Por José A. Gil
Alejo Carpentier y la música. Blas Matamoro. Fórcola Ediciones [Singladuras, 22], Madrid, 2018, 192 pp. ISBN: 978-84-16247-62-2.
Quienes profesamos el mismo amor incondicional por la música que por la literatura sabemos bien que en la obra ensayística de Blas Matamoro (Buenos Aires, 1942) siempre habrá respuestas a las disquisiciones interartísticas que tantas veces nos asaltan mientras leemos una novela o escuchamos una sinfonía si ambas se señalan mutuamente. Gracias a que gran parte de la producción musicológica del intelectual argentino redunda en estas interacciones, recomiendo (siempre que proyectada sobre nosotros —en términos de Oskar Walzel— la iluminación recíproca de las artes solo produzca sombra) apelar a su mente preclara para iluminarnos en el ancestral maridaje entre estas dos bellas disciplinas. Son muchos los ejemplos que podríamos traer a colación. Entre sus artículos periodísticos podríamos citar “El oído del escritor” publicado en la Revista Mercurio, donde hacía un sugerente análisis de la evolución paralela de la forma sonata y la novela. De otra parte, sus ensayos —todos imprescindibles—, Proust y la música o Thomas Mann y la música en Ediciones Singulares; así como Nietzsche y la música, además de las ediciones críticas de las Cartas sobre Luis II de Baviera y Bayreuth o el ensayo Beethoven, ambos de Richard Wagner publicados por Fórcola. Precisamente esta editorial —tan reconocida ya entre los melómanos—ha sido la encargada de lanzar al mercado su último trabajo, Alejo Carpentier y la música. Un lúcido tête à tête entre el novelista musical más insigne de la historia de la literatura hispanoamericana y el crítico bonaerense con la trayectorias más lúcida y versátil de todos cuantos residen en nuestro país.
Como ocurrió con muchos otros escritores de su generación, la vida de Alejo Carpentier (1904-1980) transcurre a caballo entre Europa y América Latina. El sincretismo cultural le permitió desarrollar una agudeza extraordinaria a la hora de observar y analizar la decadencia del siglo XX. La Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil española o la Revolución Cubana dejaron, cómo no, su impronta en Carpentier, aunque su compromiso político —dada la tibieza revolucionaria que Blas Matamoro atribuye al escritor— no sea en sentido estricto la piedra angular de su producción. Su ideario tiene más que ver con la búsqueda incesante de una “América natural, impenetrable, elemental y original”. Más sugerente puede resultar a este artículo la “atención punzante” con que se aborda la historia de la música en el conjunto de su producción. Una música que a lo largo del siglo XX, como todos sabemos, se transfigura a un ritmo frenético. Algo que, de partida, fascinó al escritor, aunque luego su entusiasmo no fuese el mismo cuando ésta se decanta por trasgredir sus propios límites clásicos. Pero más allá de cuáles pudieran ser sus reservas para con determinadas estéticas, la música nunca dejó de ser el “elemento estructurante” de las novelas de Carpentier. Partiendo de esta premisa, el fin último del ensayo de Matamoro es ofrece al lector “unos indicios de interpretación” de estas imbricaciones músico-literarias sustentadas en la escucha detenida del importante número de obras clásicas presentes en sus narraciones.
Carpentier creció en el seno de una familia con una sólida formación musical. Su abuelo fue discípulo de César Franck y su padre de Pau Casals, sin embargo aún se desconoce quién se encargó de la iniciación del escritor antes de llegar a convertirse en el eminente musicólogo e historiador de la música que todos conocemos. Matamoro nos recuerda que la vida del cubano estuvo plagada de “empresas interruptas”. En su juventud abandonó los estudios de arquitectura por la música. Poco después, tras asumir sus nulas dotes para la composición, se dedicó por entero a la literatura, que en Carpentier ha de ser entendida como catalizador de las que hasta entonces habían sido sus dos anteriores grandes pasiones. De ahí que en Ese músico que llevo dentro —recopilación de los artículos que escribió a lo largo de su vida— afirmase que “la arquitectura es una pura creación de la inteligencia humana, como lo es la música”. El propio escritor confesaba que su carrera artística había quedado marcada de por vida al escuchar en su juventud “el tema de fagot que abre La Consagración de la primavera de Stravinski, y (...) el segundo motivo del primer movimiento de la Sinfonía Resurrección de Mahler” que le inspiró su novela más universal: Los pasos perdidos. Una obra maestra que ningún músico debería dejar de leer porque como bien dice Matamoro su estructura es similar a la de una sinfonía. Aunque matiza, igual que la “estructura cuatripartita” de esta forma musical fue sometida inicialmente a revisión por Beethoven, Carpentier en sus novelas también hereda esta tendencia a la “reformulación” tan evidente, por ejemplo, en Gustav Mahler. El resultado, según Matamoro, fue una forma híbrida entre “sinfonía, obra vocal, programática, dramática y lírica”. Aunque finalmente en sus novelas esta “mezcolanza” no sea tan romántica como barroca, en realidad. La forma ensalada, de hecho, sería la que mejor se adecúa a su personal modo de narrar. Se entiende mejor si tenemos en cuenta que el barroquismo acabó siendo uno de los rasgos distintivos del estilo literario carpenteriano. Blas Matamoro no se aferra en este sentido al plano lingüístico, prefiere seducirnos con una visión de conjunto más enriquecedora si cabe. Para Carpentier el barroco no es solo una época concreta de la historia, sino una “forma arquetípica que puede darse en distintas fechas y lugares”. El asunto es bastante más completo que todo esto, obviamente, pero no quisiera abrumar al lector con demasiadas elucubraciones hermenéuticas. Sirva la anterior frase entrecomillada extraída del ensayo para allanar el camino a quien decida acometer la lectura de una de las novelas más deliciosas —y desconcertantes— del escritor, Concierto Barroco, donde Vivaldi, Händel y Domenico Scarlatti se reúnen para tocar un concerto grosso o visitar la tumba de Stravinsky en la isla de San Michele en Venecia. No olvidemos, como bien dice Matamoro, que “barroquismo, modernismo y surrealismo forman parte de la constelación personal” de este autor. ¿Cabría, pues, alguna duda de por qué Carpentier representa lo Real Maravilloso en la literatura hispanoamericana?
Tras esta mínima y rudimentaria incursión en la teoría de la literatura —de la que es imposible desligarse considerando de quién estamos hablando— centrémonos de nuevo en las músicas de Carpentier que cumplen, para Matamoro, una función “evocativa constante y decisoria”. Además de su archiconocida monografía La música en Cuba su trayectoria periodística es tan vasta como heterogénea a ojos del crítico bonaerense. “Un ensayista de brevedades” llega a llamarlo, ya que sus artículos podían adoptar forma de crítica o de mero “texto divulgativo” dado el caso, pasando por un recuerdo personal. Sin embargo, tras este corpus de apariencia difusa Matamoro vislumbra una “oculta coherencia”. Nuestro crítico en ninguna página de su ensayo adopta un tono condescendiente aunque se esté refiriendo a uno de los escritores hispanoamericanos más universales. Difieren, por ejemplo, respecto a la noción de clasicismo en cuanto categoría “abstracta y universal que puede darse en cualquier época”, mientras que para Carpentier “toda obra clásica (...) es la autora de su normativa siendo que ha nacido sin ninguna”. Naderías. Es una verdadera gozada leer a dos gigantes teóricos que se acaban abrazando al final del partido.
Carpentier también atiza. Para el cubano, la única genialidad de Mozart es su “nutrido y pluralísimo catálogo hecho en poco tiempo”. Y su libretista, Da Ponte, por cierto, “un mediocre”. De Wagner, que “nunca deberían tomarse por maestros a artistas cuya existencia entera se consagra a perfeccionar y agotar una fórmula”. Matamoro piensa que es mejor correr un tupido velo. Prefiere el crítico centrarse en quienes fuero sus admirados compositores a contracorriente, como Bruckner —ejemplo de antimodernidad— o Músorgsky, que “escribió un guion de cine y lo demás sólo se lo debemos a él”. Lo dicho, Carpentier era un crítico implacable pero muy diplomático, sabía guardarse muy mucho a la hora de tratar con displicencia a sus contemporáneos. Solía prestar atención a cuestiones más elevadas como, por ejemplo, “¿qué realidad objetiva tiene el arte sonoro?”. También, como es lógico, su interés se centraba en la música latinoamericana, que a su juicio no obedece a indicios heredados de escuelas o compositores como ocurre en Europa. No obstante, del viejo continente no desdeñaba el hecho de que su disciplina de siglos se hubiera convertido en “referencia normativa”. Algo muy significativo para Matamoro ya que precisamente la época de Carpentier fue “la del cuestionamiento del paradigma europeo como único”.
Sería imposible —y desaconsejable— intentar mostrar al lector los infinitos matices del libro que hoy reseñamos. Aquí concluyo, pues, pensando que es factible que Alejo Carpentier y la música sea ya una referencia obligada en las bibliografías del escritor cubano por su riqueza y rigor documental, la ponderación de su análisis y su singular exposición accesible a cualquier lector gracias a ese estilo personal, sagaz, irónico, entrañable, que caracteriza a su autor. Permítanme agradecer otra vez a Blas Matamoro su encomiable afán por divulgar las interaciones, no ya músico-literarias sino HUMANÍSTICAS que tan necesarias son en estos tiempos de urgencia e hiperespecialización. Tampoco quiero dejar de felicitar a la editorial Fórcola por su pulcrísima colección Singladuras cuyos títulos, “pequeños por fuera pero grandes por dentro” —me consta— custodian un material precioso para los musicólogos.
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