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Crítica: Dos repartos para una nueva producción de 'Lohengrin' en el Teatro Real de Madrid

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Autor: Alejandro Martínez
10 de abril de 2014
Lohengrin Teatro Real

LA CONTRADICCIÓN DE UN ÚLTIMO ALIENTO

Por Alejandro Martínez

06/04/2014. Madrid. Teatro Real. Wagner: Lohengrin. Michael König, Anne Schwanewilms, Dolora Zajick, Thomas Jesatko, Goran Juric, Anders Larsson y otros. Hartmut Haenchen, dir. musical. Lukas Hemleb, dir. de escena.

07/04/2014. Madrid. Teatro Real. Wagner: Lohengrin. Christopher Ventris, Catherine Naglestad, Deborah Polaski, Thomas Johannes Mayer, Franz Hawlata, Anders Larsson y otros. Hartmut Haenchen, dir. musical. Lukas Hemleb, dir. de escena.

   Es curioso que el último testimonio de la dirección artística de Gerard Mortier al frente del Teatro Real, brindado además en su memoria por la institución, sea un trabajo tan distante de su sello habitual, tan reducido al tópico por quienes más le pusieron en el objetivo de sus críticas. Y es que en este Lohengrin no encontramos una gran propuesta escénica integrada en un espectáculo global donde no hacen falta grandes voces para que todo funcione. Más bien al contrario, sorprende este Lohengrin por ser una notable versión musical, gracias a un foso entonado y a un coro en plenitud, rematado por algunas voces de grata impronta wagneriana; un conjunto en el que la propuesta escénica de Lukas Hemleb, muy corta de miras, pasa así a un discretísimo segundo plano. Y es que esa gran gruta diseñada por Alexander Polzin que parece prometer mucho cuando se descorre el telón en el primer acto se desvanece como una ocurrencia sin mayor gloria durante los tres actos de de esta ópera, a los que sirve de idéntica e invariable escenografía. Lukas Hemleb parece situar este Lohengrin en tierra de nibelungos y dispone, en última instancia, una dirección de escena de corte clásico, más o menos eficaz en el movimiento de masas pero sin fantasía y profundidad alguna en el tratamiento de los caracteres principales, que se muestran más arquetípicos que nunca. El remate final, tan desconcertante como grotesco, es la conversión de Göttfried, el hermano de Elsa, en una suerte de tótem de morfología alienígena. Hemleb ha incidido mucho en sus declaraciones en el modo en que la religiosidad era tenida en cuenta en tiempo de Wagner y Nietzsche. En efecto, el asunto fue objeto de una gran y se diría que revolucionaria revisión, pero Hemleb no parece clarificar demasiado en qué sentido su propuesta escénica se sitúa bajo esa estela. Como mucho, parece venir a decirnos que ante la ausencia de caudillos (Lohengrin) y ante la inoperancia de la religiosidad clásica (entendida como la religiosidad mágica, encarnad en Ortrud) vivimos hoy un tiempo de ídolos desconcertantes y anónimos, como ese gran y desconcertante tótem que mencionábamos. Si por ahí pretendía llevarnos Hemleb, confesamos entender que no lo consigue con solvencia. Lo más grave quizá sea que por el camino de esa desnortada búsqueda se desdibuja por completo el núcleo más interesante de esta trama, todo cuanto se refiere a la necesidad y límites de la confianza, asunto central del conflicto entre Elsa y Lohengrin. Tampoco los figurines de Wojciech Dziedzic parecen sumar demasiado en esa tarea de construir unos personajes bien dibujados. Destaca, eso sí, por su solvencia, la iluminación de Urs Schönebaum: no es fácil resolver esta cuestión en una gruta que apenas deja espacio a las varas de luces suspendidas sobre el escenario.

   En el apartado vocal confesamos encontrar mucho más redondo el trabajo, en conjunto, del supuesto segundo reparto. Y es que König, de quien no esperábamos gran cosa, sorprende con un Lohengrin sincero, lírico, matizado, generalmente desahogado arriba, de emisión homogénea y buena proyección. Una lástima que König llegase fatigado a su página más esperada y brillante, el “In fernem Land”, evidenciando algunos apuros con la última sección de la misma. En el otro extremo, Ventris manifestó muchas más dificultades con el rol de lo que cabía suponer, enfocando esta parte no desde el lirismo sino aspirando a un dramatismo que su instrumento no posee ni encuentra. Su voz se mostró a menudo temblorosa, cansada, de emisión insegura en muchos pasajes (más que próximo al gallo), y Ventris estuvo muy lejos en conjunto de recrear un personaje creíble y redondo.

   Anne Schawnewilms parecía prometer una Elsa anodina y sin sangre, pero en realidad bordó un personaje pusilánime, herido y de poética fragilidad, con esa emisión y ese timbre tan singulares como bien administrados. Con un sonido que casi nunca abordaba el forte, compuso una Elsa ensimismada, estática, casi inane e impasible, que incluso si diría frígida. Una lástima que le faltase temperamento dramático y autoridad vocal para elevar la tensión en sus dúos más exigentes, los que mantiene con Ortrud y Lohengrin. Escamoteó varios agudos en el tercer acto, siendo esa su más notoria y evidente limitación vocal, sin embargo compensada de sobra por el magnetismo y personalidad de su canto. En este sentido, nos defraudó la Elsa de Catherine Naglestad, de instrumento más desahogado en los extremos aunque de timbre más anónimo y genérico. Lejos del lirismo de Schwanewilms, parecía prometer una mejor resolución de las partes más dramáticas del rol, aunque tampoco se mostró exultante en el último acto.

   Espléndida y muy meritoria la Ortrud de Dolora Zajick. Estamos ante el único papel de repertorio alemán que ha afrontado y no parece, desde luego, una elección casual. Su caudaloso instrumento de mezzo dramática va que ni pintado al tremebundo segundo acto que le deparó Wagner, con esas imprecaciones que sonaron tan fáciles como temibles en la voz de Zajick. Cabría pedirle, eso sí, una articulación y dicción más logradas del texto en alemán, con el que delata guardar todavía poca familiaridad. Todo lo contrario que Deborah Polaski, a la que no cabe pedir una Ortrud más idiomática y teatral, pero a la que el papel supera ya por todas partes, con un agudo mermado en demasía, agrio, duro y a veces hiriente. Dos resueltos barítonos, Thomas Jesatko y Thomas Johannes Mayer, se alternaban en el rol de Telramund; el primero más patético y el segundo más fiero en sus respectivos enfoques. Ninguno pasará a la historia, pero ambos contribuyeron con su entrega a subir el pulso de la representación. Muy preferible el Heinrich de Goran Juric, en demérito del veterano Franz Hawlata, de emisión deslavazada e imposible.

   El trabajo de Harmut Haenchen desde el foso fue muy solvente aunque tengo la sensación de que el resultado final fue más mérito del buen rendimiento de la orquesta titular del Teatro Real que del enfoque propiamente dicho de su batuta. Haenchen logró, desde luego, un sonido poderoso, firme y compacto, pero no siempre bien administrado, a menudo falto de lirismo y, en conjunto, de dinámicas irregulares. Seguramente lo que mejor funcionó bajo su guía fue el comienzo del segundo acto, con ese diálogo tan logrado entre cuerdas y maderas en los graves. Tampoco brilló siempre en los momentos de concertación más compleja, como el final de ese citado segundo acto, donde todo parecía sonar tan potente y enfático como alborotado. Por último, debe resaltarse el gran trabajo del coro Intermezzo, con unas voces masculinas de magnífico rendimiento. El buen trabajo del coro con este Lohengrin es doblemente meritorio porque esta mismas semanas se desempeña también en el Liceo con La ciudad invisible de Kitezh y en Madrid mismo contribuyendo al Requiem de Verdi a las órdenes de Muti.

Foto: Teatro Real / Javier del Real

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