quedaba diluida la entrada de la protagonista y el público tendría diificultades en identificar a la diva de la función, esto nunca ocurriría con una artista de la sobriedad y seriedad de Mariella Devia, que siempre ha conducido su carrera por senderos ajenos al marketing y al estrellato en su concepto más vacío y trasnochado.
El maestro Donizetti, como era normal en su época, realizó diversos cambios y añadidos a la partitura, -que incluso se representó con nombres distintos-, entre ellos arias alternativas destinadas a grandes artistas cuando interpretaban la obra, e incluso un Finale Nuovo (versión de 1840) con la supresión de la gran escena con rondò final para la protagonista “Era desso il figlio mio”, que el compositor tuvo que introducir a regañadientes en la partitura a petición de la primadonna del estreno, la Meric-Lalande, que ya estaba batante “quemada” por las razones anteriormente expuestas. En esa época no se concebía que la primadonna no acabara la ópera con una gran pieza de lucimiento (escena de salida y escena final eran preceptivas para la diva). En esta ocasión pudo escucharse, por supuesto, este pasaje (“Era desso il figlio mio”) hermosamente cantado por la Devia, pero no el aria escrita para el gran tenor, protegido de Rossini, Nicolai Ivanoff, “T’amo qual s’ama un angelo”, que inmortalizara el maestro Alfredo Kraus en sus interpretaciones del papel de Gennaro. Tampoco se interpretó el bellísimo larghetto de éste al morir “Madre, se ognor lontano”, que Donizetti añadiera con ocasión del Finale Nuovo antes citado, al mismo tiempo que eliminaba el rondò de Lucrezia.
La representación se sustentó, por supuesto, en el magisterio y sabiduría de la ejemplar soprano italiana Mariella Devia. En principio, el papel no es adecuado a su vocalidad, por cuanto contiene unos requerimientos en centro y grave que superan sus medios, pero como ya pudo comprobar el que suscribe cuando presenció su interpretación de Lucrezia en Oviedo el año 2004, la gran artista, sabia e inteligente, jamás fuerza, canta con su voz, sin nunca intentar engrosarla ni falsearla (por algo a sus 68 años sigue luciendo una envidiable salud vocal). Cierto es que ya -y como es lógico- el timbre ha perdido brillo y armónicos y sus ascensos al sobreagudo ya no son tan desahogados, por ello, la soprano, siempre sobria e inteligente, los dosifica mucho más que antaño. Desde su salida y esa hermosísima aria que es “Com’è bello” demostró la exquisita calidad de su canto legato, la elegancia en los adornos y pasajes floridos, con unas bellísimas variaciones en la segunda estrofa de la pieza, -en la que los abbellimenti (adornos) fueron escritos por el propio compositor- en perfecta colaboración con la batuta de Biondi, aquí sí acertada y elogiable. Impecable, asimismo, la nota en piano sostenida varios compases en el final del prólogo, así como la capacidad para, sin forzar, ni exagerar, solventar el muy dramático dúo con su esposo Alfonso, el duque de Ferrara. Una pieza que siempre le excederá por voltaje dramático y acentuación di forza (esa tremenda advertencia “Oh! a te bada, a te stesso pon mente, Don Alfonso, mi quarto marito!”), pero en la que demuestra que la inteligencia y el gran canto son bazas fundamentales en la ópera en general y especialmente, en el repertorio italiano. En el último acto escanció nuevas muestras de su inmensa clase en el sublime Largo “M’odi, M’odi”, pasaje que constituye un ejemplo de coloratura con fines expresivos, en el que la protagonista vuelve a encontrarse en la situación de tener que ofrecer un antídoto a su hijo envenado, cosa que esta vez no acepta y opta por morir junto a sus amigos. La Devia culminó su intepretación con la ya citada escena final con rondò “Era desso il figlio mio” –una pieza de vituosismo puro que contrasta con la vocalidad dramática y la coloratura con fines expresivos del resto de la obra, notándose que fue una imposición de la primadonna del estreno al compositor- con una lección de agilidad en las vertiginosas volate, escalas, vocalizzi, trinos y rematada con un sobreagudo final, un punto abierto, pero aún más que estimable en su brillantez y proyección.
Pésimo el Gennaro del tenor norteamericano William Davenport, que exhibió una vocecita de emisión completamente retrasada, un fraseo de colegial, unos acentos mortecinos y planos, en una caracterización en que no apareció por ninguna parte la gallardía y valentía del personaje, que quedó tristemente desdibujado. Momentos tan bellos e inspirados como “Di pescatore ignobile” y el dúo subsiguiente con Lucrezia en el prólogo, así como su capital intervención en el sublime terceto del acto primero “Guai se ti sfugge un moto” con esa frase celestial “Madre! Esser dee soltanto del tuo pregar mercè”, pasaron, tristemente, sin pena ni gloria. A un nivel claramente superior se situó el croata Marco Mimica con un apreciable material de bajo cantante en un Duque de Ferrara vehemente e inflexible, pero de modos algo plebeyos. Encomiable, como siempre, la musicalidad e intachable profesionalidad de Silvia Tró como Maffio Orsini, a la que sólo cabría achacar la falta de un punto más de nervio y arrojo. El especialista en repertorio barroco Fabio Biondi, en una de sus incursiones en repertorio romántico, fundamentó su labor en una articulación ligera y transparente, un sonido orquestal vaporoso, limpio y delicado, con algunos momentos apreciables como la introducción y acompañamiento a la cavatina de la protagonista, pero lastró toda la representación con un pulso totalmente caído y falto de voltaje teatral. Unos tempi exasperadamente letárgicos y morosos, en que un allegro parecía un andante y una cabaletta un soniquete mortecino, esclerotizaron la progresión dramática y la tensión teatral, fundamentales en el melodrama romántico y más en una obra de tanta fuerza dramático-expresiva como Lucerzia Borgia. Bien está la transparencia y levedad orquestal, mientras no se caiga en lo anémico y se obvie que el repertorio romántico exige una scansione, un brío y una fuerza teatral, que son imprescindibles para no caer en el tedio. Orquesta y coro a su habitual gran nivel.
El respeto que uno siente por la trayectoria de Emilio Sagi le lleva a dedicar pocas líneas a una producción tan fea y hueca como la misma suya vista en Oviedo en 2004. La nada, con unos paneles que se abren y cierran a libre discreción y con ausencia total de dirección alguna de actores. Eso sí, el asturiano tiene un acendrado y consustancial amor al canto y respeto por sus artífices que, al menos, siempre cantan delante.
Foto: Tato Baeza
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