El ciclo de Ibermúsica acoge un concierto de la Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam, con el violinista Leónidas Kavakos bajo la dirección de Daniel Harding
Innovar para sorprender
Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 1-XI-2022. Ibermúsica. Auditorio Nacional de Música. Orquestas y solistas del mundo Ibermúsica. Serie Arriaga. Concierto A.1. Obras de Johannes Brahms (1833-1897) y Ludwig van Beethoven (1770-1827). Leónidas Kavakos (violín). Royal Concertgebouw Orchestra de Amsterdam. Daniel Harding, director.
Aunque el Concierto para violín en re mayor, op. 77, de Brahms está considerado como uno de los cuatro conciertos alemanes más importantes y famosos para este instrumento -conjuntamente con los de Beethoven, Max Bruch y Mendelssohn- desde su gestación, no estuvo exento de polémica, ya que fue declarado como inabordable por un violinista de la talla de Hernryk Wieniawski (1835-1880); o del gran Pablo Sarasate (1844-1908), que se negó a interpretarlo.
De hecho, y dado que Brahms adolecía de ciertas carencias en el conocimiento de la técnica del instrumento, tuvo que depender de los consejos de su amigo, el violinista húngaro Joseph Joachim (1831-1907), y aunque su primera impresión sobre las partes del violín fue la de «novedoso», realizó algunas observaciones que finalmente no fueron tenidas en cuenta por Brahms. Tampoco en el estreno hubo demasiado acierto, ya que la obra hubo de medirse en esa misma velada -Gewandhaus, Leipzig, 1 de enero de 1879-, con el Concierto para violín en re mayor op. 61, de Beethoven, con la misma tonalidad y una distribución de movimientos parecida.
La versión que degustamos de esta obra en el concierto que nos ocupa podemos adjetivarla de «bicéfala», en el sentido de poseer un contraste absoluto entre las partes solo orquestales -entendidas por la visión de Daniel Harding (Oxford, 1975), a la manera puramente romántica- y las que interviene también el violín -solo, o integrado en la orquesta- que podríamos calificar como «espartana» -aunque Leónidas Kavakos (1967) sea ateniense, disculpen el chiste-. Lo primero ya fue muy patente en el preludio orquestal que antecede a la enérgica entrada del solista. Sobre lo segundo, nos extenderemos más adelante.
El historial de éxito de las interpretaciones de la obra han dado la razón al diseño realizado por Brahms, que lejos de crear un concierto virtuosístico para el instrumento, siempre tuvo en mente mayores objetivos para su obra, hermoso compendio de fluidez y nervio, complejidad y bálsamo, si bien contemporizados por las acotaciones marcadas para cada movimiento que en el primero es de Allegro non troppo, muy bien moldeado por la batuta de Harding y que sirvió a Kavakos para «acostar» el canto de su violín sobre esa mullida sonoridad orquestal, ayudado por un repetido intercambio de miradas cómplices, tan evidentes, con el concertino.
Tormentoso a veces, con efusión de los sforzandi, y empleo vehemente del arco, vimos -literalmente- cimbrear el mástil de su instrumento, para después acariciarlo elegante y suavemente, desplegando gran dominio de las proporciones, tanto en los trinos como en las dobles cuerdas, en un rango dinámico muy notable, consiguiendo jugar muy inteligentemente con los pizzicati de la cuerda. El solo de este primer movimiento fue apabullante desde el punto de vista técnico, adornándose en la cadenza final. Por poner un «pero», quizá nos gusten versiones de este movimiento algo más claras -silabeadas- en la dicción sonora y con una mayor brillantez en la proyección de los sonidos en la tesitura aguda, y con un estilo no tan aguerrido, sino mucho más cercanas a la estética romántica.
El segundo movimiento, Adagio, inspiradísimo, fue todo sutileza y parsimonia, muy en la línea de lo que habríamos de escuchar en Beethoven, con cantos muy mayestáticos tanto del oboe como de las trompas. El tercer movimiento, Allegro giocoso, ma non troppo vivace - Poco più presto, es el más famoso de los tres y muy distinto en carácter, donde predomina el fulgor triunfante tanto de la orquesta como del solista, que compiten en sonoridad, repitiendo ambos, varias veces, el mismo tema en ecos encadenados y utilizando accelerandi muy bien imbricados con los staccati entre esas repeticiones, gracias al perfecto entendimiento entre el detallista Harding y el fogoso Kavakos, sin olvidar la asombrosa capacidad de respuesta por parte de la Concertgebouw, que obtuvo esplendorosas prestaciones en todas sus secciones. El éxito en esta primera parte del concierto fue muy significativo por parte de Kavakos, y muy premiada con vítores y aplausos por el público, en el comienzo de esta gira con la Concertgebouw que le llevará después a Londres (4/11), Abu Dhabi (10/11), Berna (14/11) y Ginebra (16/11).
Después del descanso -por cierto, vimos corretear como un joven a Alfonso Aijón, fundador de Ibermúsica, por el hall del Auditorio Nacional, entendemos que por el nerviosismo propio de una velada como la acontecida, lo cual da una idea clara de sus ganas, responsabilidad y de su buen hacer-, nos dispusimos a entregarnos a la catarsis que significa escuchar la Sexta sinfonía en fa mayor, op. 68, Pastoral, de Beethoven, muy en línea con el regusto a Naturaleza que hemos comentado nos había dejado el segundo movimiento del concierto de violín de Brahms, y conocedores de que ambos genios, el de Hamburgo y el de Bonn, eran incondicionales amantes de los espacios naturales y que los aprovechaban para conseguir que acudiera la inspiración.
Sabido es que los músicos son capaces de tener una inspiración multifacética, por lo que no es de extrañar que Beethoven compatibilizara la composición de su 5.ª y 6.ª sinfonías, de calado, ambiente, carácter y temática tan distintas. Ya en su primera edición, Beethoven aclara que su sinfonía se trata más bien de una «expresión de sentimientos» que de una «pintura sonora», circunscrita a un entorno pastoral o de recuerdo de la vida campestre.
Pero que nadie piense que no existe la variedad en este ámbito, salvo que se quede anclado en el primer movimiento, señalado como Allegro, ma non troppo, muy calmo y bonancible, en el que Harding se esforzó -con gestos directos e intuitivos- por pulir el diamante para que brillaran todas sus facetas a partir de las palancas dinámicas, tanto la de los pianos como subrayando el contraste con los súbito-piano que ejerció sobre una cuerda que se mostró siempre empastadísima, así como se empeñó en delinear el rango dinámico de volúmenes de todo el conjunto.
En el segundo movimiento, Andante molto mosso, se mostraron muy acertadamente desubicadas «escuchas lejanas», pergeñadas a base de dinámica pianísimo, muy bien ejecutadas por los correspondiente solistas de viento-madera-metal y diferentes subgrupos de la cuerda, cuya escucha resultó de una transparencia casi irreal. A destacar, igualmente, la belleza de los dúos conseguida por flauta y oboe que estuvieron sumamente inspirados y fantasiosos en toda la obra.
Los siguientes movimientos, ambos marcados como Allegro, y en torno a una reunión de campesinos -como reza en las acotaciones de Beethoven-, fueron un escaparate para el lucimiento del solista del oboe, que consiguió hacer «cantar» a su instrumento repitiendo las melodías pero con escalados de dinámica decreciente sucesivos incluidos, de benéficos efectos, hasta que surge la tormenta veraniega… Por cierto, muy bien reflejada; con la rotundidad propia de algo que debe atemorizar y -de forma teatralizada- añadir un dramatismo o situación de peligro, con altos volúmenes sonoros puestos en juego por la orquesta, ordenados por Harding, pero siempre desde la ampulosidad, y acompañada por una percusión de timbales efectista.
Finalmente, vuelve la calma que da paso al Allegretto final con el maravilloso tema de cierre. Siempre hubo control, transparencia…, también sobrecogimiento y unas buenas dosis de sorpresa porque el juego de Harding es ése precisamente, el de que el escuchante piense que no sabe qué va a pasar en los próximos compases aunque ya conozca la sinfonía. Es esto, a nuestro juicio, lo más valorable de Daniel Harding: saber innovar, tener buenas ideas para sorprender, dentro de los cánones y el estilo, evidentemente y que en cada momento se le entienda lo que quiere conseguir. Obviamente, de forma complementaria, está la magnífica orquesta del Concertgebouw, cuya riqueza dinámica, sonido diáfano y textural, tímbrica, transparencia, empaque y empaste, conjunción, actitud, aptitud, etc., parece no tener tasa.
El concierto completo, y esta Sexta sinfonía de Beethoven, fueron muy del gusto del público, que llenaba casi prácticamente el Auditorio Nacional de Música de Madrid, que se rindió a la sensibilidad de Daniel Harding y a la fantástica Orquesta del Concertgebouw.
A nosotros se nos hizo muy corto, intentando escudriñar cómo se puede hacer fácil lo difícil, con unas maneras tan cuidadas y observando nuevos enfoques en la interpretación de un repertorio -sobre todo en la Sexta- que es bien conocido por cualquier amante del sinfonismo, pero que por mor de un trabajo tan elaborado es capaz de sorprender y llegar más y mejor al escuchante. Desde luego, no nos extraña que por eso a Daniel Harding le encante volar y sea su segunda profesión. Cuidado porque podrían encontrarse con él si vuelan con Air France y preguntarse si dirigiendo intenta que nadie sepa qué va a pasar, como cuando se monta uno en un avión.
Fotos: Rafa Martín / Ibermúsica
Compartir