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Crítica: Klaus Mäkelä y Alexandre Kantorow, con la Orquesta de París en el Konzerthaus de Viena

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
25 de noviembre de 2023

Crítica del concierto de Klaus Mäkelä y Alexandre Kantorow, con la Orquesta de París en el Konzerthaus de Viena

Alexandre Kantorow y Klaus Mäkelä en el Konzerthaus de Viena

Vinimos a ver a Mäkelä y nos encontramos a Kantorow 

Por Pedro J. Lapeña Rey
Viena. Konzerthaus. 17-XI-2023. Orchestre de Paris. Alexandre Kantorow, (piano). Director musical: Klaus Mäkelä. “Shéhérazade. Ouverture de féerie” de Maurice Ravel, “Concierto para piano y orquesta nº 5” de Camille Saint-Saëns, y “El pájaro de fuego” de Igor Strawinski. 

   Seguimos en el Konzerthaus con orquestas francesas. Si hace poco menos de un mes era la Orchestre Philharmonique de Radio France, en esta ocasión era la de París, que aunque formalmente inició su andadura en 1967, sus antecedentes se remontan a 1828 con la Sociedad de conciertos del Conservatorio de París. La orquesta siempre ha tenido tino al buscar sus directores y solo de ver una lista con los nombres de Charles Munch, Karajan, Solti, Barenboim o Bychkov, la verdad, da mucha envidia. Por lo visto recientemente, el ojo clínico les sigue funcionando, y fueron los primeros, más allá de Escandinavia, en apostar por Klaus Mäkelä, su director titular actual, tras un único concierto juntos. 

  El Sr. Mäkelä volvía al Konzerthaus donde se le quiere especialmente y donde en solo tres temporadas se ha convertido en un habitual. Hasta ahora, además de a la Wiener Symphoniker, ha dirigido aquí a su otra orquesta, la Filarmónica de Oslo, con la que nos dio un gran ciclo Sibelius y una Patética de escándalo que fue el mejor concierto del año 2022 para el que suscribe. En esta ocasión, con la Orquesta de París, el programa era eminentemente francés, ya que aunque Stravinsky no lo era, en la segunda década del s. XX, cuando su colaboración con Sergei Diaghilev y sus Ballets rusos era continua, en la práctica residía en la capital francesa. Venía acompañado del joven pianista Alexandre Kantorow, hijo del célebre violinista Jean-Jacques Kantorow, que tantas veces ha tocado en nuestro país en el pasado. Este joven también había asombrado al mundo musical en 2019 cuando se encaramó a lo mas alto del Concurso Tchaikovsky, uno de los tres de mas renombre del mundo, siendo la primera vez que un francés se sumaba a la lista de mitos del piano que lo han ganado en el pasado como, entre otros, Van Cliburn, Ashkenazi, Sokolov, Pletnev o el ahora denostado Matsuev. Era la primera vez que le veía en directo y la impresión no ha podido ser mas positiva.

Alexandre Kantorow y Klaus Mäkelä en el Konzerthaus de Viena

   Sorprende de entrada Kantorow, de aspecto algo deshilachado y un tanto ausente, como si la cosa no fuera con él. Esa primera impresión desaparece cuando se sienta al piano. Sus argumentos técnicos son incontestables: la articulación es prodigiosa, la independencia de manos admirable, el uso del pedal parece muy adecuado, asombra el como gradúa dinámicas, y hoy por hoy, su agilidad es de primera, lo que le permite afrontar cualquier dificultad. El sonido está cuidado con esmero tanto en la parte alta del teclado donde asombra la claridad que consigue en escalas y arpegios, como en la baja, donde su mano izquierda, el hándicap de muchos de sus colegas, suena rotunda y poderosa.

   Se enfrentaba al último de los conciertos de Camille Saint-Saëns. Compuesto en 1896, fue estrenado en la Sala Pleyel por el propio autor al piano el 2 de junio del mismo año. En una velada de la que se dijo que «pasaría a la historia de la música francesa», se conmemoraba el quincuagésimo aniversario de su debut allí. Esa noche hubo otro estreno más, el de su segunda sonata para violín a cargo del legendario navarro Pablo de Sarasate.

   Alexandre Kantorow inició el Allegro animato cantando con una delicadeza exquisita el tema inicial donde la precisión con que abordó las primeras escalas y su capacidad de matizar cada una de las primeras variaciones nos dio una idea clara de por donde iban a ir los tiros: el innegable virtuosismo que demanda la obra se mantuvo al exclusivo servicio de la música de principio a fin. Ese virtuosismo apareció sobre todo al final de ese primer tema y mas adelante donde se entrelaza con el segundo. Ahí Klaus Mäkelä le apretó sin contemplaciones, pero el francés salió con suficiencia para, desde ahí y hasta el final del movimiento, recogerse con calma sacando un sonido bellísimo a su instrumento y terminar con una elegancia deliciosa. Kantorow nos asombró aún más en el movimiento intermedio, de una belleza turbadora y donde el piano cantó de manera excelsa trasladándonos a ese río Nilo lleno de sonidos orientales que el compositor plasmó como pocos. En la parte central Mäkelä sacó de la orquesta un sonido colorista cincelado por unas maderas sublimes, y en la parte final fue emocionante ver como tanto unos como otro graduaron sonido y tensión consiguiendo que la música, literalmente, se desvaneciera. Por contraste, en el Molto allegro final surgió el Kantorow mas virtuoso. Una de las características que vemos en Mäkelä es que nunca es un espectador de la obra, sino que arrastra a la orquesta llevando al límite al solista de turno. Aquí no fue una excepción, y la interpretación desprendió energía y pasión a raudales por ambas partes, hasta llegar a ese final orgiástico, de tintes rachmaninovianos que el francés tocó de manera vertiginosa pero con una claridad tal que no hubo nota que no pudiéramos oír.

Alexandre Kantorow y Klaus Mäkelä en el Konzerthaus de Viena

   El público literalmente se puso en pie aclamándole y vitoreándole sin parar. Contestó el francés con una primera propina que nos dejó clavados en las butacas. La melodía inconfundible del aria de Dalila «Mon cœur s'ouvre à ta voix» se abría paso entre las notas del piano, en un precioso arreglo para piano solo. El Sr. Kantorow nos sumergió en la sensualidad de la página, con un sonido rico y denso, al que dotó de un erotismo elegante y sutil. El arreglo era de la genial Nina Simone, en una faceta que yo desconocía de ella. El bis, lejos de calmar al público le hizo redoblar los aplausos con lo que Kantorow se sentó de nuevo al piano para dar una segunda propina que conectaba perfectamente con lo que vendría después: el final de «El pájaro de fuego» en un arreglo complejo y de extraordinaria dificultad del pianista y compositor italiano Guido Agosti, ejecutado con una brillantez apabullante. Sobresaliente el pianista francés que nos ha dejado con unas ganas enormes de volverle a ver.

   El concierto había comenzado con otra sorpresa, que pocos habíamos detectado al ver el programa. Shéhérazade, de Maurice Ravel. Pero no el célebre ciclo de canciones, sino la Ouverture de féerie, una obertura de un proyecto de ópera mágica basada en los Cuentos de las mil y una noches, que causaban sensación en la Francia de finales del siglo XIX. La obra de un Ravel por entonces desconocido cosechó un sonoro fracaso el día de su estreno y las críticas en días posteriores no fueron menores. Ravel las asimiló y dijo que su obra era una «torpe chapuza con demasiadas influencias de la música rusa». La eliminó de su catálogo y con ello cayó la posible ópera.

   No sabemos que hubiera sido de esa ópera, pero lo que sí sabemos es que Klaus Mäkelä no pareció compartir las críticas. Demostró creer en la obra, dando lustre a una partitura de un joven desconocido que empieza a encontrar su propio camino navegando entre las escuelas francesa y rusa. Destacó aquí y allá algo en lo que Ravel empezaba a ser un consumado maestro: orquestación opulenta, variedad y riqueza de ritmos y armonías, y una innata facilidad para pintar paisajes. En los poco mas de 10 minutos que dura la obra consiguió crearnos una imagen y un ambiente exóticos como pocos, de gran belleza y donde aprovechó para empezar a mostrarnos las virtudes de la orquesta donde destacaron unas maderas espectaculares y una percusión siempre precisa.

   Tras el descanso era el turno del ballet completo de El pájaro de fuego de Igor Stravinsky. Acostumbrados a oír la Suite de 1919 -el éxito de la obra animó a Stravinsky a seleccionar tres suites distintas, en 1911, 1919 y 1945-, la posibilidad de oír el ballet completo y en las manos de Klaus Mäkelä parecía una opción segura. Y efectivamente así fue. Tanto orquesta como director nos dieron una versión formidable, destacando y conjugando los tres elementos fundamentales de la obra, tan clara y efectivamente contrastados en la partitura: el mundo real, al que pertenece el príncipe Iván, con su pujanza, su determinación en conseguir lo que se propone, lleno de temas folclóricos y canciones populares -algunas prestadas por Rimsky-Korsakov-; el mundo de la fantasía y la ensoñación representado por el pájaro de fuego, de colorido brillante y atractivo, con los toques orientales típicos de la época; y por último el mundo maléfico, ejemplo de la tiranía y del miedo, representado por mago Kaschéi, simbolizado por el cromatismo, los acordes disminuidos y los sonidos amenazadores e inquietantes de los trombones.

   Desde la misma introducción y en la entrada del príncipe al jardín mágico de Kaschéi, Klaus Mäkelä fue creando una atmósfera de misterio muy propia, donde empezó a relucir la extensa paleta de colores que es capaz de sacar de la orquesta. La entrada del pájaro de fuego, y su captura posterior nos mostró un control orquestal y una capacidad excepcional para gestionar los distintos ritmos. Poco después llegó el primer momento mágico con la súplica del pájaro, la entrada de las princesas encantadas y sus juegos con las manzanas doradas. Aquí Mäkelä desplegó una tímbrica exquisita donde todas las maderas hicieron auténticas filigranas sonoras. El Mäkelä exquisito y detallista fue dando paso de manera progresiva y muy natural al más impulsivo y enérgico, capaz de crear tensiones excepcionales con un simple movimiento de manos. Lo atisbamos en la entrada del príncipe en el palacio del mago y en su captura posterior, pero todo fue yendo a más hasta llegar a una Danza del séquito de Kaschéi magistral de principio a fin, donde las cuerdas nos dibujaron el sustrato orquestal, metales y maderas se mostraron imponentes, y la percusión fue sencillamente perfecta. De ahí al final la cosa fue de no creer. Cromatismo, dibujo de melodías, variedad mostrando un matiz tras otro, control de ritmo, graduación de tensiones, todo ello con una naturalidad y un aplomo que ya no nos asombra porque se lo hemos visto antes, pero que no deja de sorprender en un joven de 27 años. El cuadro final fue todo un compendio de lo reseñado hasta ahora y un magnífico colofón a una interpretación inolvidable.

   ¿Quién dice que la música clásica no tiene futuro? Ni solista ni director han cumplido los 28 años y ambos son una realidad palpable. Kantorow se mostró no solo como un pianista ejemplar sino también como un músico ejemplar. Mäkelä se mantiene en lo más alto de la dirección de orquesta del momento. El futuro es suyo, el presente también. 

Fotos: Igor Ripak Photography

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