Por Inés Tartiere | @InesLFTartiere
Zúrich. 22-II-2019. Opernhouse Zurich. Lucia di Lammermoor, Donizetti. Nina Minasyan, Ismael Jordi, Artur Ruciński, Wenwei Zhang, Leonardo Sánchez, Gemma Nì Bhrian, Jamez McCorkle. Dirección musical: Nello Santi Dirección de escena: Damiano Michieletto. Filarmónica y Coro de la Ópera de Zurich.
Hace sesenta y un años, los siempre visionarios directores de la Ópera de Zúrich, apostaron fuerte y contrataron a un joven director de Orquesta italiano de veintisiete años como director estable de su ópera. El por entonces una promesa de la dirección orquestal, no hizo más que confirmar que esa apuesta sería una de las más importantes de la historia de la entidad, y que su relación de respeto y agradecimiento por ambas partes llegaría hasta nuestros días. El pasado veintidós de febrero, las mil personas que se encontraban en el teatro de Zúrich, se pusieron de pie para recibir a uno de los más grandes directores de orquesta de ópera italiana del siglo XX: Nello Santi. Fue una de esas ovaciones que te hacen sentir que estás ante una leyenda viva de la dirección orquestal, un enlace al siempre añorado pasado y que emocionan a cualquiera, incluso a un Maestro con casi setenta años de carrera a sus espaldas.
La inmediatez que aporta a la partitura sigue siendo la misma, desde el Preludio ya se pueden vislumbrar los contrastes creados. Sigue intacta su capacidad para deslumbrar con un fortísimo abrumador, una articulación innatamente italiana, su singular manera de sostener el canto potenciando el drama, su capacidad para contrastar y crear tensiones, la nitidez y elegancia de su batuta. Amén de unos tempi extraordinariamente calibrados, no dilatados, sin restar un ápice de dramatismo a su interpretación de la partitura. Su memoria sigue siendo memorable a sus casi 90 años, dirigiendo sin partitura en todas las ocasiones que he podido verle. Supo sacar todo el potencial de una Orquesta de la Opera de Zúrich, en estado de gracia. Mención aparte merecen el arpa, y el viento, principalmente las flautas, sublimes en la escena de la locura.
Se puede decir que Donizetti compuso esta ópera basada en la novela de Walter Scott The bride of Lammermoor, en el momento justo, ya que Gioachino Rossini se había retirado y hacía cinco años de su última ópera Guillermo Tell, y su otro «rival» Vincenzo Bellini falleció tres días antes del estreno de Lucia. Pero no sería justo alabar esta obra maestra, en detrimento de otros. Lucia es el melodrama romántico por excelencia, uno de los más grandes capolavoros del genio de Bérgamo, obra cumbre del belcanto, donde su compositor nos refleja una historia extraordinariamente compleja, y donde nos demuestra una vez más su maestría innata para describir la psicología de los personajes, unida a una música sublime.
Es sin duda un arma de doble filo para las sopranos que la interpretan. En esta ocasión Lucía fue la soprano armenia Nina Minasyan, que no nos convenció ni vocal ni actoralmente, ya que resultó muy fría y poco natural en escena, así como muy ligera y de material insuficiente para el rol, incluso para una ópera de las reducidas dimensiones de la Ópera de Zúrich. Este tipo de soprano cantaba el rol antes de 1950, pero gracias a la resurrección de esta ópera después de mitad de siglo en gran medida por Maria Callas, ya ha quedado patente que las sopranos que no tienen un peso vocal mayor suelen fracasar con este endiablado rol. Sopranos de la talla de Joan Sutherland o Edita Gruberova hicieron de este papel uno de sus caballos de batalla. Minasyan canta con gusto, tiene un color bonito y cierta facilidad en los pasajes de coloratura, incluso se nos antoja que podría ser una buena cantante en roles como Despina, Amina u Olympia, pero no Lucía. Es el rol belcantista por antonomasia, que requiere de una soprano con un centro nutrido para poder llevar a buen puerto tanto los graves como los agudos con los que se tiene que enfrentar no en pocas ocasiones, así como los trinos, ornamentaciones, filados, reguladores… En su caso los graves resultan inaudibles y los agudos suenan abiertos y casi siempre tienen que ser apoyados previamente. Su mejor momento de la noche fue «Soffriva nel pianto», que cantó con mucho gusto, acompañada excelentemente por un oboe de lujo. Acometió de forma declamatoria los dos mi bemol de la escena de la locura («Il dulce suono» y «Spargi d'amaro pianto») mermada en parte por cantar una parte tan complicada en las alturas. Mejor el segundo que el primero, que lo sostuvo antes de lanzarse al vacío.
Gran trabajo del libretista Salvatore Cammarano, sabiendo extraer lo esencial de la novela de Scott, resaltando la atmósfera febril, y reduciendo el número de personajes colaborando al mejor entendimiento y dinamismo de la obra. En su caso unió a los dos hermanos de Lucia en uno solo: Lord Enrico, que parece tener la maldad por duplicado. Artur Ruciński cada vez más demandado en óperas verdianas, fue el encargado de interpretar al ladino Enrico, y fue justamente ovacionado como uno de los mejores de la velada. El barítono polaco, es poseedor de una voz tan bella como homogénea en ambos registros, de fiatos infinitos. Su canto morbidissimo y siempre entregado, unido a una gran presencia escénica, fueron más que suficientes para brindarnos una actuación realmente conmovedora. Su aria de entrada «Cruda funesta smania...la pietade en suo favore», fue toda una declaración de intenciones de que nos encontramos ante un barítono con unas posibilidades realmente importantes, con un centro suntuoso, alargando su «spegnerò» al final de la cabaletta de forma squillante, por más de diez segundos con la misma potencia. Uno de los mejores momentos fue su duetto del segundo acto, secundado excelentemente por el Edgardo de Ismael Jordi, en el que es sin duda uno de los mejores roles de su carrera. Jordi es un gran ejemplo de los pasos que debe seguir un artista, aceptando roles que su vocalidad puede siempre acometer, sin prisas, demostrando así porque no sólo mantiene la misma flexibilidad de antaño, sino que su material es cada vez más interesante. Su voz ha ganado enteros en los útimos años, con un centro ensanchado de forma natural, sin perder su capacidad en el registro agudo, que suena fácil. Su gran fraseo y su excelente musicalidad, esenciales en el belcanto, sus pianissimi de gran factura, así como una entrega siempre sincera, no pasaron desapercibidos para el público, que lo encumbró al final de la función. «Tombe degli avi miei...fra poco a me ricoveró» resultan fáciles en su voz, permitiéndo al jerezano realizar diferentes colores y dinámicas, acompañado siempre sabiamente por la batuta de Santi. No exagero si digo que su «Tu che a dio!» fue uno de los más bellos y emocionantes que he escuchado en teatro, memorable, un excelente Edgardo. Haber estudiado con el maestro de maestros Alfredo Kraus es lo que tiene, la huella es imborrable.
El Raimondo de Wenwei Zhaing fue una agradable sorpresa, principalmente por la potencia de su material, que es infinita, muy notable en «Ah cedi cedi», así como en «Dalle stanze ov'e Lucia», secundado por un excelente Coro que cantó con una ductilidad exquisita. Notable el Arturo de Leonardo Sánchez, muy seguro en sus acometidos, con un material vocal muy interesante, a pesar de su juventud. Muy correcta la Alisa de Gemma Ní Bhriain, y excelente el Normanno de Jamez McCorkle.
Mención especial merece el Coro de la Opera de Zurich, simplemente excepcional, resultando un gran valor añadido en cada aportación, principalmente en «Per te d’immenso giubilo», empastadísimos, incluso cantando y bailando en una torre.
Damiano Michieletto, firmó esta producción de Lucia di Lamermoor en 2008 para la Ópera de Zúrich, lo que supuso uno de sus primeros trabajos en opera «seria». En España la pudimos ver en el Teatro Liceo de Barcelona en 2015, que supuso el debut del rol por parte de Juan Diego Flórez, y donde también pudimos ver en esta ocasión a Ismael Jordi como Edgardo.
En la producción del regista veneciano, las alusiones a Escocia brillan por su ausencia, centrando toda la atención en una torre de cristal en ruinas inclinada, e iluminada por la luz fría y aguda de neón. Una referencia fuerte y explícita al declive social y económico de los Ashton. Un cubo de hojalata es, en este caso la fuente donde Lucía revela sus secretos a Alisa, y una mujer espectral se muestra prácticamente omnipresente en escena, derramando pétalos de rosa que emulan la sangre, («Ma, qual rosa inaridita, ella sta fra morte e vita!…») la cual no está presente en toda la representación. Ideas efectistas, y otras menos interesantes que se quedan a medio camino, como el espectacular salto al vacío de Lucía, o más bien de su «doble» al final de la escena de la locura, si no fuera porque se puede ver perfectamente el colchón en el que aterriza. Lo que podría haber sido realmente un truco memorable, no hizo más que restar valor dramático a la acción.
Si hay algo que diferencia a una gran noche de ópera de una memorable, es lo mismo que diferencia a un buen maestro, de uno excepcional: los detalles, engrandecerse en los momentos clave... Como no podía ser de otra manera, esto se hizo patente en el clímax de la ópera, el maravilloso sexteto «Chi mi frena», heredero de los concertantes de Mozart, y antesala de los de Verdi, que fue absolutamente memorable. Equiparable a los inmortales concertantes de Macbeth y Aida del Maestro Riccardo Muti.
Santi consiguió crear una atmósfera única, al servicio de la música, de los cantantes, de la orquesta; el respeto y la admiración que desprende se siente en cada nota; todos quieren ser partícipes del éxito, de su éxito.
Si no le conociéramos, su nota sería una matrícula de honor, pero por suerte nos ha dejado tantas grandes noches de ópera, que lo único que podemos decir es: ¡Gracias Maestro!
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