Pedro Halffter y David McVicar dirigen una gran Traviata de Verdi en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, con Nino Machaidze y Arturo Chacón-Cruz en el reparto
Memorable traviata a 45º
José Amador Morales
Sevilla, 17-VII-2022. Teatro de la Maestranza. Giuseppe Verdi, La traviata. Nino Machaidze (Violetta), Arturo Chacón-Cruz (Alfredo), Dalibor Jenis (Giorgio Germont), Manuel de Diego (Gastone), Anna Tobella (Flora), Carlos Daza (Baron Douphol), Andrés Merino (Marqués d’Obigny), Cristian Diaz (Doctor Grenvil), Megan Barrera (Annina), Juan José Almonte (Giuseppe), Javier Barea (Un criado), Vicente Barragán (Un mensajero). Coro de la A.A. del Teatro de la Maestranza (Íñigo Sampil, director). Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Pedro Halffter, director musical. David McVicar, director de escena. Producción de la Scottish Opera, la Welsh National Opera, el Gran Teatre del Liceu y el Teatro Real.
A pesar de los cuarenta y cinco grados de temperatura que marcaba uno de los termómetros del Paseo Colón, el ambiente que presentaba el Teatro de la Maestranza para acoger esta nueva puesta en escena de La traviata, el inolvidable título con el que Verdi cierra su llamada trilogía popular junto a las precedentes Rigoletto e Il trovatore, era francamente magnífico. El aforo a simple vista completo, una mezcla entre público habitual y principiante, también foráneo, era fácilmente perceptible en los minutos previos a la función que nos ocupa. Programada hace dos temporadas y cancelada debido a la pandemia, esta producción encontró hueco – con los mismos mimbres – de forma extraordinaria en estos días inusuales de verano. A nuestra mente acudió el recuerdo de aquellas tres míticas funciones del Parsifal de Wagner que dirigiera Daniel Barenboim con toda su compañía de la Staatsoper berlinesa precisamente allá por julio de 2005 o el Fidelio beethoveniano de agosto de 2009 (con el mismo director pero aquí con la WEDO) y con una sensación de calor similar.
Se trata de la cuarta puesta en escena de La traviata desde que en 1991 abriera sus puertas el Teatro de la Maestranza tras las protagonizadas por la batuta de Riccardo Muti con Tatiana Fabriccini y las huestes de la Scala en plena Expo 1992 (por cierto, también en julio), la de Plácido Domingo dirigiendo a Ainhoa Arteta y Stefania Bonfadelli en 1999 y la de Andrea Licata con Norah Amsellem y Mariola Cantarero en 2010. Para esta ocasión se ha acudido a la conocida versión de David McVicar que hemos podido ver en nuestro país tanto en el Gran Teatro Liceu de Barcelona como en el Teatro Real de Madrid en los últimos años. La propuesta escénica del director de escena británico está condensada en la idea de la inevitable muerte de la protagonista y desde que se alza el telón (aquí en sentido figurado pues ya lo estaba desde que el público entraba al patio de butacas) todo va encaminado a hacer presente el fatal desenlace. La sobriedad escenográfica es extrema y sólo es contrariada únicamente por un relativamente rico vestuario. Por otra parte, el fúnebre y omnipresente negro en contraste, a veces casi violento, con el blanco de la iluminación y de algunas cortinas o sábanas, inunda el escaso y preciso atrezzo. Un excelente y natural movimiento de los distintos personajes completa una producción que podríamos definir de clásica en términos generales y que, sólo en las coreografías cancaneras de la casa de Flora, atisbamos su presunto trasplante al París bohemio del último tercio del XIX.
Pedro Halffter, aclamado cariñosamente ya antes de empuñar la batuta en el teatro que dirigiera durante catorce años, firmó el que indudablemente ha sido su mejor Verdi, después de mediocres acercamientos a la obra del compositor de Busseto (Il trovatore, Otello, Aída…) cuando no desacertados (Don Carlo, Falstaff). Sin llegar a alcanzar sus éxitos en el repertorio teutón o pucciniano, ciertamente en La traviata parece haber desarrollado un mayor sentido teatral, indispensable en Verdi, y su atención a las voces se ha visto particularmente enmendada. Halffter empleó unos tempi justos (tal vez a excepción de la precipitada escena de la apuesta y posterior afrenta del segundo acto) y en esta ocasión su atención al detalle tímbrico, sus pasajeros preciosismos o sus conocidos decibelios en las codas finales de escenas y actos, que los hubo, pero por una vez parecieron estar al servicio del drama y no de sí mismo.
La presencia de una cantante de la talla artística de Nino Machaidze hacía presagiar buenos augurios para esta producción como así pudimos constatar. Su voz, de soprano lírica ancha está dotada de un centro generoso, excelente apoyo y extraordinaria proyección (corría espléndidamente por todo el patio maestrante). El timbre es muy atractivo y esmaltado, dotado de un color muy personal que la cantante oscurece y colorea a placer con un innato sentido dramático. La expresión natural y nunca forzada así como la línea de canto de la cantante georgiana es sobria en términos generales y aparece cincelada con discreción y buen gusto por reguladores, adornos y demás detalles técnicos. Además, su técnica intachable le permitió afrontar la coloratura del primer acto con aseo, bien que con algún agudo raspado y con un «Sempre libera» rematado sin sobreagudo. Daba igual, pues la musicalidad de Machaidze es apabullante, con un inherente derroche expresivo como puso de manifiesto en una progresión dramática extraordinaria a partir del segundo acto, previamente atisbada en un emocionante «Ah, fors'e' lui», hasta un final absolutamente conmovedor. Todo ello junto al incuestionable carisma y magnetismo escénico de la cantante georgiana, redondearon una caracterización memorable de la antiheroína verdiana.
A su lado, Arturo Chacón-Cruz compuso un Alfredo plausible, de timbre opaco y leñoso aunque con interesante proyección. Su canto es eminentemente muscular y su fraseo lineal y de escasa nobleza. No obstante, tras un primer acto algo desabrido, logró convencer en su escena del segundo en base a un arrojo y entrega innegables, coronando con un brillante do agudo la cabaletta, amén de una progresión que a nivel escénico le llevó a rematar una gran actuación en la escena de la casa de Flora. Su padre en la ficción fue un correcto Dalibor Jenis que, tras desconcertar no poco en su primera aparición habida cuenta de su timbre extremadamente claro y atenorado así como el sonido nasal de su registro grave donde tiende a engolar desagradablemente la voz. Tampoco su fraseo muestra gran creatividad pero terminó convenciendo en base al importante volumen y a la autoridad de su presencia escénica.
Desde el contundente Baron Douphol de Carlos Daza, hasta el desenfadado Manuel de Diego, pasando por la excelente Flora de Anna Tobella y la entregada Annina de Megan Barrera así como el resto de acertados comprimarios consiguieron brillar hasta en las apariciones más breves. El coro del Maestranza volvió a cosechar otro gran y merecido éxito, al igual que una Sinfónica de Sevilla a la altura de las circunstancias.
Foto: Teatro de la Maestranza
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