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Crítica: Keri-Lynn Wilson dirige 'Don Giovanni' en el Palacio Euskalduna de Bilbao

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Autor: José Amador Morales
11 de marzo de 2017

DON GIOVANNI AMPUTADO

   Por José Amador Morales
Bilbao. Palacio Euskalduna. 27-III-2017. Wolfgang Amadeus Mozart: Don Giovanni. Simon Keenlyside (Don Giovanni), Simón Orfila (Leporello), Davinia Rodríguez (Donna Anna), Serena Farnocchia (Donna Elvira), José Luis Sola (Don Ottavio), Miren Urbieta Vega (Zerlina), Giovanni Romeo (Masetto), Gianluca Buratto (Il Comendatore). Coro de Ópera de Bilbao (Boris Dujin, director). Sinfónica de Euskadi. Director: Keri-Lynn Wilson, dirección musical. Jonathan Miller, dirección escénica. Producción del Palau de Les Arts de Valencia.

   Doce años después, de nuevo ha subido el Don Giovanni de Mozart al escenario del Palacio Euskalduna de Bilbao en una producción con evidentes irregularidades sobre el papel que, no obstante, ha logrado cierta homogeneidad en términos artísticos y una entusiasta respuesta de público. Una representación que hizo justicia, al menos suscintamente (al menos así lo parecía tras la reciente Flauta mágica sevillana, acaso la función menos mozartiana que quien esto suscribe haya presenciado), a la inmensa música de Mozart sobre todo desde el meollo teatral.

   La producción valenciana de Jonathan Miller se basa en una escenografía simple, neutra, sin cambio alguno durante los dos actos salvo en la escena final de la muerte de Don Giovanni, y de estética pretendidamente poco atractiva: tres paredes negras con oscuras aperturas de portales, ventanas y ojos de buey que evocan de forma muy remota a la arquitectura dieciochesca hispalense. Sin embargo, sobre ella resalta un vestuario de época realmente colorido y sugerente al mismo tiempo que se desarrolla una cuidadísima dirección escénica y de actores que desemboca en una escena final francamente lograda e impactante con un Comendador más humano que sobrenatural (se sienta realmente a cenar provocando un diálogo aún más sobrecogedor si cabe por este motivo). Este personaje consigue literalmente arrastrar al más allá al protagonista hasta desaparecer por el fondo del escenario entre brumas y mujeres que, un poco a lo “walking death”, le persiguen seguramente por haber sido maltratadas en vida por él…

   Y decimos escena final porque no se ofreció el sexteto en lo que fue la gran decepción y nota negativa de la representación, habida cuenta de que no se contemplaba en el origen de la producción para el Palacio de Les Arts de Valencia. Ante la sarta de barbaridades leídas en los medios bilbaínos a propósito de esta iniciativa (especialmente sonrojantes las que aluden a presuntas intenciones reales de Mozart), en cualquier caso, dejemos claro que no hay duda que la ópera se estrenó en 1787 en Praga y un año después en Viena. Y en ambos estrenos se interpretó dicha escena, pues el emperador José II había prescrito que todas las óperas debían de acabar con un lieto fine. Sólo hay datos de una representación puntual en la capital austríaca en 1796, cinco años después de la muerte de Mozart, dirigida por Franz Xaver Süssmayer en la que dicho sexteto fue suprimido, pero fue algo anecdótico. Y, por otra parte, defender la mayor pureza dramática de esta obra sin dicho sexteto es desconocer, como poco, la extraordinaria fidelidad de Mozart a los formatos musicales de su época en general y al dramma “giocoso” en particular.

   Keri-Lynn Wilson ofreció una lectura que, si bien estuvo lejos del rigor estilístico y el calado expresivo de la dirigida por Manuel Hernández Silva el verano anterior en San Sebastián, por citar un ejemplo cercano, al menos permitió cierta fluidez sobre el escenario y obtuvo un color básico de la Sinfónica de Euskadi. La directora canadiense se mostró más distante en los momentos dramáticos que en los líricos, en los narrativos que en los descriptivos. Por otra parte, fue bastante acertado, escénica y musicalmente, el hecho de traer a un primer plano sendas orquestas, con los músicos inmersos en el desarrollo de la acción, en la mascarada al igual que la orquesta que acompaña la cena de Don Giovanni al final del segundo acto.

   Estaba claro que, si de teatralidad se trataba, la presencia en el papel protagónico de Simon Keenlyside era una baza segura. El barítono inglés nunca ha poseído un instrumento de especial entidad y su timbre siempre ha sido demasiado claro. Ahora lo es aún en mayor medida, presentando por momentos serias dificultades de emisión y fiato que le hacen sufrir en pasajes como el brindis “Aria Fin ch'han dal vino”. Sin embargo, Keenlyside compensó las citadas carencias con un talento inmenso como actor y como cantante comunicativo que, precisamente en esta producción, le hizo brillar y ofrecer un acabado retrato del libertino mozartiano. Su presencia escénica, su tratamiento de los recitativos (trabajado y natural a partes iguales) o su fraseo expresivo (deliciosa la canzonetta), son algunos ejemplos de lo señalado.

   También destacaron por sus caracterizaciones teatrales Simón Orfila en Leporello y Davinia Rodríguez en Doña Ana. La soprano canaria se desenvolvió con una gran credibilidad sobre el escenario y con entusiasta entrega pese a una emisión no del todo homogénea, con graves entubados y un registro agudo no siempre refinado. Más comprometido en el aspecto canoro resultó el bajo-barítono menorquín quien, a pesar de estar más cómodo que en la reciente Anna Bolena sevillana y desplegar toda sus tablas como actor, no pudo ocultar las evidentes carencias técnicas de un instrumento muy deteriorado, como puso de manifiesto en un aria del catálogo en exceso histriónica y cargada de trucos de dudoso gusto. La Doña Elvira de Serena Farnocchia fue contundente vocal y dramáticamente, aunque fuera de estilo como evidenció al sobreactuar en alguna que otra ocasión con amaneramientos de corte verista. Aunque muy plano como actor, sorprendió el correcto Don Octavio de José Luis Sola quien, pese a ciertas resonancias nasales, la pequeñez de su instrumento y su tendencia al gimoteo en algunos pasajes (probablemente para compensar una expresión anodina) demostró una línea de canto aceptable y una adecuación muy por encima de otros repertorios en los que se prodiga (el verdiano sin ir más lejos).  Más bien discreta la pareja Zerlina-Massetto formada por Miren Urbieta (por debajo de su reciente interpretación en San Sebastián con el mismo rol) y Giovanni Romeo, de fraseo algo rudo. Aún privado del empaque escénico que asociamos a la aparición de la estatua del Comendador en la última escena por los motivos arriba señalados, Gianluca Burato convenció con una voz no especialmente oscura pero poderosa y bien proyectada.

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