Ivor Bolton y Claus Guth dirigen la ópera Las bodas de Fígaro de Mozart en el Teatro Real de Madrid
«Aquello que hoy día no está permitido decir, se canta»
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-IV-2022, Teatro Real. Le nozze di Figaro - Las bodas de Fígaro (Wolfgang Amadeus Mozart). María José Moreno (La condesa Almaviva), Julie Fuchs (Susanna), Rachael Wilson (Cherubino), Vito Priante (FIgaro), André Schuen (El Conde Almaviva), Monica Bacelli (Marcellina), Fernando Radó (Bartolo), Christophe Montagne (Basilio), Moisés Marín (Don Curzio), Alexandra Flood (Barbarina), Leonardo Galeazzi (Antonio), Uli Kirsch (Un ángel). Coro y orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. Director de escena: Claus Guth.
Así se expresaba el prestigioso diario Wiener Realzeitung en Julio de 1786, apenas transcurridos dos meses del estreno de Las bodas de Fígaro, cuando después de un inicio titubeante la obra asentó su popularidad en Viena, debido especialmente su gran éxito en Praga. La ópera buffa permitía licencias inimaginables en la seria. No dejaba de resultar insólito para la época contemplar sobre un escenario europeo y antes de llegar la revolución francesa, a un Conde, como rival de un criado, que pierde la partida. Un aristócrata poderoso humillado por sus sirvientes y desacreditado ante su esposa termina suplicante ante ésta con ese sublime «Contessa perdono», en el que la música de Mozart se torna espiritual y trascendente, como si fuera una misa o cualquier otra pieza de música sacra.
La obra teatral en que se basa la ópera, La Mariage de Figaro, segunda parte de la trilogía dedicada por Beaumarchais a las andanzas del Conde Almaviva y su criado Fígaro, ya había sido prohibida por las casas reinantes, tachada de revolucionaria y provocadora, si bien el emperador Jose II proscribió su representación, no su publicación. Los sirvientes y las clases bajas, que iban al teatro, no solían leer las obras dramáticas.
Mozart y su libretista Lorenzo da Ponte, en el comienzo de una colaboración que donó al teatro lírico una gloriosa trilogía -Bodas de Fígaro, Don Giovanni y Così fan tutte- mediante la viva y resuelta mecánica de la ópera buffa, mucho más dinámica y audaz, libre de los encorsetamientos de la seria, logran convertir la comedia en drama doméstico. El amor, la pasión, la sensualidad son los fundamentos de estas Bodas de Fígaro en la que un personaje, el paje Cherubino ejerce de chispa que enciende todo ello, para lo cual se enviste de notoria ambigüedad sexual -no en vano lo interpreta una cantante femenina- y de ese arrollador despertar del deseo sexual propio de un adolescente. Todo ese erotismo y sensualidad, sin duda presente en esta obra maestra debe expresarse de forma sutil e insinuada, propia del refinamiento y estilo galante al que pertenece la obra. Por ello, están fuera de lugar en este contexto los explícitos «magreos» y tocamientos, que plantea la producción de la Canadian Opera Company procedente del Festival de Salzburgo firmada por Claus Guth. Una puesta en escena basada en un decorado fijo, excepto la desnuda habitación de la condesa en el acto segundo, con una omnipresente escalera y ventanal a la izquierda, de cierto atractivo visual, pero que terminan por convertirse en el monótono entorno, en el que se encauza un montaje solvente sí, pero definitivamente aburrido, falto de la agilidad, chispa y dinamismo de la comedia. El omnipresente cupido alado se termina haciendo cargante e impertinente y el movimiento escénico, mínimamente eficaz, no insufla la imprescindible desenvoltura y vivacidad al desarrollo teatral y como ejemplo de ello, la escena del jardín del último acto con una dirección de actores más bien esclerótica.
La soprano francesa Julie Fuchs abordó el papel de Susanna, estrenado por una cantante tan querida por Mozart como Nancy Storace, con plena desenvoltura y credibilidad escénica, a lo que sumó un canto muy refinado, musicalísimo, del que fue impecable ejemplo un aria «Deh Vieni non tardar» del cuarto acto, delineada con mucha clase y detalles de gran canto. Lástima que el material vocal de Fuchs sea tan limitado en cuanto a volumen, proyección y presencia sonora. Todo lo contrario sucedió con la española María José Moreno, que después de abordar en el Teatro Real el papel de Susanna en 2003, comparecía ahora, en una lógica y habitual evolución, como Condesa y desde su primera aparición para abordar la fabulosa aria «Porgi amor» colocó su sonido, fresco y sano, en el centro de la sala, impecablemente apoyado y proyectado. El canto de la Moreno, de alta escuela y genuino estilo mozartiano, de modos refinadísimos, atesoró un empaque que tuvo perfecta correspondencia en la faceta interpretativa. Efectivamente, estamos ante una Condesa de porte señorial, a la que la amargura y el dolor por el desdén de su esposo, no sólo no le impiden, más bien le impulsan a entrar en el juego amoroso planteado por el juvenil Cherubino. Junto al «Deh vieni non tardar» de la Fuchs, el aria «Dove sono» cantada por la Moreno constituyó el mejor momento vocal de la noche y el más ovacionado. Legato impecablemente cosido con unas frases en el da capo larguísimas sostenidas por un fiato amplio -sólo se echa de menos un centro algo más carnoso, siempre que no comprometa la ductilidad- así como agilidad bien resuelta y unos ascensos firmes en el allegro.
La espita del juego amoroso y de la difusión del elemento pasional se encarna en el paje Cherubino, exultantemente joven, bien parecido y al que «toda mujer le hace estremecerse». La estadounidense Rachael Wilson resultó implicada en lo interpretativo, aunque en lo vocal, le faltó ese punto de elegancia a un canto sólo correcto y afeado por puntuales sonidos un tanto desabridos. Monica Bacelli, mediante sus acentos intencionados y buena actuación escénica, no pudo ocultar una evidente erosión vocal en su Marcellina. Prácticamente inaudible, timbre minúsculo, la Barbarina de Alexandra Flood.
Mucho menos interés concitó el reparto masculino encabezado por el Figaro de Vito Priante, de timbre gris y desapoyado, proyección escasa y canto monótono y sin clase, carente de detalle alguno y sin acentos. Algo mejor el conde de André Schuen, a pesar de su emisión retrasada, totalmente gutural y el timbre leñoso y pobre de brillo y armónicos. Alguna nota aguda de interés y el mérito de cantar una escena como «Hai già vinta la causa» con el dichoso ángel alado colgado de la espalda y molestándole constantemente, acudieron a su rescate. Cumplidor, con apropiada comicidad, Moisés Marín como Don Curzio. Timbre ingrato, aunque con cierta capacidad de penetración y acentos incisivos, el del tenor Christophe Montagne como el intrigante Basilio. Apropiadamente integrado en el juego teatral el Antonio de Leonardo Galeazzi. Por su parte, Fernando Radó dotó de cierta sonoridad a su Bartolo, pero no evitó la sensación de incomodidad en el canto sillabato de su aria del primer acto.
A pesar de encontrarnos en territorio afín, cabe calificar de decepcionante la dirección musical de Ivor Bolton como pudo apreciarse desde una obertura totalmente anodina, caída de tensión, con una orquesta ayuna de color y empaste y una cuerda escuálida, opaca, sin presencia, prácticamente inaudible. Después del intervalo la orquesta se entonó algo, pero el discurso orquestal, mínimamente en estilo, pero moroso y plano, continuó por la senda de la ausencia de vivacidad, de gracia y teatralidad, a lo que se sumó la falta del refinamiento tímbrico y transparencia sonora que exige la inspiradísima orquestación mozartiana. Tampoco alcanzaron el vuelo ni progresión adecuada esos concertantes a los que Mozart dotó de una insólita amplitud y densidad.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
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