Por Álvaro Menéndez Granda
Ningún acontecimiento marcó con tanta intensidad un antes y un después en la vida de Maurice Ravel (1875-1937) como la Primera Guerra Mundial. Sin embargo no parece haber en su obra un fuerte contraste entre su producción de preguerra y aquellas obras escritas tras la contienda. Es más, ni siquiera es posible establecer una evolución estilística lineal y cronológica en su lenguaje compositivo; como hábilmente establece Vladimir Jankélévitch, algunas obras anteriores a la Primera Guerra Mundial ya muestran rasgos del lenguaje de posguerra, mientras que algunas posteriores parecen retrotraerse a un estadio anterior. El único caso que podríamos considerar excepcional es el de la suite para piano Le Tombeau de Couperin, comenzada antes y finalizada después de la contienda, en la que se aprecia un cambio no sólo de intención formal sino también en el hondo sentir del compositor, quien transfigura su visión inicial de la obra para convertirla en un particular, y en cierto modo contradictorio, mausoleo de luminosidad y colorido.
Le Tombeau de Couperin es una suite para piano compuesta de seis movimientos: Prélude, Fugue, Forlane, Rigaudon, Menuet y Toccata. El origen de la obra se remonta a 1914; por entonces Ravel se encontraba en San Juan de Luz y tenía prevista la composición de una suite francesa para piano con la que rendir homenaje a la música del barroco francés. Sabemos, gracias a su correspondencia, que antes de estallar la guerra ya había finalizado la Forlane y tanto el Menuet como el Rigaudon se encontraban en una fase avanzada de su planteamiento formal y temático, pues en aquellos días había contactado con Durand, su editor, con intención de hacerle llegar los primeros borradores. En una de sus cartas, Ravel menciona su intención de crear una suite francesa en la que pretende incluir una giga, e incluso bromea acerca de la presencia de La marsellesa como parte integrante de su nueva composición. Puesto que los movimientos escritos antes de la guerra están configurados como danzas, cabe suponer –más allá de los indicios que plantea su correspondencia- que la intención de Ravel era escribir una suite en la que se combinase el homenaje a la tradición musical francesa del Barroco –mediante elementos formales y estructurales propios de la época- con su propio lenguaje. Otras obras de Ravel, como la Sonatine o el Menuet Antique, dejan patente el gusto y la habilidad del compositor para escribir en un estilo noeclásico más alejado del impresionismo en el que normalmente –y de manera poco acertada- se encuadran sus obras más vanguardistas como pueden ser los Miroirs o la majestuosa suite Gaspard de la Nuit.
El estallido de la Primera Guerra Mundial sorprende a Ravel en San Juan de Luz. Muchos de sus amigos y conocidos se unen a las tropas francesas y el compositor, no queriendo quedarse atrás, intenta alistarse como piloto de combate –su complexión menuda y su escaso peso le hacían pensarse idóneo para esa misión-. A pesar de todos sus esfuerzos, fue rechazado varias veces hasta que en 1916 consigue por fin un puesto como conductor de camiones y es enviado a Verdún. Lejos de llevar a cabo una tarea menor, su trabajo consistía en abastecer a los soldados, proporcionándoles comida, ropa, armas, munición y todo aquello que fuera imprescindible para su supervivencia y para mantener en funcionamiento la llamada “línea de salvación de Verdún”. Durante su participación en la batalla Ravel quedó fuertemente marcado por los horrores de la guerra, que lo sumieron en una fuerte depresión. El cinco de enero de 1917 fallece su madre. El compositor, que estaba intensamente unido a ella, se encierra aún más en sí mismo y permanece en un completo mutismo durante semanas. Licenciado permanentemente del servicio militar, se refugia en casa de Mme. Dreyfus, su madrina de guerra, en la placidez de la pequeña localidad de Lyons-la-Forêt. Es allí, tras la conmoción de la guerra y la irreparable pérdida de su madre, donde su idea de la obra que había dejado incompleta antes de partir a Verdún cambia radicalmente: lo que iba a ser una suite de danzas galante y desenfadada, ha pasado a convertirse en una elegía. Aunque mantiene su esencia formal, Ravel omite la denominación de suite y la sustituye por tombeau, original del Barroco, que hace referencia a una composición musical compuesta en memoria de un fallecido, y que históricamente se han caracterizado por ser obras lentas de carácter sombrío o dramático, tonalidades oscuras y climas estáticos, y de poseer en general un trasfondo lúgubre. Así, los movimientos escritos después de la guerra son, precisamente, aquellos que no son danzas y en los que podemos encontrar algunos de los momentos de mayor carga nostálgica, como es el caso de la fuga, o de simbolismo bélico, como sucede en la Toccata –cuyas ráfagas incesantes de notas repetidas parecen querer evocar el vuelo de los aviones de combate disparando sus ametralladoras-.
A pesar de todo, nadie ante una primera escucha de Le Tombeau de Couperin podría afirmar rotundamente que se trate de una obra de marcado carácter fúnebre. Al contrario, lejos de caer en una atmósfera de duelo, arroja sobre el oyente un manto de colorida luminosidad y claridad diáfana. Tan solo la mesura dinámica y la introspección que gobiernan la fuga, y la sección central del Menuet –único momento en que Ravel se permite mostrar abiertamente su ahogo, su angustia y su pesar para, inmediatamente, volver a la serenidad clásica de su tema inicial- parecen dejar entrever el drama que subyace bajo sus pentagramas. Nos ha quedado constancia, gracias a los escritos de sus amigos más cercanos, de que Ravel había experimentado una gran impresión por el fuerte contraste entre la devastación de la guerra y el curso imparable de una naturaleza ajena a la lucha humana. Este sentimiento, que no fue exclusivo de Ravel sino que arraigó en el pensamiento de muchos otros combatientes –fueran del bando que fueran-, explica la manera en que el compositor aparta la mirada de la carnicería e incluso después de la guerra es capaz de crear una obra que, con todo el trasfondo trágico de Le Tombeau, mantiene siempre un color y una viveza que parece manifestar el triunfo de la vida por encima de la devastación.
Una lectura profunda de la obra, puesta en el contexto de su gestación y su término, revela en ella una intención de homenaje, que el compositor realiza en varios niveles. En un primer nivel se encuentra el homenaje más claro, el que sobrevive al horror de la guerra, aquel que Ravel ya tenía en mente cuando apenas empezaba a concebir su suite francesa. Se trata del homenaje a una época luminosa de la música francesa, a la herencia de los grandes clavecinistas. Este tributo se aprecia en la elección de la forma suite, en la mención directa a François Couperin –aunque el propio Ravel dejó constancia de que su homenaje no se limitaba a la figura de Couperin sino que se extendía mucho más allá, abarcando también a Jean Philippe Rameau y a todo el barroco francés- y en la elección del término tombeau que, como se ha dicho, hace referencia a una forma musical que surge y se cultiva con mayor frecuencia en el barroco. La escritura raveliana es en Le Tombeau de Couperin de una gran claridad y una nitidez que persigue un sonido igualmente claro y nítido, como cabría esperar de una interpretación clavecinística. No obstante, no puede concebirse la interpretación de la obra sin el uso de recursos pianísticos mucho más modernos, como son el empleo del pedal, los cambios graduales de dinámica –y no súbitos, como sucede en el clavecín- y la fuerza y el vigor del pianismo virtuoso que requiere del intérprete el movimiento final, la Toccata. Puede decirse, pues, que Ravel es capaz de combinar en Le Tombeau de Couperin elementos tomados de la tradición barroca francesa con los recursos del piano moderno, y es capaz, además, de hacerlo con una maestría que no se ve correspondida por la gran mayoría de intérpretes, que han preferido dedicarse a otras obras ravelianas con un mayor contenido descriptivo.
El segundo nivel relativo a los homenajes contenidos en el Tombeau toca muy de cerca a Ravel y a su círculo más cercano. Cada uno de los seis movimientos de la obra está dedicado a una persona fallecida en la contienda, y la mayoría de las publicaciones en las que se menciona este particular indican que esas personas eran amigos del compositor. Efectivamente, Ravel pretende rendir tributo a sus amigos, pero no a sus amigos caídos sino a aquellos que sobrevivieron, y el homenaje consiste en dedicar cada una de las piezas a la memoria de los que en vida fueron amigos o familiares de sus amigos directos. Es decir, Ravel no homenajea a los muertos por sí mismos, sino a los vivos a través de sus muertos. Así, el Prélude está dedicado a la memoria de Jacques Charlot, que trabajó con su primo Durand en la edición de las obras de Ravel y que había transcrito su suite Ma Mère l’Oye –originalmente escrita para dos pianos- para piano solo. La Fugue está dedicada a Jean Cruppi. La madre de Cruppi había apoyado firmemente a Ravel en el estreno de su ópera L’heure espagnole, a quién, además, está dedicada. La Forlane, por su parte, está dedicada a la memoria de Gabriel Deluc, pintor nacido en San Juan de Luz y cuya relación con Ravel no está del todo clara, si bien una de sus obras pendía de las paredes de la residencia de Ravel en Montfort-l’Amaury. El Rigaudon, con su enérgico ritmo y su contundente sonoridad, está dedicado a la memoria de los hermanos Gaudin, Pierre y Pascal. Ambos hermanos murieron juntos al ser alcanzados por el mismo obús, y su familia había mantenido lazos de amistad con la familia de Ravel desde hacía dos generaciones. El Menuet está dedicado a Jean Dreyfus, hijo de Mme. Fernand Dreyfus, madrina de guerra de Ravel. Por último, el movimiento final, la impresionante y virtuosística Toccata, está dedicada a la memoria de Joseph de Marliave, marido de la pianista Marguerite Long. La misma Long, a quien Ravel encargó el estreno de la obra, dejó escrito en su libro Au piano avec Maurice Ravel que en Le Tombeau “no reina más que la gracia, el movimiento y el amor por la vida que poseían aquellos jóvenes hombres”. Así pues, este tributo es en realidad un doble tributo. Por una parte a los caídos, pero por otra a sus verdaderos amigos: aquellos que sobrevivieron a la guerra pero que perdieron a alguien en ella.
Existe un tercer nivel, un homenaje menos evidente que requiere una lectura de la obra más profunda y compleja. Durante su estancia en Verdún, Ravel se encontraba inmerso en la lectura de Le grand Meaulnes de Alain-Fournier. Los testimonios que han llegado hasta nuestros días indican que Ravel quedó fascinado por la obra y que pretendía escribir una pieza para violonchelo y piano inspirada en su relato –si bien no existe indicio alguno de que llegase a hacerlo-. No obstante, Le grand Meaulnes está teñida de un halo de nostalgia por el tiempo perdido que bien podría haber impregnado los compase de Le Tombeau. Explicar de una manera clara y precisa una sensación percibida al exponerse a una obra de arte es prácticamente imposible, pues la experiencia es individual y no puede transmitirse en su totalidad. No es el propósito de estas líneas trazar una suerte de ensayo sobre la percepción del arte, pero tras varias escuchas críticas del Tombeau, tras conocer su origen y la manera en que la guerra cambia el destino de la obra, es difícil no vislumbrar, a medida que se avanza por el entramado de sus compases, una callada nostalgia por toda una época vivida antes de la guerra; no sólo por un pasado glorioso de la patria natal, sino por toda la juventud perdida, por la suya propia, por los que se vieron obligados a madurar abruptamente en la batalla y por aquellos que perdieron para siempre la oportunidad de hacerlo.
REFERENCIAS
GILBERT, Martin. La Primera Guerra Mundial. La esfera de los libros, Madrid, 2005.
HIRSBRUNNER, Theo. Maurice Ravel. Vida y obra. Alianza Música, Madrid, 1993.
JANKÉLÉVITCH, Vladimir. Ravel. Fundación Scherzo, Madrid, 2010.
LARNER, Gerald. Maurice Ravel. Phaidon, Londres, 1996.
LONG, Marguerite. Au piano avec Maurice Ravel. Billaudot, París, 1971.
NICHOLS, Robert. El Mundo de Ravel. Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 1987.
PETIT, Pierre. Ravel. Espasa Calpe, Madrid, 1976.
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