Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera La pasajera de Mieczyslaw Weinberg en el Teatro Real de Madrid
Espléndida y emotiva noche de ópera
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 1-III-2024, Teatro Real. Die Passagierin-La pasajera. op. 97 (Mieczyslaw Weinberg). Amanda Majeski (Marta), Daveda Karanas (Lisa), Gyula Orendt (Tadeusz), Stephen Waarts (Tadeusz violinista), Nikolai Schukoff (Walter), Anna Gorbachyova-Oglivie (Katja), Lidia Vinyes-Curtis (Krzystyna), Marta Fontanals-Simmons (Vlasta), Olicia Doray (Ivette). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Mirga Gražinytè-Tyla. Dirección de escena: David Pountney.
Después de Lear de Aribert Reimann, otra ópera compuesta en la segunda parte del siglo XX, aunque estrenada en el siglo XXI, obtiene un gran éxito en el Teatro Real con una interpretación sobresaliente tanto en lo musical como en lo escénico. Se trata de La pasajera de Mieczyslaw Weinberg (Varsovia 1919-Moscú 1996), compositor judío polaco que sufrió las dos grandes tiranías genocidas del siglo XX, la de Htiler y la de Stalin. Tras perder a su familia en el campo de concentración de Trawniki, pudo escapar y se refugió finalmente en Moscú -después de estancias en Minsk y Tashkent- bajo la protección de Dmitri Shostakovich, quien, precisamente, no carecía de problemas para sobrevivir en el régimen soviético. Weinberg pareció refugiarse en la composición para sobrellevar su angustiosa existencia y es autor de un ingente catálogo de obras, que incluye nada menos que 22 sinfonías y abundante música de cámara, además de cuatro óperas. Entre ellas, La pasajera, creación de 1968, pero que no consiguió ver la luz en forma escenificada hasta 2010 en el Festival de Bregenz.
Una obra, en la que tanto el compositor como Zofia Posmysz, la autora de la novela en la que se basa el libreto de Alexander Medvedev, vivieron el horror de los campos de exterminio nazis. Por tanto, no puede resultar más genuina esta historia en la que, ya en los años 60, una ex miembro de las SS que fungió de carcelera en Auschwitz, viaja, dichosa y despreocupada, en un crucero con su esposo que va a tomar posesión como embajador alemán en Brasil y cree reconocer entre el pasaje a Marta, una prisionera del campo de exterminio con la que desarrolló un vínculo particular y que estima muerta.
En la fascinante música de Weinberg se detectan influencias de Stravinsky, Prokofiev y, sobre todo, de su amigo y protector Shostakovich, pero indudablemente personal, con una muy rica orquestación y acentuada teatralidad. Partitura y libreto, en perfecta combinación músico-dramática, describen personajes complejos y humanísimos en una creación para el teatro más que emotiva, estremecedora. Una vez frustrada su programación en la pandemia, llegaba por fin La pasajera al Teatro Real en funciones en memoria de Gerard Mortier, que fue director artístico durante tres años del coliseo de la Plaza de Oriente y de cuyo fallecimiento se cumplen 10 años.
Espléndida bajo cualquier punto de vista la puesta en escena del gran David Pountney, uno de los grandes valedores de esta ópera en su afán de sacarla del olvido, que, en tema tan duro y siniestro, es capaz de mostrar su buen gusto, sin caer nunca en trazo grueso o excesos, ni esas chabacanerías tan habituales en la escena operística actual. La escenografía de Johan Engels divide el escenario en dos niveles, arriba el crucero en el que se desarrolla el asunto «actual» y debajo el campo de exterminio al que apelan los numerosos flashbacks que contiene la ópera, perfectamente desarrollados por el montaje. No resulta extraña la habilidad del Weinberg con esta técnica cinematográfica, pues compuso también numerosas bandas sonoras para películas. Muy acertada la idea de que Marta aparezca en el crucero con el rostro cubierto, como un ser fantasmagórico, sin que quede claro si es real o sólo forma parte de la mente de Lisa. En la parte inferior del escenario, emergen las vías de tren que entran en el campo de Birkenau y me traen inquietantes recuerdos de mi visita al complejo Auschwitz-Birkenau, así como esos barracones siniestros en los que la puesta en escena diseña el ambiente opresivo e irrespirable del campo, la crueldad y vesania de los nazis, en definitiva, esa máquina de matar seres humanos que fue dicho complejo.
Todo ello mediante una muy bien trabajada dirección de actores y caracterización de personajes, así como una magistral iluminación de Fabrice Kebour. Impresionante la fuerza teatral de la escena en que el violinista Tadeusz (en este pasaje encarnado por el solista de dicho instrumento Stephen Waarts), prometido de Marta, se ve obligado a tocar el «vals favorito» de comandante y en su lugar, interpreta la chacona de la partita para violín número 2 de Johann Sebastian Bach, provocando la ira del comandante y demás nazis presentes que le golpean, rompen el violín y le llevan al pabellón de la muerte. La música de Bach, un genio alemán de la música con carácter atemporal, en lugar de un ramplón vals, provoca la reacción desmesurada de estos dementes. Un símbolo de la auténtica locura de horror a la que puede llegar el ser humano. Gran conmoción también el momento en que la pasajera pide a la orquesta del barco que toque el vals del comandante, que provoca la angustiada reacción de Lisa, que no es un mero monstruo sin más, pues, como sucede en la realidad, todo es más complejo. Es un ser con sus remordimientos, miedos e inseguridades, es decir, totalmente humano. En resumen, como ocurre con las puestas en escena de gran valor, la misma potencia la obra, expresa todos sus variadas atmósferas y contrastes, subrayando el mensaje fundamental, expresado por Marta en el estremecedor final. Que estos hechos y sus víctimas no caigan jamás en el olvido.
Magnífica, asimismo, la dirección musical de Mirga Grazynitè-Tyla, directora musical lituana de gran talento y conspicua defensora de la música de Weinberg. de la que ha asumido la ambiciosa labor de grabar su integral de 22 sinfonías. La lituana obtuvo un gran rendimiento de los cuerpos estables del Teatro Real, siempre motivados en este tipo de obras, al contrario de lo que les ocurre en el gran repertorio, especialmente el italiano. La orquesta cubrió el foso más amplio de los previstos y la batuta de Tyla, con un gesto amplio y preciso, siempre elegante, fue capaz de una gran progresión y tensión teatral, además de delinear las variadas atmósferas. Asimismo, Tyla supo contrastar el aparato sonoro con los momentos camerísticos, las sonoridades más agresivas con las mórbidas y algodonosas, así como el sentido del ritmo del vals machacón con el profundo lirismo de tantos pasajes. El coro ejerce el papel de coro observador o coro espectador, que bien puede representarnos a todo el público presente en la sala, por lo que resulta adecuado que se exprese en español, que así se sumó a los diversos idiomas presentes en la ópera. Realmente magnífica la actuación del coro del Teatro Real tanto en lo escénico como en lo vocal, contundente en el sonido, apropiado en los acentos y envolvente en la expresión.
Notable el elenco tanto en lo vocal como en lo interpretativo comandado por la soprano Amanda Majeski y la mezzosoprano Daveda Karanas, que juntas recibieron una gran ovación del público, al igual que Mirga Grazynitè-Tyla que portaba la partitura al saludar y la hizo participe de los intensos aplausos.
Amanda Majeski como Marta, «la pasajera», una soprano lírica con timbre muy grato, homogéneo y canto sensible y musical que completó una gran creación dramática, destacando su canto de amor a la muerte del segundo acto que bebe de la música popular polaca y que resultó conmovedor. Igualmente notable la mezzo Daveda Karanas como Lisa, la carcelera de Auschwitz, de sólidos medios vocales en centro y grave y gran caracterizadora de esta mujer que es capaz de exclamar «Nos odian todos» respecto de los prisioneros del campo -qué esperaba- mientras se regodea en su crueldad, pero también mostrar debilidad y desconcierto ante la entereza y superioridad moral de Marta, así como tremendos remordimientos y miedo ante las consecuencias de la aparición de la pasajera en ese momento de su vida. Su esposo Walter, preocupado exclusivamente por las consecuencias para su carrera de que pueda trascender la actividad como carcelera en Auschwitz de su esposa, encontró un buen intérprete en el tenor Nikolai Schukoff y su voz sonora y bien proyectada. Notables contribuciones escénicas y vocales a cargo de las compañeras de Marta en el infierno del complejo Auchswitz, empezando por las cantantes españolas, de impecable musicalidad, Lidia Vinyes-Curtis y Marta Fontanals-Simmons, y continuando por la francesa Olivia Doray y la rusa Nadezhda Karyazina. Especial mención en este contexto para la soprano rusa Anna Gorbachyova-Ogilvie que interpreta en el acto segundo un conmovedor canto popular ruso, al igual que el polaco que acomete Marta, tan hermoso como emotivo y en ambos casos primorosamente acompañados por orquesta y batuta. Bien armado en lo vocal, el barítono Gyula Orendt en el papel de un Tadeusz, pleno de dignidad y estatura humana.
Una gran noche de ópera, que como suele ser habitual en el Teatro Real los últimos años, se produce con los títulos menos habituales o de ópera de bien entrado el siglo XX ante la grisura con la que se desarrollan los títulos del llamado gran repertorio.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
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