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Crítica: Krzysztof Urbanski y María Dueñas con la Sinfónica de Viena en el Musikverein

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
29 de enero de 2024

Crítica del concierto de Krzysztof Urbanski y María Dueñas con la Sinfónica de Viena en el Musikverein

Krzysztof Urbanski y María Dueñas

Retorno por todo lo alto 

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena. Musikverein. 25-I-2024. Ciclo de abono de la Orquesta Sinfónica de Viena (WS). Violín: María Dueñas. Director musical: Krzysztof Urbański. «Orawa» para orquesta de cuerda de Wojciech Kilar. Sinfonía española para violín y orquesta, op. 21 de Édouard Lalo. Cuadros de una exposición de Modest Mussorgsky (orquestación M. Ravel). 

   Hace un año, y bajo el título de «Viena a sus pies», reseñábamos el éxito arrollador de la granadina María Dueñas en su presentación en el Musikverein de Viena con el concierto para violín de Beethoven junto a la Sinfónica de Viena y Manfred Honeck. En estos 365 días, su carrera ha continuado de éxito en éxito por todo el orbe musical, y ha conquistado alguno de los templos que le faltaban -entre ellos el Rudolfinum de Praga o su debut en los PROMS junto a Josep Pons en un concierto que se ha podido oír por todo el mundo-. Además, a mediados de año, salió al mercado su primer disco para Deutsche Grammophon. El mítico sello amarillo grabó en directo el Concierto para violín de Beethoven en aquel concierto y la edición, a todo lujo, está teniendo bastante recorrido.   

   En Viena esperábamos con interés su vuelta a su casa. En el programa, de nuevo en el ciclo de conciertos de la Sinfónica de Viena, la Sinfonía española de Édouard Lalo. Compuesta en su día para Pablo de Sarasate -la leyenda navarra del violín- ha sido uno de los caballos de batalla de la granadina durante esta temporada, interpretándolo entre otros en el mencionado concierto de los Proms, en sus conciertos con la Sinfónica de Richmond, o en la gira americana que dio junto a Gustavo Gimeno y la Sinfónica de Toronto por el centenario de la centuria canadiense. Como ya sabemos, la obra ni es una sinfonía ni un concierto para violín, sino más bien una forma híbrida entre ambos géneros con una presencia continua del solista que no para de describir, cantar y desarrollar ritmos y melodías folclóricas españolas. 

   La batuta en esta ocasión estaba en manos del controvertido y mediático director polaco Krzysztof Urbański, que durante toda la interpretación fue un colaborador leal de la Dueñas. Acompañó en todo a la granadina, trazó un fraseo jugoso con la orquesta, sacó un sonido denso y cálido donde fue necesario, y cedió el protagonismo a la auténtica estrella de la obra. Urbański marcó la poderosa introducción, que María Dueñas contestó con poderío. Desde ahí, María Dueñas, siempre elegante, navegó, bailó y cantó un tresillo tras otro, una frase tras otra, un tema tras otro. Su sonido denso y poderoso, siempre bellísimo y con una agilidad pasmosa fue llenando la sala grande del Musikverein. El ritmo siempre adecuado, la orquesta siempre acompañando, nos iban levantando el espíritu aunque siempre dejando espacio a las varias frases en las que Lalo permite al solista cantar de la manera más lírica y melancólica posible.

   En el segundo movimiento, Scherzando, nos encontramos a la Dueñas mas vivaz y atrevida, jugando y bailando con esa cantinela española a ritmo casi de vals, que te hipnotiza y te embelesa a partes iguales. Urbański aportó ligereza y texturas delicadas, y las cuerdas y sus pizzicatos dieron el toque perfecto que emula a la guitarra española. Poderío y un sonido orquestal denso y cálido marcaron la introducción del Intermezzo preparando la entrada del violín, donde María transitó desde un canto emotivo y nostálgico tanto en la presentación de la preciosa habanera como en el final del movimiento, hasta un virtuosismo imponente pero siempre dotado de una calidez fascinante en la enérgica y rítmica sección central. 

   Un nuevo monumento al canto fue el Andante donde Dueñas puso una pasión y una intensidad que nos dejaron al borde las lágrimas, con un sonido rico y ampuloso, siempre impecable, y un fraseo elegante. Urbański y la orquesta presentaron el ostinato con que arranca el Rondó final de manera muy apropiada, luminosa y desenfadada. Dueñas contestó de nuevo con una rítmica impecable y de ahí hasta el final fue un no parar, con un virtuosismo espectacular, rutilante, que nos llevaba en volandas. El tango de la sección central fue sensual, dolcissimo, casi provocador, cantado con una intensidad y un refinamiento apabullante, que sirvió para poner en suerte la coda, de nuevo virtuosa, colorida, energética, navegada sobre los pizzicatos de la cuerda, con todo tipo de trinos y complejidades técnicas que la Dueñas solventó con una facilidad y una naturalidad pasmosa, prácticamente sin despeinarse. Viéndola tocar, todo parece fácil. 

   La respuesta enfervorizada del público no se hizo esperar. María Dueñas, siempre dispuesta a sorprender, lo hizo una propina elegantísima y muy novedosa: el Chant de Veslemöy, una preciosa canción popular noruega del cuasi desconocido compositor y violinista Johan Halvorsen. Éste compuso su primer concierto para violín en 1908 para la virtuosa canadiense Kathleen Parlow, y además le hizo el arreglo para violín solo de la canción. Tras mas de un siglo olvidado, se descubrió en 2015 en los archivos de la canadiense, y el pasado mes de noviembre, María Dueñas y Yannick Nézet-Séguin interpretaron ambas obras en Montreal. Aquí, la granadina desprendió musicalidad a raudales en la encantadora melodía transportándonos a una fría noche noruega, mostró su perfecta posición con el violín y demostró un control absoluto del instrumento en una pieza que tras su aparente sencillez encierra una gran complejidad técnica -toda ella en pianísimo y tocada desde muy abajo con la parte superior del arco-. Un año después volvió a dejar al público del Musikverein a sus pies.

   El concierto había arrancado con Orawa, una pieza para orquesta de cuerda de poco menos de 10 minutos de duración del polaco Wojciech Kilar, el compositor del Drácula de Bram Stoker, de Francis Ford Coppola, o de El pianista de Roman Polansky. Bajo un tema rapsódico minimalista, la atmósfera íntima con que arranca va creciendo y creciendo, sumando instrumentistas de cuerda en lo que parece ser un homenaje sonoro al pueblo de los górales, grupo etnográfico que habita en los montes Tatras, entre Polonia y Eslovaquia. Los músicos se levantaban cuando iban a tocar y luego permanecían en pie hasta el final, de forma similar a lo que hace Música Aeterna con Teodor Currentzis. Krzysztof Urbański desplegó todo tipo de caras y gestos hacia la orquesta que le siguió de manera impecable, pero para el que suscribe, la obra no despertó ninguna pasión.

   Tras el descanso, el director polaco y la orquesta nos ofrecieron la popular orquestación que Maurice Ravel hizo de los Cuadros de una exposición de Modest Mussorgski. El polaco pareció calmarse frente a los excesos de la obra inicial, dirigió con tino y aprovechó la calidad de la orquesta para dejar que la música fluyera por si sola y la riqueza sonora nos envolviera por momentos. La versión tuvo su interés pero quedó lejos de lo excepcional. Eso lo habíamos vivido antes del descanso.

Foto: Musikverein

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