Por Raúl Chamorro Mena
21 de mayo de 2014. Madrid, Teatro Real. Les Contes d’Hoffmann (Jacques Offenbach). Eric Cutler (Hoffmann), Anne Sophie von Otter (La Musa/Nicklausse), Anna Durlovski (Olympia), Measha Brueggergosman (Antonia/Giulietta), Vito Priante (Lindorf/ Coppélius/ Doctor Miracle/ Dapertutto), Jean-Philippe Lafont (Maestro Luther/Crespel), Christoph Homberger (Andrès/ Cochenille/ Frantz / Pitichinaccio). Director musical: Sylvain Cambreling. Director de escena: Christof Marthaler. Escenografía y figurines: Anna Viebrock.
“Por más que lo pienso, no entiendo nada”. O bien, “Reflexiono en cada descanso y no sé qué quieren decirme”. Así se expresaban dos espectadores sentados en mis cercanías en la función que aquí se reseña. Lo que a priori debería ser un fracaso para cualquier artista, se traduce, en los tiempos que corren en el mundo lírico, en una doble reacción. Por un lado, el mirar serio y con el ceño muy fruncido desde una atalaya de superioridad intelectual “No se han enterado” o por otro, la culpa es del público, que es torpe, vago, “filoburgués” y además, “poco sensible”.
Estos Cuentos de Hoffmann encargados por Gerard Mortier a la pareja Christoph Marthaler-Anna Viebrock se han proclamado como su última aportación y una especie de broche a su trayectoria como director artístico y su modo de concebir la ópera. Efectivamente, producción pretenciosa, pedante, incompresible, repetitiva y con algún momento sonrojante, dirección orquestal plúmbea e intelectualoide y reparto mediocre en el mejor de los casos, forman una combinación que bien podría englobar y resumir todo el credo Morteriano.
Jacques Offenbach fue una figura de gran relevancia de la vida cultural y mundana parisiense en la época del Segundo Imperio y llegó a a detentar un teatro propio, I Bouffes Parisiens. Compositor de imparable éxito con sus operetas llenas de humor ácido, carga sarcástica y una una música ligera, espontánea, vivaz, pero siempre refinada, sin atisbo de vulgaridad (no en vano Richard Wagner le definió como “El pequeño Mozart de los Campos Elíseos”), tenía como obsesión al final de su vida componer una ópera-ópera por llamarla de alguna manera y lograr con ello un defintivo reconocimiento o sello de calidad a su carrera como músico y a su abundante producción lírica. Su salud no le permitió terminar esa obra, “Les Contes d’Hoffmann”, basados en un personaje, Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, polifacético artista alemán que alcanzó una gran popularidad como literato en Francia. A pesar de todo, el autor no se aparta tanto de su producción anterior y el elemento fantástico, onírico, así como la ironía y la causticidad siguen estando presentes.
La pareja Marthaler Viebrock, según se dice por encargo directo de Gerard Mortier, sitúan la puesta en escena en el emblemático edificio madrileño del Círculo de Bellas Artes. Concretamente en el bar-cafetería (Incluso se “acomoda” la sinopsis del programa de sala, en el que reza que el prólogo transcurre “En el café de un club de cultura” y no en la taberna de Luther en Nuremberg) y alguna de sus salas de dibujo y adyacentes. La idea de lo fantástico conectada con el mundo del surrealismo dan la debida justificación al responsable escénico para elaborarnos “su particular dramaturgia”, toda ella, por supuesto, planteada desde el nivel más docto y culto que uno pueda imaginar y no apto más que “para públicos inteligentes, comprometidos y que no vayan a la ópera sólo a escuchar gorgoritos en plan burgués” (sic). Todo ello significa, que sin manuel de instrucciones, hemos de ser capaces de descubrir las geniales ideas y particular visión, siempre sabia por supuesto, del director de escena y que es la que verdaderamente quería el autor y si no, da igual, es que él estaba equivocado.
En el prólogo y primer acto observamos a Nicklausse como una especie de vagabunda ebria, un Hoffmann en albornoz con diversos tics a modo de una especie de enfermo mental, unos camareros atacados como de temblores epilépticos, en medio de un general caos en el escenario en el que se mezclan dibujantes, desfile de bellas modelos desnudas, así como idas y venidas del coro y de los más variados personajes y figurantes. En los siguientes actos se mantiene la misma escenografía (con unas mesas de billar en el acto de Venecia) que, en definitiva, no aporta nada y termina por lastrar la producción, en la que la todo parece detenerse sin llegar a ninguna parte. Al menos en el primer acto, embrollado y caótico, algo sucedía sobre el escenario, en el acto de Antonia la más significativa aportación es la del Doctor Miracle cacacterizado como una especie de Inspector de policía ataviado con una típica ¡¡gabardina!!, así como a Frantz girando constantemente en círculo por el escenario.
Algo muy parecido, por tanto, a lo ocurrido en la producción de Wozzeck vista la pasada temporada y a cargo de los mismos responsables escénicos. El espectador va perdiendo interés por lo que está presenciando, quien veía por primera vez esta ópera se sume en el mayor de los desconciertos y queda al descubierto, que en el fondo de tanta pretenciosidad, sólo queda vacuidad, escasez y poca claridad de ideas, confusión y, sobretodo, aburrimiento. Y para coronar todo ello llegó la guinda, el momento del ridículo, de la pedantería más chusca y sonrojante. Una actriz centroamericana aparece en el epílogo y recita en castellano unos versos de Fernando Pessoa. ¿La próxima será que en el tercer acto de Tosca aparezca Zinedine Zidane recitando en francés unos versos de Góngora? Tiempo al tiempo.
En los planteamientos descritos y que han presidido el rumbo artístico del Teatro Real en sus últimos años, los cantantes son un elemento más y de carácter secundario en el que se impone, en el mejor de los casos, la mediocre labor global plegada a lo realmente importante, que es la escena. En esas coordenadas (de lo mediocre a lo pésimo) se movió el elenco vocal que interpretó la genial partitura, resultando muy soprendente que no figurara ningún cantante español, cuando lo escuchado no fue precisamente excepcional y ni siquiera podía reivindicarse la faceta idiomática con una importante presencia de cantantes franceses, que también brillaban por su ausencia.
El Norteamericano Eric Cutler ya conocido en el Real por sus interpretaciones de Belmonte y Raoul de Nangis muestra una característica emisión retrasada y gutural, con notas de pasaje abiertas, al igual que las agudas, las cuales el tenor emite con cierta facilidad pero resultan faltas de expansión y mordiente. El timbre no tiene interés alguno y tanto el carácter como el material son más más propios de Mozart o repertorio larmoyant. Su tradición interpretativa debería encuadrarse en Leopold Simoneau, tenor ligero canadiense especialista en Mozart y que fue un reputado Hoffmann en los años 50. Si bien el canto de Cutler, honrado y cumplidor, es correcto, le alumbra la monotonía y no encontramos en el mismo ni rastro del fraseo refinado y la clase del citado Simoneau. Además sus intentos de apianar terminaron las más de las veces en escuálidos falsetes y como intérprete no tiene talento ni personalidad como para alterar y remontar la desdibujada concepción escénica que de su personaje diseña la regia.
Anne Sophie von Otter ha sido una cantante muy apreciada en determinados ámbitos y muy concretos repertorios. De la voz, siempre modesta por sonoridad, caudal y extensión, sólo queda una raquítica sombra, desvencijada y sfiatada, que resultó inaudible en muchos momentos. Fue de las más aplaudidas. Vito Priante se anuncia como bajo, pero es un barítono. No sería mayor problema, porque hay cantantes de dicha cuerda que han interpretado con nivel las cuatro encarnaciones diabólicas (recordar al mítico Sestro Bruscantini ya muy veterano en 1988 en el Teatro de la Zarzuela junto al glorioso Hoffmann del Maestro Alfredo Kraus). Lo que sí constituyen obstáculos insuperables son la desimpostación, la escasa proyección, el timbre árido, opaco y descarnado, los agudos atrás y unos modos canoros plebeyos, que tuvieron su paradigma en la burda interpretación que realizó Priante del aria de Dapertutto “Scintille diamant” coronada con un agudo clarmorosamente estrangulado en la gola. En un análisis estricto, uno podría plantearse si Measha Brueggergosman (intérprete de Antonia y Giulietta) tiene medios vocales para cantar ópera o más bien serían más adecuados para otros géneros musicales, pero intentando caminar por la senda más benévola, se puede decir que la canadiense no tiene ni agudos, ni graves, que algo en el centro y que cuando se la escucha, se detecta cierta aplicación musical. Inexistente como Giulietta, ayuna de la mínima sensualidad, así como de la consistencia y suntuosidad vocal que exige el personaje. Cumplidora y digna la soprano Macedonia Anna Durlovski como la autómata Olympia. Típico sonido de soprano ligera, más bien impersonal, pobre en el centro, gana brillo y timbre en el agudo, no exento de cierta acidez. Correctas las notas picadas y demás agilidad muy demandada en su Chanson. El muy bregado y con muchos años de edad y carrera a cuestas Jean-Philippe Lafont sí que suena (aún) rotundo y pastoso, a pesar de su mucho desgaste, resultando la comparación tímbrica con Priante muy embarazosa para éste.
Como sabemos, Offenbach dejó su obra inacabada y circulan actualmente al menos tres ediciones que son las más usadas: Choudens, Oeser y Kaye. Sylvain Cambreling optó por una versión basada en la edición Fritz Oeser pero inédita y “nueva para Madrid” según manifestó previamente a este ciclo de representaciones. El acto de Giulietta se colocó despúes del de Antonia y, por ejemplo, no se interpretó el septeto “Hèlas, mon coeur!” del acto de Venecia (aunque en este caso no había ni rastro de la simpar ciudad), pero sí el aria de Dapertutto “Scintille diamant” que tampoco proviene de la pluma del compositor.
El director belga firmó en 1988 una buena grabación de la obra para el sello EMI. La primera que se realizaba de la edición Oeser, en la que conjugaba su elegancia e impecable acabado musical con tensión teatral y narrativa. 26 años después en el foso del Teatro Real volvió a demostrar sus buenas dotes de organizador, de ajustado concertador con un gesto siempre preciso y elegante en la búsqueda del detalle y el equilibrio, pero todo lastrado desde el comienzo por unos tempi lentísimos, más bien letárgicos. Ni rastro de la ligereza, sentido del ritmo y chispa del Offenbach más “operetero” pero tampoco de la intensidad teatral del más romantico y de vuelo lírico de su última obra. Una labor pesante, caída, destensionada y, como si se tratara de comulgar con el montaje escénico, más que analítica, plomiza y con aroma intelectualoide. Estimable la prestación de la orquesta, pero con un sonido más grueso que refinado y más potente que pulido. El coro, gris poco empastado y limitado de presencia sonora, no tuvo una de sus mejores actuaciones, quizás perjudicado por el caótico movimiento escénico que le relegó al fondo del escenario en muchas de sus las intervenciones.
En definitiva, por encima de matices, del concepto de ópera que tenga cada uno, de sus afinidades, de sus filias o sus fobias, aburrimiento es la palabra que mejor define el espectáculo ofrecido. Algo imperdonable en Offenbach y en cualquier velada lírica. Incluso las deserciones en los descansos fueron sorprendentemente abundantes, teniendo en cuenta la ópera que se representaba. Tibios aplausos finales con algunos abucheos aislados pero perceptibles y que también surgieron al final de cada parte.
Foto: Javier del Real
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