Por Álvaro Menéndez Granda | @amenendezgranda
Madrid. 24-X-2017. Auditorio Nacional. Ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo. Leif Ove Andsnes, piano. Obras de Sibelius, Widman, Schubert, Beethoven y Chopin
Desde que lo profundo, lo elevado y lo verdaderamente bello ha comenzado a desaparecer del mundo y a ser sustituido por lo superficial, lo banal y lo aparatoso, encontrar un pianista que prescinde del aspaviento a la hora de enfrentarse a la interpretación es una alegría y un consuelo. Tal fue el caso del noruego Leif Ove Andsnes en su recital del pasado 24 de octubre dentro del ciclo «Grandes Intérpretes» de la Fundación Scherzo. Andsnes exhibió un gesto contenido –pero no por ello exento de fluidez y plasticidad– y un estilo de presencia escénica que resultó agradable por lo sencillo.
El programa, muy largo, estaba confeccionado por obras de Sibelius, Widman, Schubert, Beethoven y Chopin. En la primera parte pudimos escuchar cinco piezas breves de Sibelius –extraídas de diferentes cuadernos–, todas ellas interpretadas con muy buen gusto y un coherente sentido formal. En ocasiones resulta más difícil aportar unidad y cohesión a una sencilla pieza de unos pocos minutos que a un amplio movimiento de sonata, y en este caso el pianista supo convencer con su visión de estas obras, casi diría miniaturas, que dibujó con claridad cristalina y un excelente control dinámico. Sin duda uno de los momentos –no fue el único- más brillantes del programa. La obra «Idyll y Abyss, seis reminiscencias de Schubert» del alemán Jörg Widmann, fue cosa bien distinta. A nuestro entender estaba de sobra en el programa, puesto que alargó innecesariamente la primera parte del recital. Se trata de un conjunto de piezas en las que no falta el dramatismo, el ambiente galante vienés e incluso el humor –en una de las piezas el pianista debe silbar una suerte de respuesta a la pregunta formulada por el piano– y, desde el punto de vista compositivo, tienen interés y valor. No obstante, creemos que no acabaron de integrarse adecuadamente en la unidad general del programa. El acercamiento de Andsnes a las tres piezas D946 de Franz Schubert nos dejó algo descontentos. Su concepción beethoveniana de las dinámicas, de los contrastes, del ataque y del carácter general, no terminó de convencernos. Encontramos algo plano su concepto, con poca variación de colores y personajes, por lo que nos fuimos al intermedio esperando algo distinto en la segunda parte.
Y así fue. La Sonata op. 31 nº2 de Beethoven constituyó otro de los mejores momentos del recital. Interpretada con pasión, con mucha atención al detalle, con una excelente gestión del tempo y una precisión impecable, la Tempestad del genio de Bonn consiguió sobresalir y vencer a la otra tempestad desatada, la de las toses y molestos ruidos que, una vez más, estuvieron presentes, incesantes, incluso en los momentos de mayor lirismo y sensibilidad. Nada consiguió, sin embargo, distraer la atención del pianista noruego, que finalizó el tercer movimiento en un alarde de control sonoro, con un pianissimo tan tenue que poco le faltó para quedarse sin sonido y que fue una nueva prueba de los muchos recursos pianísticos de Andsnes. El programa se cerraba con el Nocturno op. 62 nº1 de Frédéric Chopin, una de las más bellas páginas de la colección de nocturnos chopinianos. No hay mucho que decir de la interpretación del pianista nórdico, salvo que fue una delicia y creó el clima perfecto para continuar con la Balada op.23. Este hito de la literatura pianística, vieja conocida de cualquier melómano, es una de esas piezas de las que tenemos en la mente una idea concreta y tendemos a sentirnos decepcionados cuando la visión del pianista y la nuestra no coinciden. Recuerdo, sin ir más lejos, la desilusión que me causó la lectura de Daniel Barenboim en el concierto que el maestro argentino ofreció en Ibermúsica el pasado mes de diciembre. Andsnes, en cambio, fue recreando nuestro ideal compás a compás. Enjundia, lirismo, fuerza y sensibilidad unidas en una interpretación que culminó con una coda muy brillante aunque quizá levemente excesiva en cuanto al tempo, lo que ni mucho menos refrenó el entusiasmo del público.
El noruego no se hizo de rogar y tras un par de paseos al escenario regaló al respetable madrileño dos propinas. En primer lugar, nada menos que la tercera Balada de Chopin, la op.47, hermosa página de interpretación algo más sencilla que la Op. 23 pero igualmente efectiva y con pasajes realmente complejos que ni mucho menos esperaríamos como obsequio al término de un recital. Finalmente, el quinto de los Impromptus op. 6 de Sibelius, obra de marcado espíritu nórdico, que sirve como entrada a la reciente grabación que el pianista ha realizado con piezas del compositor finlandés, y que transita alrededor de un tema nostálgico y por momentos arrebatado. Un final delicado e íntimo para un recital que, si bien fue mejorable en su primera parte, en conjunto resultó excepcional. Esperamos ver de nuevo a este fenomenal pianista, que nos recordó que es posible llegar al oyente sin recurrir al innecesario aspaviento, solamente con la música.
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