Riccardo Frizza dirige Il trovatore de Verdi en el Teatro del Liceo de Barcelona con Vittorio Grigolo, Saioa Hernández y Juan Jesús Rodríguez
Ardiente Verdi
Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona, 27-X-2022. Gran Teatro del Liceo. Giuseppe Verdi: Il trovatore. Vittorio Grigolo (Manrico); Ksenia Dudnikova (Azucena); Saioa Hernández (Leonora); Juan Jesús Rodríguez (Conde de Luna); Gianluca Buratto (Ferrando); María Zapata (Ines); Antoni Lliteres (Ruiz); Dimitar Darlev (Viejo zíngaro); Nauzet Valerón (Mensajero). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Riccardo Frizza. Dirección coral: Pablo Assante. Dirección escénica: Àlex Ollé.
En alguna parte mal iluminada de mi memoria me consta que alguna vez leí algo así como que en Il trovatore se halla la esencia de la música de Verdi. Lo que sí recuerdo vivamente es que lo leí y sentí de inmediato que estaba cargada de razón. A la tradición operística italiana le hemos de agradecer que nos recuerde siempre un principio, casi un axioma: la música es melodía recordable; lo demás –como diría aquel príncipe nórdico– es silencio. Y Verdi lo supo como nadie. Después de estremecer con Rigoletto y antes de escandalizar con La traviata, se fijó en un drama acartonado como es El trovador de Antonio García Gutiérrez, y a ese drama –podemos afirmarlo sin riesgo– le prendió fuego. Es decir, ¿a quién le importa ya el galimatías argumental perpetrado por García Gutiérrez? A nadie porque Verdi solo toma de ese folletín su tuétano emocional: el cruce de venganzas; el amor de una madre por su hijo (adoptivo); el amor de un hijo por su madre (adoptiva); el amor de dos amantes; el deseo lascivo de un hombre despechado; la devoción de una mujer que se deshonra y hasta sacrifica su vida por salvar la de su amado… Todo lo demás, el andamiaje dramatúrgico de esas emociones, es un estorbo y Verdi lo reduce a cenizas con una partitura de un ímpetu arrollador, sin una sola melodía desechable, y todo ello sin transgredir el tradicional corsé de recitativo-aria-cabaletta y sin apenas emplear otra cosa que los recursos más sencillos, ensamblados, eso sí, por un engranaje musicalmente sólido como el granito que mantiene el vigor dramático hasta el final, sin desfallecer.
Si detrás de lo único verdaderamente relevante en Il trovatore, a saber, el relato musical, Verdi logra esconder aquel absurdo andamiaje argumental, el gran riesgo de toda puesta en escena de esta ópera es precisamente revelarlo de nuevo, ya sea mediante una escenificación literal –necesariamente trasnochada–, ya por la acostumbrada impostura –aquí especialmente sangrante– de atribuir a la obra lo que la obra no dice ni apenas insinúa. De ahí que la propuesta de Àlex Ollé para Il trovatore liceísta que aquí nos ocupa sea, más que cualquier otra cosa, un acierto. Ollé traslada la acción del medievo aragonés a la Primera Guerra Mundial, lo que, más allá de la inevitable perplejidad al encontrar a un trovador pululando entre trincheras o de cierto abuso efectista de ejecuciones con armas de fuego, no entraña mayor problema, gracias a una escenificación que, más que una representación concreta de espacios y lugares, lo que persigue es una ambientación emocional, mediante la expresiva iluminación de Urs Schönebaum y la escenografía sobria y sombría de Alfons Flores, con pocos elementos, pero cargados de significación opresiva, lo que ayuda a destacar la beligerancia exasperada que define la relación entre los distintos personajes del drama, así como la terrible fatalidad que los arrastra.
Lamentablemente, parte del público abucheó a Ollé y a su equipo cuando aparecieron sobre el escenario al terminar la función, lo que demostró una vez más la inquietante concomitancia entre el sector más tradicionalista del público operístico y la hinchada de un equipo en un partido de fútbol. Claro que, por otra parte, bien es verdad que Il trovatore tiene algo o mucho que ver con un espectáculo deportivo. La tradición italiana siempre cultivó el género operístico primordialmente como un vehículo para el lucimiento de los cantantes. Y entonces llegó el Romanticismo y la ampliación de las orquestas y la consecuente necesidad de voces cada vez más voluminosas y, entre medias, también llegó Gilbert Duprez y su do de pecho, y ese tenor francés quizás no sospechó que su extravagancia vocal terminaría imponiendo una superstición italiana y el más popular paradigma de la figura del tenor, el que lo define en función de la vigorosidad de sus agudos. Un paradigma que encuentra en el rol de Manrico, el trovador de la ópera de Verdi, su realización definitiva, y en la cabaletta «Di quella pira», su fetichización por antonomasia.
Pero no solo del tenor vive Il trovatore. Baste recordar aquella sentencia unas veces atribuida a Toscanini y otras, a Caruso, y que declara que esta ópera exige a los cuatro mejores cantantes por cuerda, a saber, barítono, soprano y mezzosoprano, además del tenor, y más allá de la evidente exageración, la verdad es que en Il trovatore los cuatro roles principales acumulan momentos de enorme lucimiento vocal, pero también de gran exigencia técnica, ya por separado como también en conjunto. Además, la enorme popularidad de la partitura supone otro escollo para el equipo vocal, como es el de estar a la altura de las expectativas del público, que en este caso se cifran en la larguísima tradición de ilustres cantantes que han dejado su huella en alguno de los personajes de la ópera de Verdi. En otras palabras, puede que nadie –vale decir, en su sano juicio– espere encontrarse con émulos de Mario del Monaco, Giulietta Simionato, Ettore Bastianini o Leyla Gencer, pero estos y tantos otros intérpretes estarán inevitablemente muy presentes en el pensamiento de cualquier aficionado que acuda a una función de Il trovatore.
Con todo, cabe primero aclarar que, en la función inaugural de este regreso de Il trovatore al Liceu, el elenco vocal salió airoso del reto, a pesar de que el director artístico, Víctor Garcia de Gomar, sembró el temor al salir instantes antes de alzarse el telón para anunciar que la soprano Saioa Hernández había sufrido recientemente un fuerte catarro y que ello podía afectar a su actuación. Sin embargo, la soprano madrileña disipó ese recelo inicial con una actuación sólida, en términos generales. Hernández, que se estrenaba en el rol de Leonora, exhibió una voz recia, de generosa proyección, agudo robusto y timbre noble. El de la madrileña es un instrumento que se ajusta plenamente a la vocalidad verdiana, bien afianzado en una solvencia técnica más que notable, si bien la soprano pasó algún apuro de respiración puntual, excusable en un rol de tan alta exigencia. Menos convincente se mostró Hernández en el plano puramente expresivo. La madrileña cantó siempre con corrección, pero su fraseo fue poco incisivo, carente del arrojo que requiere la partitura, lo que acaso pueda achacarse a cierta precaución por el reciente resfriado. Sea como fuere, tampoco ayudó la actuación escénica de Hernández, que sin llegar a ser hierática, sí resultó más bien distante, sobre todo en comparación con sus compañeros sobre el escenario. No obstante, esa frialdad no llegó a empañar lo que fue una actuación vocalmente notable.
Algo distinto ocurrió con la pareja escénica de Saioa Hernández, Vittorio Grigolo, que debutaba también en su rol de Manrico. Si pocos podían dudar de la adecuación de los medios vocales de la soprano madrileña para afrontar un rol como el de Leonora, lo cierto es que quien escribe ha de confesar que no confiaba demasiado en Grigolo –sobre el papel, un tenor lírico en el sentido más melifluo– metido en la piel del impulsivo trovador. Sin embargo, la realidad deshace a veces los prejuicios y Grigolo sorprendió con una actuación flamígera, aunque no siempre para bien. Ya en su intervención inicial en interno («Deserto sulla terra») el tenor italiano insinuó una proyección generosa que instantes después confirmó. Cuando Grigolo apareció en escena, lo hizo con una voz inesperadamente sonora, incluso squillante, de timbre atractivo y fraseo incisivo e impetuoso. Bien es cierto que el timbre del tenor italiano osciló en algunos pasajes puntuales a lo largo de la función, adoptando un color más gutural, pero en términos generales, la voz de Grigolo sonó luminosa, lírica, pues su timbre es inequívocamente lírico, pero recia y desahogada en todos los registros del rol. Grigolo superó con creces el reto vocal que supone Manrico. Ejemplo de ello fue la gran escena del tercer acto, que el tenor italiano dominó plenamente, igualmente cómodo en el lirismo de amplio fraseo de la maravillosa aria «Ah sì ben mio» como en la marcialidad enardecedora de la sucesiva «Di quella pira», que Grigolo coronó con un agudo firme.
No cabe duda de que Grigolo quiso meterse al público en el bolsillo. Tampoco cabe duda de que lo logró, pero en el plano escénico se valió del trazo grueso, con un histrionismo desaforado que en más de una ocasión pudo resultar involuntariamente paródico, especialmente en la escena concertante que cierra el primer acto. Eso es evidentemente algo que se le puede afear a la actuación del tenor Grigolo, pero antes cabría tomar en consideración dos cosas: la primera, que un histrionismo equivalente fue no hace tanto tiempo aplaudido como la quintaesencia de la entrega y la teatralidad en un tenor como Rolando Villazón; segundo, que la caricaturesca sobreactuación de Grigolo no es precisamente ajena la tradición interpretativa del rol de Manrico. Acaso en otro papel el ímpetu desmedido que exhibió el tenor italiano habría sido un escollo insalvable, pero el caso del trovador verdiano no parece el más indicado para rasgarse las vestiduras en ese sentido. Así que, en medio de esta era de precariedad de voces verdaderamente verdianas, bienvenido sea el Manrico de Grigolo con su parcial desmesura.
Juan Jesús Rodríguez dio vida al personaje más ingrato de la ópera, el pérfido Conde de Luna, uno de los roles más exigentes técnicamente de la literatura musical verdiana para la cuerda de barítono, y contar con el cantante onubense era, de antemano, una garantía que se demostró sobre el escenario. Rodríguez exhibió una sintonía completa con la vocalidad verdiana, merced a una voz de noble y rotundo timbre y a un dominio del fraseo amplio. Así lo evidenció en su interpretación de «Il balen del suo sorriso», resolviendo la temible dificultad del legato verdiano con una solvencia y con una distinción en la línea de canto que el público premió merecidamente con una ovación entusiasta. Rodríguez completó una actuación notabilísima en lo vocal y esmerada en lo escénico, a la que poco se le puede reprochar, si no es acaso que su proyección no fuera más generosa, pues en algunas escenas concertantes, la voz del barítono, sin ser nunca insuficiente, quedó un tanto empalidecida por la de algunos compañeros, que ocasionalmente mostraron mayor opulencia sonora. Ahora bien, ello no quita que la de Rodríguez fuera, seguramente, la actuación más bien equilibrada de la tarde.
El verdadero personaje principal de la ópera de Verdi es sin lugar a dudas el de Azucena. Es alrededor de esta madre gitana que orbita todo el drama y Verdi le regala algunas de sus páginas más ardientes y arrebatadas. Azucena es un personaje de aura sobrenatural, abrumador por su visceral deseo de venganza como también por su condición de imponente matriarca, y ello requiere una voz de mezzosoprano que ha de causar impresión honda, por proyección y por rotundidad, ya en el extremo más cavernoso de la tesitura como también en el agudo. Esta enorme exigencia aparece especialmente condensada en aria del segundo acto «Condotta ell’era in ceppi», donde Azucena relata la terrible historia de su venganza frustrada, pero al lado de ese paroxismo dramático, en el personaje de la gitana cabe también la ternura patética y enajenada del cuarto acto, en la parte de «Sì, la stanchezza m’opprime, o figlio…» y, a continuación, «Ai nostri monti… ritorneremo…».
A ese enorme reto que supone el rol de Azucena hizo frente Ksenia Dudnikova. Esta mezzosoprano uzbeka, que debutaba en el escenario del Liceu, sorprendió con unos medios vocales indiscutiblemente imponentes. La de Dudnikova es una voz de timbre bruñido, con un registro grave debidamente rotundo y una proyección ostensible. Su vocalidad es, sin duda, la de una mezzosoprano verdiana y ciertamente, en ese sentido, la actuación de Dudnikova causó impresión, pero la uzbeka también evidenció que todavía tiene un largo camino para terminar de pulir su canto, que adoleció de una inseguridad manifiesta en todos los ascensos al agudo, como se reveló desde el inicio, en la frase «Che s’alza al ciel», al final de cada estrofa del aria «Stride la vampa». Fue esta una mácula que deslució significativamente la actuación de Dudnikova, por otra parte, beneficiada por una presencia escénica notablemente trabajada.
Verdi enriqueció la cuerda de bajo con un puñado de personajes imponentes, entre los que no se encuentra el de Ferrando, secuaz del Conde de Luna y rol antipático donde los haya. Sin embargo, el compositor de La Roncole concede a este personaje la intervención inicial de la ópera, donde Ferrando relata a sus soldados la horrenda historia de la gitana –madre de Azucena– que arrojó un maleficio al conde y a su hermano cuando estos eran niños. Este relato –«Di due figli vivrea patre beato… Abietta zingara»–, del que es reverso “Condotta ell’era in ceppi” de Azucena, es la única aria que Verdi concede a Ferrando y se trata de una parte de enorme compromiso, pues no escatima en dificultades técnicas. Dificultades que Gianluca Buratto resolvió con solidez y con una voz de timbre no especialmente rotundo, pero de notable proyección.
María Zapata (Ines), Antoni Lliteres (Ruiz) encarnaron con corrección los breves roles de Ines y Ruiz, mientras que Dimitar Darlev y Nauzet Valerón completaron el reparto con sus mínimas intervenciones como viejo gitano y mensajero respectivamente. Asimismo, cabe dar cuenta del buen trabajo de Pablo Assante al frente del coro del Gran Teatre del Liceu, que exhibió robustez y completó una actuación notable, más allá de algún puntual desajuste– en una ópera que atesora varios momentos de comprometido lucimiento coral.
Por último, pero no por ello menos importante, es justo elogiar la labor de Riccardo Frizza al frente de la orquesta. El maestro italiano demostró ser conocedor del estilo verdiano y extrajo del conjunto estable del Liceu un sonido bien compactado, toda vez que supo imprimir un ritmo sin decaimiento, con ese nervio que exige la escritura verdiana y que finalmente determina su tensión dramática. Acaso, por poner un pero, Frizza se dejó arrastrar por el ímpetu en el «Miserere», con un tempo excesivamente apresurado. Por lo demás, el trabajo de Frizza, que, pese al ímpetu, no descuidó nunca la concertación del foso con el escenario, fue un indiscutiblemente primordial para el éxito de esta función de ll trovatore, y sin duda el Liceu hará bien en contar con el maestro italiano para sus proyectos verdianos.
Fotos: A. Bofill
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