Por Álvaro Cabezas / @AlvaroCabezasG
Haruki Murakami y Seiji Ozawa. Música, sólo música. Tusquets editores, Barcelona, 2020. Traducción del japonés de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara.
Este libro, publicado originalmente en 2011 bajo el título Ozawa seiji-san to, ongaku ni tsuite hanashi o suru, se tradujo al inglés en noviembre de 2016 como Absolutely on Music: Conversations with Seiji Ozawa y ahora lo hace al español como Música, sólo música. Celebramos que, aunque sea casi una década después, los melómanos españoles hayamos podido disfrutar por fin con la combinación, por escrito, de la impecable y límpida escritura del sempiterno candidato al Nobel de literatura Haruki Murakami (Kioto, 1949) y de los conocimientos musicales del mejor director japonés de todos los tiempos Seiji Ozawa (Shenyang, 1935).
En un ejercicio de sinceridad y oportunidad factible para los grandes héroes literarios vivos de cada nación –poner negro sobre blanco su relación con otros agentes culturales no habituados a escribir sus memorias y que no lo harán si no se les brinda una oportunidad como esta–, el escritor japonés aprovechó el abrupto final que hubo de poner Ozawa a su apretada agenda internacional a finales de 2009 –cuando se le diagnosticó un cáncer de esófago que le obligó a someterse a una dura operación en enero de 2010 y a realizar una rehabilitación que prácticamente dura hasta hoy–, para entrevistarlo, preguntarle por sus recuerdos y relaciones con importantes músicos y orquestas del mundo, pero, sobre todo, para comentar grabaciones de su predilección. Los encuentros tuvieron lugar en noviembre de 2010 y durante los meses de enero, febrero, marzo, junio y julio del año siguiente, entre Japón, Hawai y Suiza. Fueron grabados y fielmente transcritos, incluso con las acotaciones tan propias de las obras de teatro. Y, de la misma manera, fueron inteligentemente orientados por Murakami con objeto de centrar los recuerdos y los temas de conversación a tratar.
Por ello, el libro comienza a analizar importantes grabaciones discográficas –muchas veces de las mismas obras: conciertos para piano de Beethoven y Brahms a manos de Gould/Bernstein, Gould/Karajan, Serkin/Bernstein, Serkin/Ozawa, Uchida/Sanderling, entre otros intérpretes–, para avanzar untando estos diálogos con cada vez más divertidas anécdotas sobre los comienzos de Ozawa, su aprendizaje con Saito, Munch, Karajan o Bernstein, su relación y desarrollo artístico con orquestas como la Toronto Symphony o la Boston Symphony o su creación más personal, la Saito Kinen, hasta llegar a una última parte que reúne aspectos casi filosóficos sobre la importancia de la música en la vida de cualquier ser humano culto e instruido al retratar Murakami su inolvidable experiencia en Rolle, Ginebra y París viendo y percibiendo cómo se desarrollaba artísticamente la Academia de Música Seiji Ozawa de Suiza durante la edición de 2011. Unas palabras de agradecimiento del director cierran más de trescientas páginas que parecen pocas en comparación con el interés que despiertan y la sustanciosa información que proporcionan. Las aportaciones de esta publicación pueden reunirse en torno a los siguientes aspectos.
En primer lugar, los duros comienzos que tiene que sufrir cualquier músico que quiera vivir de su arte y que solo podrá ver los frutos de la estabilidad y la excelencia artística a lo largo de su etapa de madurez. Incluso tratándose de un genio dotado para la música –auspiciado, además, por dos de los más importantes directores del momento en Europa y Estados Unidos (Karajan y Bernstein, respectivamente), y sostenido y gestionado por el todopoderoso manager musical Ronald Wilford–, el músico japonés tuvo que vivir alquilado durante años en un semisótano mientras era asistente de la New York Philharmonic y que, al no contar con aire acondicionado, dormía al raso en cines de verano con su primera esposa Kyoko Edo mientras se proyectaban las películas. El propio director confiesa que durante las temporadas en que auxilió y sustituyó –a veces con evidentes riesgos–, a Bernstein, solo ganaba entre 100 y 150 dólares a la semana y que en los años siguientes, ostentando incluso una titularidad musical –la de la Toronto Symphony entre 1965 y 1969–, cobraba muy poco para vivir con solvencia. Las cosas empezaron a cambiar cuando unió a este cargo el de la dirección del festival de verano de Ravinia (1964-1969), donde dirigía a la Chicago Symphony, considerada por entonces como la mejor orquesta del mundo y, por tanto, mejor contribuyente que las demás. A pesar de ello, Ozawa no alcanzó una estabilidad considerable para fundar una familia hasta que no llegaron las responsabilidades en la San Francisco Symphony y en la Boston Symphony cuando estaba al final de la treintena.
En segundo lugar, es notable el papel crucial que marcaron las casas discográficas en las carreras de directores, solistas y cantantes. Esta circunstancia es bien conocida por todos los melómanos, sobre todo por los discófilos, pero se ejemplifica hasta un punto llamativo en los casos que recoge Murakami. Por un lado, cuando está comentando con Ozawa sus inicios en el mundo de la fonografía le presenta una lista de obras que registró siendo joven y con distintas orquestas –London Symphony, Chicago Symphony, New Philharmonia, etc.–, y le señala la ausencia de criterio al grabar obras tan distintas. La respuesta de Ozawa es totalmente sincera: hizo lo que le mandó la discográfica. En este punto, su interlocutor le pregunta si tenía algún margen de decisión al respecto y el director nipón confiesa que ninguno en absoluto, sobre todo por su juventud e inexperiencia. Podría pensarse que esta situación cambiaría cuando Ozawa consiguió su culmen artístico –la dirección de la Boston Symphony durante veintinueve años–, pero un sorprendido Murakami le pregunta con cierta extrañeza acerca de la afirmación que acaba de hacer sobre el repertorio germánico, del que Ozawa se considera especialista:
«OZAWA: No, en absoluto. Hasta entonces nunca la había interpretado. Lo único, la Sinfonía fantástica de Berlioz. Todo lo demás lo hice por petición expresa de la discográfica. [...]
MURAKAMI: Por tanto, cuando interpretaba música francesa en Boston no era por decisión propia, sino por petición expresa de la discográfica.
OZAWA: Eso es. La orquesta también quería tocar música francesa por comercializarla. Me tuve que enfrentar a muchas músicas distintas por primera vez en mi vida».
Por último, en otro momento más se pone de manifiesto la veleidad de las casas de grabación para lanzar o hundir carreras y su ensañamiento con los llamados juguetes rotos: mientras hablaban de las grabaciones de los sesenta y de los solistas con las que las acometió surgieron los nombres de Leonard Pennario y John Browning:
«OZAWA: Tanto Pennario como Friedman ocupaban entonces el centro de una campaña de la discográfica para promocionarlos, pero Browning era el verdadero genio al piano, un músico excepcional.
MURAKAMI: Últimamente su nombre no suena mucho.
OZAWA: Me pregunto a qué se dedicará».
En tercer lugar hay varias aseveraciones a lo largo del libro sobre la excesiva prudencia o falta de valentía en muchos jóvenes... siempre bien utilizada como medio de prosperidad. Me refiero, por ejemplo, a las sustituciones que tuvo que hacer Ozawa hasta casi llegar a los cuarenta años, a las largas horas que pasó viendo ensayar y cumplimentando a Karajan –incluso cuando Ozawa ya se encontraba firmemente establecido en la cúspide de la música clásica–, o cómo se plegaba todavía en 1982 –¡con 47 años!–, a las indicaciones, deseos y caprichos de Rudolf Serkin mientras grababa la integral de conciertos para piano de Beethoven en Boston. Así, mientras escucha las grabaciones que elegía Murakami, se lamenta de no haber sido más valiente y decidido en aquel momento, pero se excusa rápidamente diciendo que eso era lo que había que hacer para seguir adelante sin enfrentamientos ni amarguras que pudieran menoscabar el status quo que tanto le había costado conseguir. Sin embargo, esa cordura solo parece haberla reservado para maestros, registas y discográficas. Hasta en varias ocasiones relata Ozawa desafíos con los músicos: primero con un percusionista de la Berliner Philharmoniker mientras dirigía Estancia de Ginastera que estuvo a punto de hacerle cancelar el concierto; segundo con un trompa de la Boston Symphony al grabar la 1ª sinfonía de Brahms por no obedecer las indicaciones del director; tercero cuando despidió al concertino de la Toronto Symphony; y cuarto cuando desgastó hasta conseguir que se marchara al de la Boston Symphony.
En cuarto lugar, subyace hacia la mitad del libro una importante consideración acerca de los múltiples beneficios que proporciona frenar la actividad a la que se dieron febrilmente desde los años ochenta los directores estrella que impedía dedicar el tiempo necesario a estudiar y releer las partituras de obras ampliamente interpretadas por ellos mismos. Le ocurrió a Ozawa a lo largo de 2010. Desde enero hasta diciembre de ese año suspendió sus actividades por encontrarse convaleciente de su operación: canceló una treintena de conciertos y funciones operísticas en Europa, Estados Unidos y Japón y se dedicó a repasar las viejas obras musicales. En las semanas previas a la Navidad, volvió a los escenarios con tres conciertos ofrecidos en el Carnegie Hall con la Saito Kinen Orchestra, y lo hizo con una madurez, solvencia y destreza artísticas fuera de lo común. Esos conciertos, confiesa, fueron algunos de los más importantes e inolvidables de su carrera, no solo por la carga simbólica que conllevaban (de vuelta a la actividad), sino también porque eran el resultado del esfuerzo sosegado y pleno que proporciona el estudio y la reflexión cuando están libres de la vorágine que exige la vida profesional.
En quinto lugar, Murakami, que parece al tanto de las corrientes históricamente informadas, pregunta varias veces a Ozawa sobre estas cuestiones interpretativas, sobre todo en relación con la obra de Beethoven. El director no escurre el bulto y explica que hoy se tiene un mayor y mejor conocimiento sobre la interpretación histórica que en décadas atrás y que, de alguna manera (y de acuerdo con sus últimas grabaciones del genio de Bonn), se ha aproximado a estas tendencias al aligerar los tempi y al quitar densidad al sonido que antes utilizaba con este compositor.
Por último, las páginas finales del libro están dedicadas al enorme amor por la música, que se acrecienta y expande cuando se enseña a los demás, especialmente a los más jóvenes. Ozawa tiene, como tantos grandes maestros de nuestro tiempo –Abbado, Muti o Barenboim–, varios proyectos juveniles: sus academias en Okushiga y Ginebra o su escuela de ópera Ongaku-Juku. Aquí es cuando la pluma de Murakami se nota más vibrante y emocionada, al reflejar la intensidad y los condicionantes anímicos con los que los capaces músicos de entre veinte y treinta años seleccionados para esos cometidos se enfrentan a la interpretación musical, solos o en comunidad de manos de profesores que tienen siempre cosas distintas que decir, pero que, finalmente, llegan al mismo punto. Amén de la producción discográfica, ese conjunto de experiencias formativas –junto con el Festival Saito Kinen, desde 2015 llamado Seiji Ozawa–, considera el director japonés que es su mayor y más logrado legado a la posteridad.
Esas y otras muchas enseñanzas se contienen en este libro, pero también entretenidos comentarios como los que dedica Ozawa a situaciones pintorescas como la que vivió cuando acogió en su escondite para un concierto de Bernstein en el Carnegie Hall a Elisabeth Taylor y Richard Burton en los años sesenta; o el episodio en que la codicia le impulsó a robar tres batutas a Ormandy en Philadelphia; cuando comía en restaurantes lujosos con Rubinstein, los ingeniosos telegramas que se intercambiaba con Carlos Kleiber o, incluso, su curiosa costumbre, practicada ya como director musical de la Wiener Staatsoper (2002-2010), de asistir solo a los momentos álgidos de las óperas que se representaban cada tarde, pasados los cuales volvía a su despacho para trabajar. En suma se trata de una lectura agradable, bien estructurada y llena de noticias y consideraciones que pueden interesar tanto al melómano clásico y discográfico, como al músico deseoso de conocer detalles acerca de la interpretación orquestal desde los años sesenta hasta la actualidad, de la mano de dos personajes –Murakami y Ozawa–, que han alcanzado las cotas máximas de calidad en cada una de sus facetas profesionales.
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