EL TRIUNFO DE UN SERENO ARREBATO
Tremendo éxito el de la Müncher Philharmoniker a las órdenes de Lorin Maazel en el Auditorio de Zaragoza. Director y orquesta ofrecieron un Beethoven intenso y sólido, en el que seguramente haya sido el mejor concierto de este ciclo de otoño. Localidades agotadas (cosa rara este año en el Auditorio) para disfrutar de un programa bien conocido, pero por ello mismo quizá más arriesgado: no es fácil, a estas alturas, firmar una Quinta de Beethoven para el recuerdo.
Maazel, que dirigió sin partitura alguna, no llegó a imprimir un sello tan personal como cabría esperar de un maestro tan longevo, pero sin duda comandó a la formación muniquesa con una firmeza insoslayable. Esta orquesta es sin duda una de las grandes formaciones alemanas, una suerte de gigantesco y preciso reloj dotado de un alma intensa. Ya desde la obertura Egmont quedó claro que íbamos a disfrutar de un sonido denso y esmaltado en las cuerdas y preciso y seguro en los metales (cómo se agradecen cuando suenan contundentes y afinados). Maazel dispuso un Beethoven musculoso, bien redondeado y brillante, ciertamente heroico; quizá menos ligero del que acostumbran a ofrecer lecturas más próximas al historicismo, pero en modo alguno tumultuoso.
Tanto en la citada obertura como en los movimientos lentos de la Sinfonía no. 5 se pudo acariciar ese sereno arrebato del genio de Bonn. La lectura del Larghetto del concierto para violín y orquesta se aproximó casi a un registro contemplativo, flotando el sonido de la mano de un esmerado Michael Barenboim como solista. Este joven violinista, hijo del afamado Daniel Barenboim, dio muestras de muy buen hacer, si bien desde una compresión adusta y contenida de la expresividad. Es comunicativo por la técnica antes que por la fogosidad. Muy buena la articulación con el arco, siempre atento a dialogar con la orquesta y espléndido en las cadencias.
El concierto se cerró con una clásica pero apabullante Quinta, acelerada e intensa en el Allegro con brio; diseccionada con tremenda claridad en el Andante, más contenida con el Allegro y desatada en el Allegro-Presto. Técnicamente, fue una ejecución impecable y, musicalmente, un discurso clásico, sin sorpresas ni extremos, pero lleno de detalles y acentos en las dinámicas y con un tejido melódico transparente. Al cierre, aplausos unánimes y bravos en la sala Mozart como hacía mucho tiempo que no se recordaban. Quizá no fue para tanto y la espectacular obra que es la Quinta terminó de arrebatar a un público que vino ya convencido de casa. En todo caso, no faltaron los mimbres para esa valoración eufórica, con una formación espléndida y un Maazel firme. Un gran concierto, sin duda.
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