Por Raúl Chamorro Mena
Sevilla, 7-II-2019. Teatro de la Maestranza. La tabernera del puerto (Pablo Sorozábal). María José Moreno (Marola), Ángel Ódena (Juan de Eguía), Antonio Gandía (Leandro), Ernesto Morillo (Simpson), Ruth González (Abel), Vicky Peña (Antigua), Pep Molina (Chinchorro), Abel García (Verdier), Ángel Ruiz (Ripalda), Carlos Martos (Fulgencio), Agustín Ruiz (Senén). Coro de la A.A. del Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Dirección musical: Óliver Díaz. Dirección de escena. Mario Gas.
El título de esta reseña no es ni una redundancia ni un error material, al contrario, tiene toda la intención, pues pretende subrayar que, tanto en el aspecto musical como escénico, pudo presenciarse en Sevilla una representación de la auténtica y genuina creación de Pablo Sorozábal, o lo que es lo mismo, de una de las obras fundamentales del género lírico español.
La producción de Mario Gas, que apenas pudo verse en tres o cuatro funciones en el Teatro de la Zarzuela de Madrid a causa de la huelga del personal del teatro en protesta por la fusión con el Teatro Real, recalaba en Sevilla, después de su paso por Oviedo en junio del pasado año. Es de suma justicia volver a resaltar la perfecta recreación que logra el montaje del pueblo costero del Norte de España que evoca la imaginaria ciudad de Cantabreda. Igualmente, los fabulosos decorados del gran Ezio Frigerio (con Ricardo Massironi), la iluminación de Vinicio Cheli –maravillosamente resuelta la escena de la tormenta del último cuarto en la que Leandro, Marola y su balandro desaparecen ante nuestros ojos entre truenos y relámpagos –un ejemplo de impecable uso de proyecciones y elementos tecnológicos modernos- y el vestuario de la ilustre Franca Squarciapino. Marola porta una chaqueta de llamativo color rojo, que simboliza la atracción irresistible que ejerce sobre los marineros ataviados con colores grises y azules pálidos. Movimiento escénico eficiente y bien trabajado, con unos artistas perfectamente compenetrados, que han de enfrentarse a los diálogos prácticamente completos, y que ofrecen en toda su integridad, sin «revisiones», ni «adaptaciones» (por tanto, sin absurdos complejos), una de las mejores zarzuelas de nuestro patrimonio lírico, producto del genio musical del maestro Sorozábal y la pareja de libretistas más prestigiosa del género, Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw.
Si el apartado escénico puede perfectamente pasar a la antología de grandes producciones de zarzuela de la historia, qué decir de la dirección musical de Óliver Díaz, absolutamente referencial. Si espléndido fue el sonido obtenido de una Real Orquesta Sinfónica de Sevilla a notable nivel, fabulosa la manera en que Díaz expuso la riquísima orquestación de Sorozábal, los aires folklóricos, los ecos antillanos abundantemente presentes en la partitura, el rango sinfónico de muchos pasajes y la esencial atmósfera marinera, todo ello escanciado con innumerables detalles y momentos de subyugante filiación camerística. Díaz no se limitó a acompañar a los cantantes, también los estimuló, creando clímax teatrales con el canto y, mediante una tensión teatral progresiva, culminó en un magnífico acto tercero, -en el que se aprecian influencias veristas y del último Verdi-, que constituyó el apropiado gran clímax músico-teatral de la obra.
No anduvo a la zaga del gran nivel ofrecido por escena y foso el reparto encabezado por la espléndida Marola de María José Moreno, que, lamentablemente, no estaba prevista en el estreno de la producción en el Teatro de la Zarzuela- recinto donde sí cantó el papel en el año 2006 con una puesta en escena de Luis Olmos-, pero se incorporó a la producción en el Campoamor de Oviedo. La Moreno compuso una Marola plenamente femenina, con su toque de inocencia, que se debate con nobleza entre el cariño hacia su padre Juan de Eguía y el que profesa por su enamorado Leandro y, aunque no lo busca, no puede evitar ejercer un tremendo hechizo sobre los marineros, lo que aprovecha su taimado progenitor para llenar el local e, incluso, atraer al mozo más adecuado, que no es otro que el propio Leandro, para retirar un alijo de cocaína. La escritura del papel es engañosa, pues las notas picadas y la coloratura de la romanza «En un país de fábula» encubren una tesitura de soprano lírica plena, fundamentalmente central y con algunos pasajes especialmente graves. En estos últimos, la Moreno se encontró algo incómoda, pero prevaleció su emisión firme y perfectamente posicionada, el empaque de su canto, el timbre radiante y los agudos plenos de metal y expansión. En ese estupendo collar que engarzó la Moreno mediante su línea de canto destacaron dos perlas de alta escuela. El regulador en el agudo final de la referida romanza y el que aplicó al Do5 en el dúo con su padre el segundo acto, nota atacada en pianissimo y llevada al forte, que resultó de gran efecto. Entregada y creíble fue la caracterización de Juan de Eguía –papel estrenado por el legendario barítono Marcos Redondo, absoluta estrella del estreno y quién llevaba el público al teatro como reconocía el propio Sorozábal- por parte del barítono tarraconense Angel Ódena, apropiadamente cínico y bravucón. En lo vocal, el timbre sonó algo desgastado y el perceptible vibrato no se atemperó hasta bien avanzada la representación.
Notable fue el acto tercero, en el que la prestación vocal y la interpretativa de Ódena se combinaron convenientemente tanto en su entregada interpretación de la romanza de tintes veristas «¡No! ¡No te acerques!», como en la expresión del remordimiento y redención final del personaje. Igual que sucedió en el Teatro de la Zarzuela, Antonio Gandía triunfó como Leandro. Asumidos su habitual envaramiento en escena y escasa desenvoltura en los diálogos, se impusieron su organización vocal construida hacia el agudo -lo que se traduce en un centro un punto inconsistente-, la emisión liberada y bien enmascarada, el timbre grato y esa capacidad para frasear con desahogo en tesituras agudas (como la del dúo con Marola del acto primero). En el archifamoso «No puede ser», Gandía con sus fáciles y brillantes ascensos en el final de la pieza y en perfecta comunión con la siempre tensionada batuta de Díaz, logró un clímax que alborotó el teatro. Un tanto desconcertante la prestación de Ernesto Morillo como el viejo lobo de mar inglés Simpson. La emisión, un tanto extraña y con algunos sonidos huecos, el grave más bien débil y poco firme, pero en los ascensos gana mucho timbre y proyección (esos «Nooooche» de su fabulosa romanza en tempo de tango «¡Despierta negro!»). Por lo demás, sus acentos siempre fueron intencionados y completó una buena caracterización de este veterano aventurero borrachín de buen corazón. Ruth González o mejor habría de decirse «Ruth-Abel» González sigue haciendo más suyo si cabe el papel de Abel, este adolescente soñador, que profesa un amor inocente, idealizado, pleno de entusiasmo por Marola. Realmente impactante la total credibilidad de la caracterización del personaje por parte de González, así como los matices y acentos que aplica tanto a su canto como a la manera de decir sus diálogos. Abel García como Verdier y Ángel Ruiz como Ripalda son también piezas imprescindibles del infalible engranaje de este montaje, como es todo un lujo del mismo, la impagable pareja Antigua-Chinchorro formada por Vicki Peña y Pep Molina.
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