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'La prohibición de amar' sin 'medida' de Wagner

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Autor: José Ignacio Suárez García
13 de febrero de 2016

LA PROHIBICIÓN DE AMAR SIN MEDIDA

Por José Ignacio Suárez García
«Todo a mi alrededor se me antojaba en efervescencia; entregarse a esta efervescencia me resultaba lo más natural. Durante un hermoso viaje estival a los balnearios de Bohemia esbocé el plan de una nueva ópera: La prohibición de amar, para la que extraje el argumento de Medida por Medida, de Shakespeare, con la única diferencia de que despojé a la obra de su predominante seriedad y la modelé de acuerdo con el espíritu de La joven Europa: la sensualidad libre, abierta y franca, triunfó limpiamente por sí misma sobre la hipocresía puritana».

Richard Wagner: Boceto autobiográfico (1842)

   

  A partir del 19 de febrero el Teatro Real pone en escena La prohibición de amar, «gran ópera cómica» en dos actos, con libreto y música de Richard Wagner, basada en Medida por medida, de William Shakespeare. En coproducción con la Royal Opera House de Londres, y hasta el 5 de marzo, el coliseo madrileño ofrece nueve representaciones de la segunda ópera del compositor alemán, también conocida con el título alternativo de La novicia de Palermo. A lo largo de unas dos horas y media, se podrá disfrutar de una nueva producción bajo la dirección de escena del danés Kasper Holten, que acomete el proyecto tras haberse encargado con anterioridad de títulos como Tannhäuser o El Anillo del Nibelungo. La parte musical corre a cargo del coro y orquesta titulares del Real, que acompañan a un doble reparto asignado a los principales papeles, todos bajo la dirección de Ivor Bolton.

   La prohibición de amar es una de las obras más desconocidas de Wagner. Botón de muestra de su llamativa ausencia en las programaciones es que su premier en España no ha tenido lugar hasta 2013, año en que fue incluida en el festival de verano «Castell de Peralada», coincidiendo con la celebración del bicentenario del natalicio del maestro alemán. Incluso podríamos considerar su aparición en Madrid casi como auténtico estreno, si tenemos en cuenta el formato de cámara que tuvieron las dos únicas funciones realizadas en la localidad catalana. Con su presentación, el Real reivindica para la partitura un puesto entre las mejores adaptaciones musicales hechas sobre un texto de Shakespeare, de ahí su inclusión en los actos conmemorativos del IV Centenario de la muerte del genial escritor inglés. El programa para este evento se completa con una variada oferta cultural que asimismo comprende conferencias, proyección de películas, representaciones de teatro hablado, conciertos y visitas guiadas nocturnas al Real tras las funciones, entre otras actividades.

   La prohibición de amar es, ante todo y en múltiples sentidos, una obra juvenil. En ella se ensalzan sensualidad y pasión sexual, dos cuestiones que casi siempre asociamos con esa etapa de la vida. Pero ambas vienen entreveradas con otros valores que nos hablan de las circunstancias por las que atravesaba una Alemania que, debido a la represión de Prusia y el imperio austríaco, veía cómo se diluía el efecto de la revolución parisina de 1830, sin que los levantamientos organizados por los jóvenes estudiantes lograran ir más allá de actos reivindicativos y propagandísticos. Inmerso de lleno en este contexto histórico, tras la muerte de Goethe, en 1832, surgió en el área central germana una tendencia literaria denominada la «Joven Alemania», que llegaría a tener su centro más importante en Leipzig, ciudad natal y lugar de residencia de Wagner entonces. El músico retomó allí su amistad con un viejo conocido, Heinrich Laube, quien a partir de 1833 se encargaría de gestionar el órgano de difusión del movimiento, Gaceta para el mundo elegante, en la que enseguida publicaría por en entregas la primera parte de su novela La joven Europa. Esta corriente encontraría en la crítica una de sus principales armas y en ella –y sin la menor consideración, tal y como nos cuenta Wagner– Ludwig Tieck y otros «pelucas»«eran tratados lisa y llanamente como carga y obstáculo para la aparición de una nueva literatura». El programa político de la «Joven Alemania» se caracterizó por el rechazo de cualquier dogmática, especialmente de todo el ordenamiento moral y social emanado de la Restauración impuesta tras la caída de Napoleón. Por el contrario, se defendían el liberalismo, el individualismo, la libertad de opinión y el cosmopolitismo. Entusiasmado con tales principios, Wagner se adhirió muy pronto a esta filosofía, escribiendo su primer ensayo, La ópera alemana, así como su segunda ópera, que surgía –según él mismo confiesa–excitadamente mediatizada por la novela de Laube. En la génesis del asunto de La prohibición de amar ejerció asimismo gran influjo la impresión producida por la lectura de Ardinghello y las islas afortunadas, de Wilhelm Heinse, de la que Wagner tomó –lo mismo que Laube–el enaltecimiento de la «libre sensualidad».

   El proyecto de La prohibición de amar se gestó en la cabeza de Wagner en la primavera de 1834, en un viaje por Bohemia, ése –nos dice– «ponderado país de mi juventud romántica». El relato del propio compositor sobre esta excursión de varias semanas –realizada con su amigo Theodor Apel, que entonces tomaba la decisión de dedicarse al arte, desobedeciendo el deseo materno de seguir la carrera de jurista– delata toda la rebeldía y el característico sentido de «goce de la vida» propios de un joven de veintiún años. Es un Wagner que, tal niño travieso, se divertía delante de unas aristócratas muchachas con los más increíbles disparates, las más absurdas bufonadas y–según él mismo nos cuenta– con «las chiquilladas más divertidas y locas, que era en lo que consistía únicamente mi trato con las damiselas». Resulta jocoso imaginarle incitando a toda una pandilla vociferar La Marsellesa en plena noche en la rígida y trasnochada –casi dieciochesca– Austria imperial, o que después hiciera gala de su inclinación a los ejercicios acrobáticos trepando de una ventana a otra de una segunda planta por el resalto saliente de un muro. Pero la insaciable avidez de aventuras de Wagner se topó pronto con la cruda realidad ya que, al regresar más tarde a Leipzig, su familia le anunciaría impaciente que se le había ofrecido el puesto de director de música del Teatro de Magdeburgo. Con este retorno, Wagner siente que su juventud ha llegado a su fin, porque entonces entró por primera vez en su vida la «preocupación». Y su preocupación no era otra que la prima donna del elenco, la que llegaría a ser su primera mujer, Minna Planer. Tras aceptar el puesto ofrecido, en el verano alquiló una pequeña habitación debajo de la vivienda de Minna en Lauchstädt y pronto se convirtió en apasionado hábito el trato con su gentil vecina. Después, la compañía paso seis semanas en Rudolstadt, donde Wagner se dedicó a sus dos pasiones, Minna y el poema de La prohibición de amar, texto que llevó adelante entre variadas y apasionadas excitaciones, entre ellas su primera ruptura con la cantante. Pero quizás lo que más le marcó fue que, por primera vez, se sintió intranquilo por los celos, motivo por el cual –nos cuenta– «de muy mal humor y muy desalentado, acentué las licenciosas situaciones de mi Prohibición de amar». La aprensión del joven director en nada contribuyó a un posible acercamiento con Minna al iniciarse la temporada de invierno, ya en Magdeburgo. Él se autoengañaba tonteando con el personal femenino de la Ópera y con otras damas, creyendo –cuenta– «hallar placer en las más difusas relaciones y dejándome llevar a cualquier parte de una manera tan sorprendentemente irreflexiva». Su actitud mudable y vacilante, que encajaba de lleno con la relación sensual predicada por Laube, queda demostrada en las cartas de Wagner a un amigo, a quién confesaba que en un par de ocasiones Minna –dice– «ha calmado mis sentidos y resultó soberbio». En lo musical, su primer ciclo en Magdeburgo fue crucial para él, porque se familiarizó con la dirección orquestal y porque tuvo la oportunidad de conocer un repertorio que influiría enormemente en la obra que estaba gestando: Capuletos y Motescos y La extranjera (Bellini), La familia suiza (Joseph Weigl), Zampa (Herold), El Barbero de Sevilla, Otelo y Tancredo (Rossini), El cazador furtivo, Oberón y Preziosa (Weber), La bella molinera (Paisiello), Fidelio (Beethoven), El templario y la judía (Marschner), El Aguador (Cherubini), Fra Diavolo y Albañil y cerrajero (Auber), El Secreto (Solié) y, por último, La dama blanca (Boildieu). En lo económico fue un auténtico desastre, tanto para el director de la Ópera como para Wagner que, obligado a pedir préstamos, cayó en manos de los usureros.

   El 1 de septiembre de 1835 comenzaba una nueva temporada. Lo hacía con Jessonda (Spohr), Norma (Bellini)... y con disputas, porque enseguida estallaron las rivalidades entre los mal pagados artistas. Wagner juró a Minna que sería honrado con ella; se lo volvió asegurar… para aguardar la primera ocasión de engañarla. También avanzó rápidamente la composición de La prohibición de amar, cuyo estreno se había apalabrado para una función «a beneficio» de Wagner, en pago a todos los desembolsos que había tenido que hacer el músico en un viaje veraniego para reclutar a un elenco digno. La prohibición de amar quedó concluida en enero de 1836, llegando a ser una ópera bien trazada, con conjuntos y grandes escenas corales que estaban ideados para producir fuerte impresión. Gracias a estos elementos y a los cantantes con que contaba, Wagner confiaba en que esta puesta en escena «a beneficio» marcaría un punto de partida para un cambio fundamental en su crítica situación financiera. Pero como la dirección de Magdeburgo debía hacer algunos desembolsos para la nueva producción, Wagner convino en ceder los ingresos de la primera representación, reclamando para él sólo los de la segunda. Craso error. Enorme fallo porque, si bien la premier estaba planificada para finales de abril, ya en marzo los miembros de la Ópera anunciaron su marcha, debido a la impuntualidad en el pago de sus honorarios. El resultado fue que los únicos diez días con que se pudo contar para los ensayos, fueron completamente insuficientes, mostrándose el elenco extremadamente tímido e inseguro, de forma que la eficacia de los respectivos papeles se perdió completamente. El conjunto –nos cuenta Wagner– «que estaba concebido por mí con una acción y un lenguaje atrevidos y enérgicos, se quedó en un juego de sombras chinescas». Además, la policía rechazó el título de la obra, porque en la semana de Pascua estaba prohibida la interpretación de piezas cómicas y frívolas. Para fortuna de Wagner, el magistrado con el que tuvo que tratar el asunto desconocía por completo el poema, de manera que se contentó con un simple cambio de título, La novicia de Palermo, con lo que quedaba salvado un primer escollo. Con todo, el estreno del 29 de marzo no fue otra cosa sino un «simulacro musical». Debido a la absoluta confusión en la dicción, nadie entendió la trama, entre otras cosas porque el tenor principal se dedicó a improvisar, mientras la orquesta, clemente, lo ahogó todo. El auditorio, más perplejo que impresionado, permaneció indiferente. En un nuevo error de cálculo, Wagner creyó que, dado que la segunda representación sería la última función de la temporada, el público acudiría a pesar de que se le exigía el llamado precio «máximo». Tan sólo tres personas había en la sala, pero eso no fue lo peor. Como ante aquel vacío nada se jugaban ya económicamente, los actores aprovecharon la ocasión para dar rienda suelta a sus rencillas y celos. El marido de la cantante principal la emprendió a puñetazos con el amante de su mujer, uno de los tenores del teatro. La señora recibió tantos golpes al enfrentarse a su esposo, que fue presa de un ataque de nervios. El director de escena tuvo que comparecer ante las candilejas y comunicar a damas y caballeros que quedaba suspendido el espectáculo por «circunstancias imprevistas». Fin de función.

   La acción de La prohibición de amar, situada en el siglo XVI, se inicia con la entrada de la guardia de Palermo en una taberna, con la intención de prender al posadero y su personal, ya que el gobernador nombrado por el rey de Nápoles para la isla de Sicilia, un alemán llamado Friedrich, ha prohibido todos los vicios, de modo que para dar cumplida cuenta de su mandato, deben cerrarse todas las cantinas de la ciudad. Por supuesto, Friedrich ha vedado también el amor libre, e incluso el carnaval, lo que despierta la ira del pueblo. Sobre Claudio, un noble palermitano, pesa la condena a muerte por haber dejado embarazada a su prometida, pero con el fin de salvarle, su amigo Lucio visitaa la hermana de Claudio –Isabella, que acaba de entrar como novicia en un convento– en la creencia de que ella podrá interceder ante el gobernador. Sin embargo, antes de la llegada de Lucio –que al instante se enamora de la novicia– Isabella se ha enterado de que otra neófita, Mariana, ha sido abandonada por su marido, el mismísimo gobernador, quien se reafirma en su condena a muerte y en la prohibición de celebrar el carnaval. No obstante, Isabella, que en el juicio celebrado se ha percatado de que Friedrich se ha enamorado de ella, urde un plan para salvar a su hermano: un encuentro secreto con el hipócrita gobernante dará la libertad a Claudio. Después de hacer saber a Friedrich que está lista para una cita, acuerda con Mariana que será ella la que acuda disfrazada al encuentro secreto, que tiene lugar de noche: él vestido de Pierrot y Mariana de Colombina. Así, y de forma astuta, Isabella se las ingenia para que el cínico mandatario incumpla sus propias leyes. Pero engañada de nuevo por el falsario –pues una vez arrancado el sello del supuesto escrito del indulto, se descubre que Friedrich no sólo no ha concedido la libertad a Claudio, sino que ordena que la sentencia se ejecute de inmediato–Isabella decide denunciar ante el pueblo el engaño del gobernador, que en ese momento se divierte con una dama escondido detrás de una máscara. A pesar de la farisea autoridad de Friedrich, los palermitanos –que han desafiado la prohibición saliendo a las calles disfrazados– no piensan en un linchamiento, sino que dejan que el amor y el carnaval sigan su curso, toda vez que se anuncia la llegada del rey de Nápoles, menos mojigato que su delegado en Sicilia.

   Al detenernos un instante en resumir el argumento de la obra, hemos tratado de subrayar cómo en su adaptación del drama de Shakespeare, Wagner mantiene tanto la reivindicación del amor sensual como el ataque a la represión fanática de la sexualidad hecha por una autoridad puritana e hipócrita. Es sintomático a este respecto que en la sinopsis argumental recogida en su ulterior autobiografía, Wagner se detenga en explicar cómo Isabella –al intentar interceder ante Friedrich– resta importancia al delito de su hermano «y pide indulgencia para una falta tan humana y en modo alguno imperdonable». Que Claudio hubiera dejado embarazada a su prometida nos habla de la laxa consideración del «delito» desde la perspectiva de Wagner; primero en tanto que joven seguidor de las ideas de Laube en La joven Europa; luego –y sobre todo– en tanto que hombre maduro que, habiendo traicionando a Hans von Bülow, había tenido dos hijas de su relación extramatrimonial con Cosima en la adusta, reaccionaria, católica, intransigente e hipócrita sociedad muniquesa. Es relevante, asimismo, la incómoda exploración que hace Shakespeare en Medida por Medida de la sexualidad, cuya presencia es aquí más abierta y constante de lo que es habitual en el escritor inglés. Y lo hace por contraste a otro tema al que está indisolublemente ligado, el rigorismo hipócrita que representa Angelo, que en la ópera de Wagner se ha transformado en Friedrich, el gobernador alemán de Sicilia. En este sentido, es seguro que este antagonismo llamó la atención de un joven Wagner por razones personales y, también, porque en su emergente vocación dramática supo intuir que la oposición por contraste es una de las fórmulas más eficaces para generar conflicto y/o dar relieve en una manifestación artística. Por otro lado, podría parecer exagerado querer convertir una «prohibición de amar» en un motivo general de toda la producción posterior del músico. Pero es indudable que el amor era para Wagner el impulso vital más poderoso y creador, y que en sus obras no sólo lo vivió como una fuerza motriz elemental, sino que además lo introdujo en ellas como un efecto motivador. Sin embargo, para él llegará a no ser suficiente la simple sensualidad, sino que debería tratarse del «anhelo de amor, del amor verdadero, brotado del sustrato de la total sensualidad, un amor que no podría crecer en el nauseabundo sustrato de la sensualidad moderna». Por esta razón, los años transcurridos en el proceso de gestación de La prohibición de amar son tan fundamentales, porque en ellos es posible observar cómo Wagner vira desde los ideales de La joven Europa hasta aquéllos encarnados por el anhelado amor ideal, el cual había nacido de la transformación de aquella primigenia «preocupación» en su creciente deseo por Minna.

   Muchos años después Wagner regaló la partitura de la ópera al rey Ludwig II, precediéndola de una estrofa en la que se refiere a La prohibición de amar como un pecado de juventud. Parece ser que siempre adoptó esta actitud de desprecio hacia ella en su edad madura. Sin embargo, una lectura atenta nos convence de que el músico infravaloraba su interés y valía. Es cierto que muchas veces fracasa cuando trata de expresar un sentimiento serio, pero las escenas alegres y humorísticas son admirables y el gusto juvenil de todo su conjunto es irresistible. También es verdad que el idioma general de la ópera lo toma prestado, pero Wagner lo emplea casi siempre con gran destreza, creando un espectáculo tan bueno como lo habría logrado cualquier compositor avezado en los lenguajes operísticos francés e italiano de la época (Auber y Bellini nos vienen a la mente). Conoce y emplea todos los trucos de sus formas de hacer, así como todas las fórmulas necesarias para que la obra sea chispeante, ligera y divertida. Así –y como cualquier otro maestro del género– se muestra experto en crear interés mediante el recurso de repetir varias veces una figuración «traviesa», algo que encontramos ya en la obertura. Rica en fuerza inventiva, ésta resultará chocante para el conocedor del estilo wagneriano más característico, sobre todo en su sección inicial, casi de fanfarria, en la que Wagner abusa de castañuelas, tamboril, triángulo y platillos, destacando la melodía que más tarde empleará en unos divertidísimos y pegadizos cuplés de Lucio en el segundo acto.

   Toda la animada escena inicial de la taberna es en su modo completamente italiana, quedando claro ya desde el principio que en toda la ópera Wagner da lo mejor de sí en los pasajes de humor, de comedia y de burla. Sin embargo, en la entrada de Claudio que sigue podemos comprobar hasta qué punto descuida todavía la caracterización musical –le falta hondura– puesto que el tema entonado por el recién sentenciado a muerte es insulsamente neutro, ni trágico ni cómico. En su melodía, que posee un desarrollo completamente italiano, Wagner es generoso en el uso de calderones en el agudo, para que el tenor despliegue toda su resonancia vocal. En el subsiguiente coro, la corriente puramente musical fluye sin la menor consideración hacia el sentido dramático, diciendo Lucio cada uno o dos minutos «me apresuro, amigo», pero sin la menor intención de marcharse hasta que el coro acaba. En la tercera escena, sin embargo, hallamos uno de los momentos musicales más felices de la ópera o, al menos, de los más apreciados por el autor. En ella, momento en que las monjas cantan detrás del escenario el Salve regina coeli, encontramos la primera y extraña modificación del «Amén» de la catedral de Dresde. Esas cinco notas ascendentes, de las cuales la última se repite interrogante, regresarán años más tarde ligadas siempre a la temática de la redención: primero en la «melodía de la salvación» de la peregrinación de Tannhäuser –lo cual señala justamente el paralelismo «Isabella-Elisabeth»– y después conformando la cola del «leitmotiv del Grial», en Parsifal. El florido dúo entre las dos novicias, Mariana e Isabella, es también totalmente italiano, evidenciándose que Wagner se ocupaba más de los cantantes –y de los oyentes– que de la psicología de los personajes o de la atmósfera de la acción. Sin embargo, en el admirable dúo que sigue entre Lucio e Isabella, aparecen los matices del dramaturgo musical nato, pues en animación irresistible, la música sugiere la particular mezcla de pasión e irresponsabilidad de Lucio al declararse a la novicia, olvidando el verdadero propósito de su visita al convento: intentar salvar a Claudio. En la escena del juicio, además de un par de momentos felices, hay una especie de empleo indeciso del sistema de los motivos conductores. El tema que representa a Friedrich y sus leyes contra el amor, por ejemplo, es variado anteriormente –si se quiere, parodiado–en el simulacro de juicio dirigido por Brighella, jefe de la guardia y principal esbirro de Friedrich. El aria con que Isabella intercede ante Friedrich es bastante pobre, si bien el final de acto es excelente: con asombroso brío,muestra a las claras una de las características más sobresaliente de Wagner como dramaturgo, esto es, cómo sabe suministrar y dosificar fuerzas para aquellos momentos que le exigen mayor esfuerzo.

   En la escena inicial del segundo acto (jardín de la prisión en la que Claudio espera la muerte) tenemos otro empleo del motivo conductor. El oboe entona suavemente el tema con el que Claudio antes urgió a Lucio a que implorase la ayuda de Isabella, aunque ahora aparece con la armonía alterada adecuadamente. Además, en el expresivo preludio orquestal de apertura,Wagner se muestra con un lenguaje más propio, transmitiendo plenamente la sensación de melancolía y abandono. Más adelante, el encantador y luminoso trío de Isabella, Lucio y Dorella es, probablemente,el mejor momento de la ópera. El soliloquio de Friedrich en su habitación posee bastante fuerza, sobre todo gracias a la reiterada recurrencia en la orquesta del motivo que simboliza su severidad. Hay en él, asimismo, otro detalle digno de mención: cuando Friedrich dice «Mas cuando Isabella me reveló el amor terrenal, se fundió el hielo en mil lágrimas de amor», la orquesta completa su pensamiento con una reminiscencia del tema que Isabella le había cantado en el juicio y que, a su vez, había aparecido en la obertura. El final del segundo acto posee una animación tan admirable como la de su predecesor: la canción de carnaval que entona Lucio, el baile y el coro tienen un auténtico sabor meridional, completándose el conjunto con vivo cuarteto.

   A la hora de hacer una última valoración, no podemos dejar de insistir en que La prohibición de amar es una obra peculiar dentro del repertorio wagneriano, en primer lugar porque Wagner está aún muy lejos de poseer lenguaje propio. También lo es por su carácter de comedia, un género al que el compositor únicamente retornará en Los maestros cantores. Si contiene muchos elementos que con toda justeza el maestro declinó que se tomasen en serio en su madurez, también es cierto que posee otros muchos detalles que son elocuentes del futuro dramaturgo musical: sorprendente presteza de concepto, facultad para la creación de grandes descripciones y, sobre todo, ardor irresistible. En lo más puramente técnico, la partitura anuncia muchos de los amaneramientos de sus óperas posteriores, siendo singularmente generosa en el empleo de grupetos y apoyaturas, tan del gusto de Wagner. En caso de que La prohibición de amar no tuviera ninguna otra atracción, así y todo seguiría siendo interesante por el uso que hace Wagner del motivo conductor, que virtualmente casi no aparecía en su primera ópera. Esperemos que el público que asista a las representaciones del Teatro Real mire con ojos afectuosos este «pecado de juventud» y disfrute del espectáculo.

Bibliografía

BAUER, Hans-Joachim: Guía de Wagner, 2 vols. Madrid, Alianza Editorial,1996.

GREGOR-DELLIN, Martin: Richard Wagner, 2 vols. Madrid: Alianza Editorial, 1983.

NEWMAN, Ernest: Wagner el hombre y el artista. Madrid, Taurus ediciones, 1982.

SHAKESPEARE, William: Teatro selecto, 2 vols. Ángel-Luis Pujante (ed.). Madrid, Espasa-Calpe, 2008.

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