Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera La dama de picas de Chaikovski en el Palau de les Arts «Reina Sofía» de Valencia
«¿Dónde está la verdad? ¡Sólo en la muerte!»
Por Raúl Chamorro Mena
Valencia, 7-X-2023, Palau de les Arts Reina Sofía. Pikovaya dama-La dama de picas, Op. 68. (música de Piotr Illich Tchaikovsky). Arsen Soghomonyan (Herman), Elena Guseva (Lisa), Doris Soffel (La Condesa), Nikolay Zemilanskikh (Príncipe Yeletski), Andrei Kymach (Conde Tomski), Elena Maximova (Polina), Vasily Efimov (Chekalinski). Coro y Orquesta de la Generalitat valenciana. Dirección musical: James Gaffigan. Dirección de escena: Richard Jones.
Un Tchaikovsky en plena madurez artística apenas necesitó de seis semanas durante una estancia en Florencia para componer La dama de picas, su ópera más representada después de Eugen Onegin. Esta última goza de mayor favor del público y atesora mayor unidad y consistencia dramática, pero Pikovaya dama es una obra fascinante por los diversos y constrastados aspectos que contiene.
El hermano del músico, Modest, realizó una muy hábil adaptación de un cuento de Pushkin añadiendo elementos dramáticos de honda raíz postromántica, como el suicidio de ambos protagonistas que no consta en el texto literario. La ópera concentra, sobre una base de fuerte pasión romántica, desengaños amorosos, elementos sobrenaturales, la presencia abrumadora de la muerte, el teatro dentro del teatro, como esa pantomima que detiene la acción, pero permite a Chaikovsky homenajear a su amado Mozart. No faltan referencias a la Carmen de Bizet, como el coro de niños soldados de la escena inicial, e, incluso, a la Grand Opera.
El mítico matrimonio Finger, tenor y soprano, dieron vida en el estreno de San Petersburgo, 1890, a los atribulados protagonistas. Herman, oficial obsesionado por el juego y el secreto de las cartas ganadoras que atesora la llamada «Dama de picas», en su día la «Venus de Moscú», actualmente la Condesa, decrépita y autoritaria abuela de Lisa, de la que está enamorado, aunque, parece en principio inalcanzable, por su superior clase social. El papel de Herman es temible, muy exigente, tradicionalmente llamado «el Otello» de la ópera rusa. Hace unos meses ví en Munich al tenor Arsen Soghomonyan encarnar a Pierre Bezukhov en Guerra y paz de Prokofiev y me causó buena impresión. Ante todo, hay que subrayar que completa un Herman estimable, tanto en lo vocal como en lo interpretativo. Su voz, robusta, consistente en el centro, sombreada y con ribetes baritonales, es apropiada para el papel. Eso sí, los viajes al agudo, también muy requeridos, le cuestan a Soghomonyan, que los resuelve de forma un tanto forzada y en los que el sonido se aprieta y carece de brillo y punta. Una muestra de ello fue el muy expuesto ascenso final en su aria «Qué es la vida? Un juego!» del último acto. Como cantante se mostró irreprochablemente musical, también entregado como intérprete, aunque falto de un punto de carisma y personalidad.
Lisa, como ocurre tantas veces, rechaza el matrimonio con el Príncipe Yeletski, que le proporcionará posición y vida holgada -también seguramente previsibilidad y aburrimiento- y se enamora locamente del marginal, de clase baja, cerrado en sí mismo y de extraño comportamiento. El tremendo desengaño al comprobar que sólo le obsesiona el juego y el secreto de las tres cartas, llevará a la joven al colapso emocional y al suicidio. Muy interesante el material vocal de Elena Guseva, soprano lírica con cuerpo, centro bien armado y volumen apreciable. Sin embargo, el agudo no se encuentra resuelto técnicamente, pues el sonido en los ascensos se abre y no gira. Canto correcto el mostrado por la soprano rusa, pero al nocturno del primer acto le faltó ensoñación y a su gran aria del tercero, un punto de dramatismo, de capacidad de expresar la angustia y los malos presagios que acechan a la muchacha.
Elegante, señorial, enigmática, plena de misterio y personalidad, la espléndida Condesa de la veterana Doris Soffel que, a sus 75 años, conserva, además, un más que loable estado vocal en el que destaca un centro todavía amplio y compacto y una franja grave de mucho respeto.
Pocas veces se podrá encontrar una declaración de amor más hermosa, pero que resulta rotundamente rechazada, que la que expresa el príncipe Yeletski en su sublime romanza del acto segundo. El barítono Nikolay Zemilanskikh la delineó con buen gusto y musicalidad, a despecho de un timbre gris, de gran modestia tímbrica y limitada presencia sonora.
Algo más recio vocalmente Andrey Klimach, que se mostró elocuente en el racconto de Tomski del primer acto «Una vez en Versalles…» Sin embargo, una emisión engoladísima, dura y desigual, así como un timbre particularmente árido deslucieron no poco su prestación. Buena Polina de Elena Maximova, juvenil y de centro carnoso y estimable franja grave.
La pátina sinfónica de la orquestación de Tchaikosky se benefició del gran nivel de la Orquesta que ocupa el foso del Palau de les Arts valenciano. Se lee y escucha que es la mejor orquesta que toca en los teatros líricos españoles. Obvio, pues hay mucha diferencia respecto a la del Real y el Liceo, pero es que, en mi opinión, sigue siendo la mejor de España en absoluto. Del foso surgió un sonido vigoroso, pleno de brillo, empaste y color, con unas maderas, tan importantes en Tchaikovsky, pletóricas, una cuerda empastada -a destacar la grave, de sonoridad rotunda- y unos metales fulgurantes y de gran seguridad. James Gaffigan, actual director titular de la casa, no evitó ciertos excesos decibélicos y alguna pesantez, pero organizó y con pulso firme mantuvo una constante tensión teatral. El arrebato, la efusión y apasionamiento romántico se alternaron adecuadamente con la finura de la pastoral y los momentos de filiación settecentesca. Magnífico el preludio, así como las introducciones orquestales a la escena de la habitación de la condesa y a la del canal de invierno del río Neva con el suicidio de Lisa en el último acto. Sobreasliente también el coro, empastado, tan sonoro como flexible, que sella la gran calidad de los cuerpos estables de Les Arts, base primordial de cualquier teatro de ópera.
La puesta en escena de Richard Jones con escenografía de John Macfarlane demostró sus años de permanencia y rodaje por los teatros, pues funciona bien y sirve a la obra con una dirección de actores bien trabajada e indudable conocimiento teatral. El montaje nos muestra un decadente palacio de la Condesa, con desconchones y pinturas raídas en las paredes y acierta con el impacto visual de la escena del cuerpo de guardia con un Herman colocado vertical en la cama con efecto cenital y la irrupción entre las sábanas de un esqueleto a modo de fantasma de la Condesa. Original también el uso de muñecos para la pastoral y muy efectiva, asimismo, la escena final con el salón de juego y una enorme mesa inclinada con nueva aparición del esqueleto de la Condesa que se recrea con su venganza. Eso sí, en esta producción, al igual que en otras, tampoco entra Catalina la Grande al final de la primera escena del segundo acto, pues los invitados celebran a un Herman coronado. Debe ser que la gobernante más importante de Rusia junto a Pedro el Grande, ambos fundamentales para la occidentalización del gran país, es hoy día también víctima de la cultura de la cancelación.
Fotos: Miguel Lorenzo / Mikel Ponce / Les Arts
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