Concierto de la Filarmónica de Múnich en Ibermúsica, protagonizado por Krzysztof Urbanski y Nemanja Radulovic
Mussorgski, mejor que Tchaikovski
Por Óscar del Saz | @oskargs
Madrid. 26-I-2023. Auditorio Nacional de Música. Ibermúsica. Serie Arriaga. Concierto A.5. Obras de Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893) y Modést Mussorgski (1839-1881). Münchner Philharmoniker. Nemanja Radulovic, violín. Krzysztof Urbanski, director.
Fue en la época en la que Tchaikovski compuso El lago de los cisnes o su ópera Eugene Onegin -en un periodo en el que le sonreía la fama y se encontraba henchido de lirismo romántico- cuando dio a luz su primer y único Concierto para violín, el op. 35 en re mayor, aunque su situación emocional no era del todo estable por desencuentros amorosos, y ello desencadenó en un intento de suicidio. Tampoco la crítica fue condescendiente con el estreno de esta genial obra. El influyente crítico austriaco Edward Hanslick (1825-1904) asistió al estreno -4 de diciembre de 1881, con Adolf Bordsky al violín y la Filarmónica de Viena, bajo la batuta de Hans Richter- y lo tachó de «largo y pretencioso», como fiel defensor del formalismo frente al romanticismo. Es obvio que ello desanimó a Tchaikovsky, que nunca obedeció a nada que no tuviera al romanticismo y al melodismo como su horizonte compositivo, pero quizá por esta mala e injusta crítica, el genio ruso nunca compuso ningún concierto para violín más.
El violinista Nemanja Radulovic (Serbia, 1985), protagonista de esta velada, fue debutante en 2019 en los BBC Proms, y cuya formación ha cristalizado en conservatorios de Yugoslavia, Alemania y Francia, habiendo sido ganador en importantes concursos como el Joseph Joachim, el George Enescu y el Stradivarius (segundo premio). Actualmente, combina una interesante carrera de violinista clásico con sendos grupos de cámara creados por él mismo, de orientaciones enfocadas a alcanzar otros tipos de público.
La obra que nos ocupa, por estilo y por tradición, ha de mostrar múltiples e interesantes contrastes duales, muy propios del romanticismo, entre el colorismo y la tragedia, así como entre la extroversión -articuladas en forma de danzas, como la ucraniana Hopak- y la autocontemplación -protagonizada por el instrumento solista-, en la búsqueda de un efectismo que va in crescendo para acabar en el Allegro vivacissimo final, que solista y orquesta realimentan entre sí. En realidad, nada vimos de todo esto, no sabemos si porque Nemanja Radulovic y Krzysztof Urbanski (Polonia, 1982) -director invitado de esta excelente orquesta- pactaron hacer otra cosa, pero el caso es que todo el concierto pivotó alrededor de un absoluto «camerismo» en sonido e intención salvo, obviamente, en los tutti -nos preguntamos para qué hace falta entonces tener una orquesta a disposición-, con pianísimos extremos, tanto de la orquesta como del solista, unos exagerados rubatos y parones y acelerones métricos ad lib, que desdibujaron un discurso pulsante que tan bien viene a la estética romántica.
Es evidente que por la calidad de la orquesta no quedó, ya que el conjunto fue capaz de realizar todo esto que comentamos y se le solicitó «fuera de guión» de forma asombrosa e impecable, atendiendo a pies juntillas las órdenes de Urbanski, con un sonido impresionante y bellísimo, con todas las secciones perfectamente empastadas. Pero claro… ¿Dónde quedó la correcta interpretación de esta obra de Tchaikovski? ¿Dónde estuvo el estilo romántico, lleno de bipolaridades, y potenciado por el empaque de una interpretación «a la rusa»?
Aun así, y dentro de esta evidente anomalía -que ambos intérpretes disfrutaron sobremanera (sólo hacía falta ver sus caras)-, Radulovic demostró virtuosismo, sensibilidad y elegancia en sus exposiciones. Destacamos la limpieza de sus staccati y las dobles y triples cuerdas, así como su notable virtuosismo en las escalas, arpegios y trinos, digitaciones y maestría en el arco. Insistimos… Casi todo ello ejecutado en dinámica piano o pianísimo, como en una irreal burbuja sonora o hilo musical ambiental puesto casi a volumen cero. Tan difícil como inútil. Entre tanto, Urbanski se dedicó a «danzar» sobre el podio con gestos, si bien muy entendibles, no carentes de cierta pose naif y sobreactuados en un amaneramiento poco natural dado sólo a los que buscan coreografiar corporalmente lo que están dirigiendo.
Nos gustó algo más el bello segundo movimiento, de clima pausado -incluso bucólico- y elegante, Canzonetta-Andante, que sirve de puente entre el primer movimiento y el último, con claro sabor romántico-eslavo, muy apropiado para embellecer, luciendo el rubato y los rallentandi en las melodías, a cargo de un muy inspirado Radulovic.
También el tercer movimiento, de diáfana estética eslava, tiene variadas aristas técnicas que Radulovic resolvió con altísima nota, un carrusel de rápidas melodías, ornamentos y acentos orquestales, donde el violín no demostró su sonoridad para poder competir con todo el conjunto porque, como ya hemos comentado, orquesta y solista jugaron a esconder su sonido, no sabemos muy bien -y disculpen que nos repitamos- al servicio de qué hipótesis interpretativas, fenomenológicas, musicológicas o de estilo.
En todo caso, el resultado desde el punto de vista del juicio del público, fue el de un concierto muy exitoso para ambos debutantes en Ibermúsica, Urbanski y Radulovic. Este último, al menos, aportó grandes dosis de frescura y facilidad en su dominio del instrumento, con una alta profundidad técnica -aunque un poco menos interpretativa-, de una obra muy complicada. No en vano tuvo que salir a saludar hasta en cuatro ocasiones para corresponder a los aplausos del respetable que le braveó entusiasmado. Para corresponder, el solista ofreció como propina unas variaciones sobre el famoso tema de Paganini, con asombrosas facturas de veloces pizzicatos combinados en el cordado de mástil y puente.
En cuanto a Mussorgski, y sus Cuadros de una exposición, obra que se ofreció en la segunda parte, en versión de la maravillosa orquestación debida a Ravel de 1922, que nace de la compleja y efectista suite para piano de 1874, constituye una obra variopinta -nunca mejor dicho-, donde se reflejan con sonidos hasta una decena de pinturas incluidas en una exposición póstuma de un gran amigo del genio ruso, el artista y arquitecto Víktor Hartmann (1834-1873). La temática es multiargumental, al menos teniendo en cuenta los títulos de cada cuadro, y va desde lo más pueril, Gnomos, a lo más grandilocuente, como el final, La Gran Puerta de Kiev, pasando por temas mucho más morbosos -Catacumbas, visitando las de Paris-, o lo humorístico -Ballet de polluelos en sus cáscaras-, si bien hay un hilo conductor musical repetitivo, a modo de cicerone, que Ravel ideó para dar paso a cada cuadro. Después de ciertas repeticiones, este tema desaparece para mezclarse con cada uno de los cuadros, de forma que se da a entender que el espectador, de alguna forma, penetra en las pinturas y forma parte de ellas.
La versión que nos brindó Urbanski, junto con la Filarmónica de Munich, más allá de que nos guste más o menos su forma de dirigir y querer expresar corporalmente todo lo que quiere que ocurra en la orquesta -con brazos, manos, pies, dedos, cabeza, etc.-, fue una buena puesta en sonido del abundante colorismo y la enjundia orquestadora de Ravel. Como hemos comentado, y analizando la orquesta sección por sección, no hay nada que no nos gustara de sus prestaciones. Sorprendieron la elegante sequedad de sus cortes y ataques, y lo sedoso de sus cuerdas graves y agudas, en las que no hay límite para la dinámica, así como la ductilidad de sus metales, que solos o empastados, lucieron un sonido cálido y de elegante empaque, pocas veces escuchado. El viento-madera y el viento-metal sonaron primorosos, sobre todo en fagotes y flautas.
La percusión siempre se mantuvo contenida, y por su ubicación muy alargada en el fondo del escenario, consiguió casi un efecto de sonido caminante o circulante, aunque a nuestro juicio se quedó un tanto corta en el final cuando llega el crescendo de los últimos compases de La Gran Puerta de Kiev. Quizá el maestro Urbanski también pudo contemporizar algo más este número, que sonó demasiado lineal, creando más tensión acumulada para acabar soltando más carga decibélico-emotiva en los compases finales. Quizá nuestra conclusión es que no hay que elegir entre interpretar a Ravel o a Mussorgski. Se eligió lo primero, pero -a nuestro juicio- ha de tenerse como primera intención atender a la esencia de lo segundo.
El triunfo del maestro Urbanski, desde el punto de vista del público, fue muy notable, saliendo a saludar hasta en cinco ocasiones, premiando ese trabajo con que todas las secciones de la orquesta se fueran levantando y recibir una a una, en exclusiva, el regalo del aplauso. Estamos convencidos de que el estilo de la música a interpretar debe estar por encima de caprichos y efectismos mal entendidos, aun por la razón de querer ser renovador a la hora de realizar nuevas e ¿innovadoras? lecturas de las obras… Pero claro, si se arriesga a hacerlo, hay que conseguir innovar realmente. El bello sonido por el bello sonido, el pianísimo por el pianísimo, etc., tampoco nos sirven, porque pueden llegar a aburrir, ya que la música no siempre ha de comunicar belleza, y mucho menos previsibilidad o inmutabilidad en cada una de las variables que adornan a este sublime arte. Mas al contrario, la alta interpretación de las obras está llena de matices y de aristas, o de redondeces, que hay que saber resaltar, poniéndose en el lugar de los compositores, de sus estilos, estéticas, épocas, y demás mimbres que se han ido acuñando en la historia de las interpretaciones.
Fotos: Rafa Martín / Ibermúsica
Compartir