Sebastian Weigle y David Boesch dirigen la ópera Königskinder del compositor alemán Engelbert Humperdinck en la Ópera de Frankfurt.
Cuento de hadas trágico
Por Raúl Chamorro Mena
Frankfurt, 6-XI-2021, Opernhaus. Königskinder [Los hijos del Rey], de Engelberg Humperdinck. Heather Engebretson [La niña ganso], Gerard Schneider [El hijo del Rey], Katharine Magiera [La Bruja], Iain MacNeil [El juglar], Magnus Badlvinsson [El leñador], Jonathan Abernethy [El fabricante de escobas], Franz Mayer [El anciano del consejo]. Coro y Coro infantil de la Ópera de Frankfurt. Frankfurter Opern- und Museumsorchester. Dirección musical: Sebastian Weigle. Dirección de escena David Boesch. Dirección de la reposición: Hans Walter Richter.
El compositor alemán Engelbert Humperdinck (1854-1921) mantiene una ópera en el repertorio, particularmente en centroeuropa donde se suele representar en época navideña, Hänsel und Gretel. Al mismo género de la Märchenoper –ópera cuento de hadas– pertenece Köningskinder [Los hijos del Rey], que sobre un libreto de Ernst Rosmer –pseudónimo de Elsa Bernstein– después de concebirse inicialmente como melodrama –texto hablado con acompañamiento musical– se convirtió en ópera con estreno en el Metropolitan Opera de Nueva York, el 28 de diciembre de 1910, apenas dos semanas después de la Pucciniana La Fanciulla del West. El reparto no fue menos estelar que el de la genial creación del genio de Lucca, pues, nada menos, que Geraldine Farrar, Hermann Jadlowker y Louise Homer defendieron la obra de Humperdinck.
La ópera contiene muchas bellezas y destaca por la riqueza de una orquestación de proporciones wagnerianas, aunque con texturas más ligeras, una exigencia deslumbrante al violín solista, así como algunos pasajes atractivos de escritura para la voz. Asimismo y como ocurre con muchos cuentos destinados, en principio, para niños, estamos ante una fábula, un cuento de hadas, realmente trágico por su amargo final y por la esencia de su contenido, es decir, el escarnecimiento, el ultraje, de la inocencia infantil por parte de una sociedad desalmada, egoísta y sin corazón –muy adecuada la denominación de «ciudad del infierno»–. Sólo el personaje del juglar, de sentimientos puros, verá claro desde el primer momento esa inocencia, esa integridad y el amor limpio que se profesan el hijo del Rey y la niña ganso, que ha sido criada en el bosque por la bruja a la que toma por abuela. Efectivamente, el bosque romántico alemán, profundo y amenazante, es otro elemento fundamental de la ópera. No es difícil asociar esa niña criada en la hondura del bosque por la bruja con Sigfrido y Mime del Anillo Wagneriano. Igualmente ese deseo por abandonar ese cautiverio y relacionarse con los seres humanos ante la oposición de la bruja que odia al hombre, es el mismo de la Rusalka de Dvorak en oposición al Vodnik o duende de las aguas. Cierto es que la obra adolece de cierta falta de concisión teatral heredada por Humperdinck de su mentor Wagner, aunque sin el sentido del drama y de la transcendencia del genio de Leipzig, pero la obra, conviene insistir, contiene hermosa música y está llena de pasajes de gran belleza.
La Frankfurt Oper ofrecía lo que en los teatros de repertorio centroeuropeos es un wiederaufnahme de esta ópera, es decir, una especie de reestreno o reposición con mayor número de ensayos de los que corresponden a las representaciones de repertorio que se ofrecen diariamente.
La orquesta que ocupa el foso del teatro de la ópera de Frankfurt demostró, una vez más su calidad y versatilidad –capaz de hacer justicia a Nilesen, Cimarosa y Humperdinck en tres días consecutivos– y bajo la dirección de su titular Sebastian Weigle puso de relieve toda la riqueza de la orquestación de Humperdinck. Magníficos resultaron los preludios de los actos tercero y cuarto y de gran nivel la actuación del concertino que debe enfrentarse, como ya se ha dicho, a una escritura solista muy exigente. Sin embargo, Weigle no se conformó con ofrecer un sonido de calidad, luminoso y refinado, también garantizó pulso narrativo y sustrato teatral. Magnífico el coro por su empaste y suave sonoridad, así como por su trabajo en escena y destacable, asimismo, el coro de niños que no pudo evitar algunas desafinaciones propias de las voces blancas, pero cumplió de sobra.
La Ópera de Frankfurt no puede ofrecer repartos de relumbrón y se vale normalmente de cantantes de su ensemble, implicados musical e interpretativamente, pero con voces modestas. Al abrirse el telón, se aprecia una niña totalmente creíble sobre el escenario, igualmente cuando comienza a cantar, el sonido es, asimismo, aniñado, de muy escaso volumen. Se trata de la soprano Heather Engebretson, que encarnó una niña ganso genuina, inocente, enamorada, pura, en una labor interpretativa irreprochable y con un canto siempre musical y cuidado. Eso sí, en la ópera hace falta voz y de eso no anduvo sobrada Engebretson, como ya se ha señalado, con un material vocal de volumen muy justo, desguarnecido en el centro, inexistente en el grave y que timbra algo en la zona alta. Algo más de presencia sonora mostró el tenor Gerard Schneider, con un timbre juvenil aunque impersonal y de limitado atractivo y un fraseo totalmente insípido. Mucho mejor su faceta interpretativa. El fabuloso papel del juglar que cuenta con pasajes de gran belleza –lo borda Hermann Prey en la muy recomendable grabación EMI de 1977 dirigida por Heinz Walberg– fue dignamente cantado, con musicalidad y buen sentido de la línea, por el barítono Iain MacNeil, dotado también de un instrumento vocal modesto. En escena evocó adecuadamente a este juglar violinista, que noble y magnánimo, ampara a los «niños del rey» cautivado por el amor que se profesan, y recibe a cambio el odio de la sociedad que le encierra y le deja lisiado. La voz de más fuste de todo el elenco fue la de Katharine Magiera, una mezzo lírica de timbre bien emitido, equilibrado y homogéneo en toda la gama y que caracterizó adecuadamente a la bruja, personaje fundamental en cualquier cuanto de hadas que se precie. En la pareja formada por los egoístas leñador y fabricante de escobas cabe destacar a Magnus Badlvinsson, de cierta sonoridad, frente a Jonathan Abernethy cuya proyección vocal se quedó en el escenario.
La puesta en escena originaria de David Bösch con Hans Werner Richter como responsable de la reposición expone apropiadamente la obra con economía de medios y limitados elementos escénicos centrándose en los personajes y un movimiento escénico bien trabajado, así como una estupenda iluminación. Asimismo, el montaje sale airoso del difícil equilibrio en la contraposición entre fábula destinada a los niños, la afrenta de la inocencia y el trágico final.
Fotografías: Barbara Aumueller/Oper Frankfurt.
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