Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 19-II-2020. Wolfgang Amadeus Mozart: La clemenza di Tito. Paolo Fanale (Tito Vespasiano), Myrtò Papatanasiu (Vitellia), Anne-Catherine Gillet (Servilia), Stéphanie D’Oustrac (Sesto), Lidia Vinyes-Curtis (Annio), Mathieu Lécroart (Publio), David Greeves (Lentulo). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu. Dirección musical: Philippe Auguin. Dirección coral: Conxita Garcia. Dirección escénica: David McVicar.
El pasado miércoles 19 de febrero llegaba al Gran Teatre del Liceu la producción de La clemenza di Tito firmada por David McVicar, estrenada en 2011 en el Festival D’Art Lyrique d’Aix-en-Provence, y fue, la de esa ocasión, una función plenamente encorsetada en una anodina corrección. Anodina debido a todas las partes implicadas, empezando –y de manera determinante– por la propia obra de Mozart.
De un tiempo a esta parte, esta partitura de Mozart, que, junto a Die Zauberflöte, cierra la producción operística del maestro salzburgués, ha sido objeto de una insistente revalorización por parte de la crítica. Estamos –seguimos– inmersos en la época del revisionismo, al que tantas buenas cosas debemos, también en el ámbito de la música. Sin embargo, a quien escribe estas líneas le es difícil reunir razones para revalorizar una ópera como La clemenza di Tito, una obra de encargo escrita en simultaneidad con otros proyectos que ocuparon los últimos días de Mozart, como la mencionada Die Zauberflöte o el inacabado Requiem, dos partituras que merecieron al compositor mayor implicación que La clemenza di Tito, cuyos recitativos el maestro encargó a su pupilo Franz Xaver Süssmayr.
Con La clemenza di Tito, Mozart deja atrás su milagrosa colaboración con el libretista Lorenzo da Ponte y se enfrasca en un género que en ese momento –año 1791– está agonizando, como es el de la ópera seria, y es así como da a luz una obra que suena obsoleta, especialmente si se toma en comparación con las creaciones precedentes del compositor. Ello no significa que La clemenza di Tito sea una obra privada de inspiración musical y de algunos bellos momentos, pero en una consideración global, la obra es fallida, por cuanto la música está aprisionada en una estructura impostada y anti-teatral y al servicio de un antiguo libreto de Pietro Metastasio que, resumido para la ocasión por el poeta de la corte vienesa Caterino Mazzolà, plantea una intriga de amor y poder alrededor del emperador Tito Vespasiano que no encierra el más mínimo interés. Con todo, ante una ópera como esta, uno tiene contínuamente la sensación de escuchar melodías y motivos musicales que le remiten a otras partituras mozartianas, pero, en este caso, a propósito de una vacuidad dramática.
A tenor de esto, lo que aporta el montaje del aclamado McVicar es bien poco: una transposición de la ambientación de la antigua Roma a la Francia napoleónica que, sin aparente justificación, olvida a la guardia pretoriana y su prefecto (el personaje de Plubio), quienes sí que aparecen con atuendo romano. Cierto es que un mal libreto, como un mal guión cinematográfico, es insalvable, como cierto es también que la producción de McVicar no ofende a los sentidos, cosa noticiable en estos tiempos, pero, en cualquier caso, ese es un valor muy discreto para alguien que ha acumulado tanto prestigio en los últimos años como el director británico.
El desempeño del equipo vocal discurrió por los cauces de una discreta corrección. El tenor siciliano Paolo Fanale asumió el rol principal. A su Tito, el tenor confirió una voz interesante, de timbre claramente mozartiano al servicio de un canto de línea aseada en términos generales, sólida en las agilidades, pero con algunos detalles que afearon su actuación, a veces con cierta gravedad, como algunos portamentos fuera de estilo o una clara constricción de la voz al pasar al registro agudo que afectó a la calidad de la emisión en más de un momento. Por su parte, Myrtò Papatanasiu dio vida a una Vitellia un tanto histérica. La de la soprano griega fue, sin duda, la actuación más irregular de la noche, con una voz de vibrato nervioso y, en más de una ocasión, molesto. Su implicación dramática fue meritoria, pero el canto de la soprano griega adoleció de falta de homogeneidad y de una inclinación hacia la estridencia vocal, a partir de unos medios ya de por sí no especialmente agraciados.
Stéphanie D’Oustrac se llevó el favor del público con su Sesto. La mezzosoprano exhibió un timbre oscuro de cierta morbidez aunado a un canto esmerado, de solida técnica, atento al detalle y de incisiva expresión, como demostró en la parte del primer acto «Oh Dei, che smania è questa». Ya en el segundo acto, la actuación de D’Oustrac alcanzó una notable intensidad en la escena «Deh per questo instante solo», que fue debidamente ovacionada por el público. El otro personaje travestido de la obra, Annio, fue encarnado por Lidia Vinyes-Curtis, quien junto a D’Oustrac completó la actuación más sólida de la función, con una voz de timbre demasiado claro, pero de perfecta proyección, y con un canto de absoluta solidez técnica con homegenidad en todos los registros, facilidad en la coloratura y una dicción diáfana. El bajo Mathieu Lécroart completó el reparto con corrección en el breve rol de Plubio.
Los conjuntos estables del teatro firmaron una actuación más que aseada. El coro que dirige Conxita Garcia se mostró atento y concertado en sus puntuales intervenciones, mientras que el director musical, Philippe Auguin, obtuvo de la orquesta una respuesta que, sin ser extraordinaria, sí fue más conjuntada que en otras ocasiones, más atenta que de costumbre a los relieves dinámicos y con cierta claridad en las texturas, aunque en algunos momentos falta de consistencia, especialmente en lo que atañe a la sección de cuerdas. En definitiva, aséptica corrección para una obra más cercana a la rutina que a la genialidad.
Foto: A. Bofill
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