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Crítica: Kazushi Ono dirige el 'Réquiem' de Verdi con la Sinfónica de  Barcelona

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Autor: Xavier Borja Bucar
23 de mayo de 2017

SOLVENCIA CONTRASTADA

   Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 20-V-2017. Auditorio de Barcelona. Temporada de la Sinfónica de Barcelona. Réquiem de Verdi. Director musical: Kazushi Ono. Orfeón Catalán, Ana Ibarra, Carmen Solís, Bruno Ribeiro, Michele Pertusi. 

   Este pasado sábado día 20 de mayo la OBC ofreció en su sede, L’Auditori de Barcelona, y bajo la batuta de su director titular, el maestro Kazushi Ono, la segunda de sus tres funciones del colosal Réquiem de Verdi (la primera fue la del viernes previo y la tercera fue la del domingo siguiente). Un Réquiem que contó con la participación de otro conjunto referencial de la capital catalana, como es el Orfeó Català, que estuvo a su vez reforzado por su hermano menor, el Cor Jove. Las partes solistas fueron a cargo de la soprano Carmen Solís, la mezzosoprano Ana Ibarra, el tenor Bruno Ribeiro y el bajo Michele Pertusi.

   Si bien la programación de la célebre obra litúrgica del compositor italiano ya supone de por sí un acontecimiento musical en toda regla, en esta ocasión lo era presuntamente todavía más, pues la ejecución de la obra iría acompañada de un "mapping”, y a tenor de esto, como puede darse el caso de que algún lector, inocentemente despistado o poco familiarizado con la efervescente posmodernidad que cosquillea nuestros sentidos, evoque el callejero de la Ciudad Condal al leer el vocablo “mapping”, no está de más aclarar que a lo que se refiere esta voz inglesa es lo que en nuestra lengua vernácula recibe el nombre –acaso muy modesto y trasnochado, pero no menos eficaz– de “proyecciones”.

   Estas proyecciones –así las llamaremos de ahora en adelante– habían de cumplir el cometido de poner en imágenes la música de la obra de Verdi y aportar así una dimensión multisensorial, sinestésica, a la experiencia musical, siguiendo el maravilloso e insólito ejemplo de Fantasía, la obra maestra de Walt Disney. Ahora bien, de la intención al hecho va un trecho, pues el resultado de esta –a priori, estimulante– propuesta, sin ser molesto en ningún momento, fue pobre: una sucesión de imágenes, en su mayoría abstractas, de una calidad gráfica francamente discreta y no demasiado originales, pues repetidamente representaron una suerte de tránsito hacia una luz, insistiendo en una tópica iconografía del paso a mejor vida.

   En definitiva, quizás un juego de luces hubiera sido más eficaz e incluso más vistoso para el propósito de estas proyecciones.

   Con todo, las proyecciones no fueron más allá de la anécdota, al lado de lo que fue una muy notable interpretación del Réquiem verdiano. El maestro Ono supo extraer de la OBC un sonido nítido y siempre equilibrado. Un logro más que loable en una obra como la misa de Verdi, eminentemente operística, esto es, de un enorme dinamismo expresivo lleno de tensión dramática y fundamentado en unas texturas orquestales de gran densidad y sofisticación, como es propio de la escritura verdiana de madurez (el eco de Don Carlo o de Aida asoma de un modo muy reconocible en el Réquiem). Guiada por la dirección inteligentemente mesurada de Ono, la OBC transitó, con naturalidad y sin caer jamás en lo aparatoso o en la estridencia, entre el lírico recogimiento del Introitus, la furia del Dies irae o el enérgico júbilo de la fuga del Sanctus, mostrando siempre una cohesión más que sólida de todas las secciones de la orquesta.

   De poco hubiera servido, sin embargo, la buena actuación de la orquesta de no ir acompañada por una interpretación no menos inspirada por parte del Orfeó Català y su Cor Jove. La formación coral con sede en el Palau de la Música afrontó el reto verdiano con solvencia y mínimas fisuras, habida cuenta de la exigencia de la obra. Como es habitual también en sus óperas, Verdi lleva, en más de una ocasión, las secciones del coro hasta los extremos de sus respectivas tesituras, y de esto se resintieron en algún que otro momento las sopranos incurriendo en ciertas estridencias en los pasajes más agudos. No obstante, al margen de este hecho puntual que, por tanto, no revistió mayor importancia, el conjunto coral mostró, según los requerimientos de la partitura, rotundidad, claridad expositiva (salvo algún momento un tanto confuso en la fuga del Sanctus) y ductilidad dinámica, completando así una actuación muy notable que no hace sino poner de manifiesto, asimismo, el buen trabajo de Simon Hasley y Esteve Nabona, a la sazón, directores respectivamente del Orfeó Català y del Cor Jove del Orfeó Català.

   En lo que atañe a la actuación de los solistas, lo cierto es que los resultados fueron más heterogéneos. Situados entre la orquesta y el coro, antes que nada, debe aducirse en su favor que los cuatro mostraron una sólida emisión de sus voces, algo nada desdeñable habida cuenta, en primer lugar, de la densidad orquestal y coral de la obra de Verdi, y en segundo lugar y más importante, de las dimensiones de la sala sinfónica de L’Auditori, en las que más de un reputado cantante ha “perecido”.

   La soprano Carmen Solís empezó la función un poco vacilante y desubicada. Sin embargo, a medida que la obra avanzó, la soprano extremeña se fue asentando, con una voz de timbre atractivo, homogéneo en todos los sentidos, carnoso y de gran expresividad. Una vez afianzada, Solís hizo gala de un gran sentido musical, con un fraseo cuidado, delicado e intenso según lo requiriera la partitura. Suyos fueron algunos de los momentos más vocalmente exquisitos del concierto, especialmente en la gran parte para la soprano, el “Libera me”.

   En la parte de mezzosoprano, Ana Ibarra mostró unos medios nada desdeñables, traducidos en una voz bien proyectada y de timbre cálido, si bien no rotundamente identificable como el de una mezzo, en lo que se delata el anterior desempeño como soprano de la cantante valenciana. De todos modos, Ibarra se mostró homogénea en todos los registros, firmando una actuación muy apreciable, aunque de menor intensidad que la de Carmen Solís, con quien ofreció una bella interpretación del “Agnus Dei”.

   La de Bruno Ribeiro fue, con diferencia, la actuación menos afortunada. Si bien el tenor portugués mostró una voz en absoluto endeble, notablemente sonora y con un timbre juvenil no desprovisto de atractivo, evidenció asimismo desde su primera intervención incomodidad manifiesta con la tesitura de la partitura verdiana. La parte del tenor en este Réquiem es más comprometida de lo que puede parecer a simple vista, con una tesitura que recala a menudo en la zona del pasaje de la voz. Una dificultad que Ribeiro hizo palpable especialmente, y como es lógico, en su gran momento solista, el “Ingemisco”, en el que el tenor luso se mostró a menudo corto de aire y rígido en el cambio de registro y en las ascensiones al agudo, que en alguna ocasión bordearon el grito. Asimismo, y a consecuencia de la mentada rigidez vocal, el tenor tendió a una afinación poco precisa o insuficiente, lo que empañó especialmente algunos números conjuntos con los demás solistas.

   Michele Pertusi era, a priori, el solista con más galones, y como tal ejerció. El bajo italiano, de larga y consolidada trayectoria, exhibió una autoridad señorial en todo momento. Fue un placer para el oído su voz rotunda de verdadero bajo-cantante verdiano, homogénea en todos los registros, toda vez que de emisión firme y fraseo esmerado. Su interpretación no fue jamás monocorde, sino que se amoldó con fidelidad al abanico expresivo de la partitura, cosa que quedó patente especialmente en un “Confutatis” impecable.

   Al término de este Réquiem de Verdi, estalló el público en una sonora ovación a sus artífices. Ovación merecida y premio, especialmente, a la feliz vitalidad de dos instituciones musicales barcelonesas tan importantes como la OBC y el Orfeó Català.

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