Crítica del concierto ofrecido por la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, bajo la dirección de Giacomo Sagripanti y con Lucía Martín-Cartón como solista
El retorno del maestro
Por Álvaro Cabezas
Sevilla, Teatro de la Maestranza. 11-10-2024. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla; Lucía Martín-Cartón, soprano; Giacomo Sagripanti, director. Programa: Sinfonía da réquiem, Op. 20 de Benjamin Britten; y Sinfonía nº 4, en sol mayor, de Gustav Mahler.
La vuelta del maestro Giacomo Sagripanti al podio del Teatro de la Maestranza y a los atriles de la Sinfónica después de sus memorables, por intensas y sinceras, actuaciones de 2014 y 2015 nos llena de esperanzas acerca de cuál podría ser el futuro ideal de esta formación si los actuales gestores de la misma consiguieran ficharlo, escenario que el director italiano ha admitido le resulta motivante. Las virtudes de este artista internacional, experto en belcanto, pero también ducho en Verdi y Puccini, son demasiadas, pero, aún habría algo que le podría ofrecer la orquesta sevillana y que él ansía: el solar sobre el que poder edificar su repertorio sinfónico, campo en el que Sagripanti no está tan curtido como en el operístico.
Las ganas de aprender y desarrollarse de la mano de un conjunto que está, según sus declaraciones a la prensa, en mucho mejor nivel que hace una década, se notaron desde el primer momento, en el mismo arranque de la Sinfonía da réquiem de Britten, que Sagripanti dirigía por primera vez. El director no dejó en ningún momento libre a la orquesta, que respondió con disciplina y precisión a su yugo. Por ello quizá esta obra fue más terrenal que mística, más oficiosa que trascendente, más circunspecta que fúnebre. A pesar de ello, el final del último movimiento, Requiem aeternam, nos hizo vislumbrar la infinitud imaginada por Britten en un año tan trágico como fuera 1940.
Tras la pausa llegaba el plato fuerte de la noche: la Cuarta sinfonía de Mahler, pieza muy conocida por la orquesta y de la que tenemos aún vívidos recuerdos de la sublime versión que ofrecieron Raquel Lojendio y Pedro Halffter en el otoño de 2013 o de la más fogosa y desordenada, pero, a pesar de ello, más abrumadora de Ruth Ziesak y el propio Halffter a las puertas del verano de 2008. Sagripanti ofreció una lectura muy distinta de aquellas: fue más parco y directo que la anodina versión de Soustrot en 2021, pero más decisivo en el remate de los movimientos. Cada uno de ellos se presentó como productos cerrados e independientes, pero imbricados entre sí. El primero fue el menos imaginativo. El segundo fue un despliegue de brillantez (donde destacaron las cuerdas y, especialmente, la concertino Farré, con sus cambios de violín), y, el tercero, resultó lo mejor de la velada. Expansivo el Ruhevoll, el sonido iba y venía con balanceo vienés, todos los detalles eran cuidados, pero no había oportunidad alguna para el recreo, aunque tampoco para lo grotesco. Todo parecía perfectamente ordenado y trazado, como si se hubiera producido un enorme salto desde la sinfonía Titán hasta esta, sin que Mahler hubiera pasado por las trascendentes amarguras de su 2ª y su 3ª. De vello de punta fue la transición hasta el último movimiento en el que la soprano apareció y cruzó la sección de cuerda de la orquesta para situarse junto al director y, después, con escaso caudal de voz, pero con cuidada dicción, recitar la letanía mahleriana de los santos de la gloria con la que concluye esta hermosa sinfonía, puerta del paraíso y consuelo en la muerte.
En ocasiones se debate acercade la interpretación mahleriana por parte de los melómanos y aficionados. Es un compositor tan versátil que puede hacerse de su música un producto refinado y transparente y, también, puede obtenerse un resultado expresivo hasta la extravagancia sensorial, a veces en la misma noche. Manipulado por las modas que impusieron determinados directores de enorme influencia y popularidad o por la tradición de los países, habría hoy hasta tradiciones interpretativas mahlerianas por cada nación o escuela. La italiana, de la que procede Sagripanti, nunca ha descollado en este campo (si excluimos de ella a Claudio Abbado y lo contamos como perteneciente a la escuela centroeuropea por su formación musical en Viena con Svarovsky y por su desarrollo en aquella misma ciudad y en Berlín y Lucerna después), ya que su arritmia y flexibilidad melódica nunca ha casado demasiado con el diapasón italiano, algunas veces demasiado rígido. Giacomo Sagripanti, sin embargo, optó por la tercera vía: la seriedad en un fraseo sin concesiones y la belleza del sonido como objetivo a conseguir por una dúctil orquesta que le obedeció en todo momento. Salir triunfantes de pruebas como estas no quedan en el olvido ni caen en saco roto. Es cierto que no hubo distracciones, pero tampoco demasiada ensoñación. Como primera aproximación no está nada mal. Esperemos que sea un escalón superado en el camino de la excelencia de una formación necesitada del respaldo de su público y de las administraciones que la soportan económicamente.
Fotos: Juan Pedro Donaire
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