La Scala de Milán pone en escena Pikovaya Dama-La Dama de Picas de Tchaikovsky bajo la dirección musical de Timur Zangiev y escénica de Matthias Hartmann
Cautivados por Liza
Por Raúl Chamorro Mena
Milán, 5-III-2022, Teatro alla Scala. Pikovaya Dama-La Dama de Picas (Piotr Illich Tchaikovsky). Najmiddin Mavlyanov (Ghermann), Asmik Grigorian (Liza), Julia Gertseva (La Condesa), Roman Burdenko (Conde Tomski/Zlatogor), Alexey Markov (Príncipe Ieletski), Elena Maximova (Polina), Maria Nazarova (Prilepa/Maisa), Olga Savova (La gobernanta), Alexei Botnarciuc (Surin), Sergey Radchenko (Tchaplitski), Evgenij Akimov (Tchekalinski), Brayan Ávila Martínez (Maestro de ceremonias). Orquesta y Coro del Teatro alla Scala. Dirección musical: Timur Zangiev. Dirección de escena: Matthias Hartmann.
Explica el musicólogo italiano Franco Pulcini en su espléndido artículo del libreto-programa editado por el Teatro alla Scala, que el misterio de la seducción de la ópera La dama de picas radica en «la heterogeneidad de su naturaleza expresiva, en la que conviven espíritu romántico, decorativismo settecentesco, desengaños amorosos, teatro dentro del teatro e incluso música dentro de la música». Efectivamente, la pastoral del acto segundo, además de homenajear a su amado Mozart, le sirve a Tchaikovsky como distensión ante la intensidad dramática de la acción. Por otra parte, el pathos, la exaltada carga emocional, con la introducción en el libreto de su hermano Modest -en el cuento de Pushkin origen de la obra, ninguno de los protagonistas fallece; Ghermann termina en un manicomio y Liza bien casada - de la muerte, como un elemento esencial de la ópera, algo que obsesionaba al músico en los últimos años de su vida. Esa fascinación que ejerce el sufrimiento de los afligidos, en palabras del propio Pushkin, fue especialmente acogida y potenciada por Tchaikovsky. Finalmente, la presencia de Catalina la Grande con su entrada al final del segundo acto simboliza ese «rusismo nutrido de Occidente», que caracteriza a Pique Dame, pues la emperatriz profundizó la occidentalización de Rusia, que ya había iniciado su antecesor el Zar Pedro el Grande
Como todos sabemos, Valery Gergiev, después de dirigir la primera función de esta serie de representaciones de la magnífica ópera de Tchaikovsky, fue invitado por Giuseppe Sala, alcalde de Milán y presidente del consejo de administración del Teatro alla Scala, a condenar el ataque a Ucrania desencadenado por Vladimir Putin, de cuyo régimen ha sido uno de los principales valladares culturales. El silencio del músico ruso le ha valido ser apartado de la dirección de las siguientes funciones. La invasión de Ucrania es inaceptable y condenable desde cualquier punto de vista y resulta innegable la gran cercanía de Gergiev con Putin, pero opino que hay que intentar separar en todo lo posible el arte y los artistas de estas situaciones. Estamos viendo diariamente cómo se exige posicionarse a distintos músicos rusos y resultan apartados u obligados a dimitir. Esperemos no tener que contemplar cómo se prohiben en Occidente las manifestaciones de una cultura tan rica como la rusa o llegar a ver apartadas de los teatros y salas de conciertos las obras de Mussorsgsky, Tchaikovsky, Borodin, Rimsky Korsakov o Prokofiev o desaparecer de las bibliotecas los volúmenes de Tolstoy y Dostoievski.
Lo cierto es que Valery Gergiev fue sustituido por el jovencísimo director de 27 años de edad, procedente de Osetia del Norte, Timur Zangiev, que había conducido como asistente, prácticamente, todos los ensayos de esta producción. En cualquier caso, su dirección musical fue magnífica y atesoró todo lo requerido para hacer justicia a la gran creación de Tchaikovsky. Sonido de gran belleza y brillantez, claridad en las texturas orquestales, amplia paleta de colores y primoroso pulimiento tímbrico, el ofrecido por una orquesta de La Scala a nivel excelso. La batuta de Zangiev puso de relieve tanto la construcción sinfónica, como los momentos tributarios de ballet y folklore popular ruso de la orquestación, así como el refinamiento de los pasajes de filiación mozartiana. No faltó a la labor de Zangiev energía, intensidad, tensión teatral, creación de atmósferas y el fundamental sentido del pathos, carga emotiva y profundo latido romántico, innegociables en esta ópera y en toda la producción Tchaikovskiana. Zangiev fue ovacionadísimo en todas sus salidas.
La Liza de Asmik Grigorian nos cautivó a todos y nos hizo identificarnos con el enorme sufrimiento y tragedia de la candorosa muchacha, que puede encontrar en el matrimonio la vía de escape a su difícil convivencia con su despótica y amargada abuela, la vieja condesa, pero en lugar de la seguridad en todos los sentidos -también la rutina y la monotonía- que le ofrece el Principe Ieletski, se siente totalmente atraída por este marginal, Ghermann, un misterioso soldado obsesionado por el juego y el secreto de las tres cartas ganadoras. Grigorian, como ya pudimos comprobar en el Teatro Real con su interpretación de Rusalka de Dvorak, es de esa clase de artistas, que dueños de un destacado carisma y magnetismo provocan que no mires a otro sitio desde que entran en el escenario. Su timbre de soprano lírica, atractivo, bien colocado, no suntuoso, pero si más que estimable en cuanto a volumen y proyección, unido a una línea de canto, cuidada y musical brilló en el nocturno en su habitación con acentos ensoñadores, propios de la joven inocente que está segura de haber encontrado el amor de su vida. Quizás le pueda faltar a Grigorian algo de robustez para la muy dramática escena del acto tercero, pero qué importa si ya desde su entrada, después de la vibrante introducción orquestal planteada por Zangiev, la vemos caminar excitada, angustiada, inquieta además de por la sombra del desengaño amoroso, por el complejo de culpa, pues ha «entregado su virtud» en su primera cita con Ghermann. Grigorian delineó con gran musicalidad el aria, su centro y fraseo amplio y de gran clase llenó las largas frases, transmitió toda la angustia y aflicción del momento, así como la fugaz luz de esperanza al aparecer su amado, que se disipa en el dúo subsiguiente, al comprobar que su único interés es el secreto de las tres cartas y acudir inmediatamente a la mesa de juego. El inmenso dolor quiebra a la joven, el sufrimiento y desconsuelo resultan insoportables para la muchacha, su amor no podrá plasmarse en la Tierra y como símbolo del ideal genuinamente romántico se quita la vida arrojándose al canal de invierno del río Neva.
El papel de Ghermann es exigentísimo y se considera «El Otello de la ópera rusa». El tenor Uzbeko, natural de Samarkanda, Najmiddin Mavlyanov completó una estimable interpretación merced a unos medios vocales robustos, de generosa potencia y resistencia. Cierto es que la zona aguda resultó un tanto forzada y apretada, pero mediante una entrega sincera y acentos vibrantes caracterizó de forma eficaz y con la apropiada intensidad y fuerza teatral este personaje atormentado que se debate entre su amor por Liza y su obsesión por el juego y el secreto de las tres cartas que ha de sonsacar como sea a la anciana Condesa. Esta fue encarnada con grandes dosis de fascinación por la mezzo Julia Gertseva, que creó a una otrora “Venus de Moscú” nada decrépita, con una efectiva gestualidad de manos y brazos y que delineó con sumo gusto, apropiado tono nostálgico y un centro sano y carnoso la romanza de la ópera de Grétry, Ricardo corazón de León «Je crains de lui parler». Asimismo, Gertseva en el papel de la anciana misteriosa y amargada protagonizó los dos únicos momentos escénicos rescatables de la puesta en escena de Matthias Hartmann, insustancial y sin ideas, de escenografía oscura pobre y desnuda basada en colores negros, grises y blancos, definitivamente trivial. El montaje abdica de la caracterización de todos los personajes y se centra exclusivamente en la Condesa, que es fundamental, pero no único. Incluso al final del acto segundo, en esta producción en lugar de Catalina la Grande, ¡¡¡entra la Condesa!!! en la fiesta. La escena de la habitación, después de una espléndida introducción orquestal, que plasmó impecablemente el tono inquietante y siniestro, y una fantástica iluminación, que dotó de gran fuerza al enfrentamiento de la anciana, que sucumbe aterrorizada, ante un Ghermann obnubilado en su obsesión por el secreto de las tres cartas ganadoras. Aún más lograda fue la primera escena del último acto en el que el que Julia Gertseva como espectro de la Condesa se levanta sin apoyo alguno de su túmulo mortuorio y camina solemne junto a su sombra para fundirse con ella en un alarde de fantástica iluminación, antes de expresar a un demudado Ghermann el secreto de las tres cartas.
Medios vocales exuberantes -centro ancho y carnoso, grave guarnecido y timbrado, agudo firme- los de Elena Maximova como Polina, además de resultar convenientemente nostálgica en su romanza del segundo acto y desenvuelta en el posterior canto y baile a la rusa.
Roman Burdenko prestó material vocal recio y opulento, así como agudos potentes y de gran plenitud sonora a su Tomski, mientras Alexey Markov, con un timbre más grato y dúctil, dotó de modos señoriales al príncipe Ieletski, con los que abordó apropiadamente la hermosísima romanza del segundo acto. Tímbre límpido y penetrante, aunque con cierta acidez en la zona alta, el de Maria Nazarova como Prilepa, protagonista de la pastoral del segundo acto. Notables todos los secundarios, del nivel que corresponde a un teatro de la categoría de La Scala milanesa.
Deslumbrante el coro, empastadísimo, de sonido amplio y pleno, pero al mismo tiempo, dúctil y maleable, capaz de dotar de la adecuada grandiosidad a la entrada de Catalina la Grande y de un íntimo y espiritual recogimiento en el coro final a cappella, que ejerce de Réquiem ante la muerte -por su propia mano- del desdichado Ghermann.
Fotos: Marco Brescia & Rudy Amisano
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