Por Pedro J. Lapeña Rey
Nueva York. 29/I/2016. David Geffen Hall. Temporada de abono de la Orquesta Filarmónica de Nueva York (NYPO). James Ehnes, violín. Director musical: Juanjo Mena. Concierto para violín y orquesta en re mayor, op. 61 de Ludwig van Beethoven; Sinfonía n° 6 en la mayor de Anton Bruckner.
Los caprichos del destino o la mera coincidencia van a provocar en los próximos 2 meses un auténtico desembarco de españoles en Nueva York. A nombres ya consagrados o al menos bastante conocidos por aquí como Plácido Domingo y Pablo Heras-Casado, se le van sumar otros que o bien debutan o casi, como Celso Albelo, Juan Jesús Rodríguez, Javier Perianes o Juanjo Mena. El pasado fin de semana fue éste último, actual director de la “BBC Philharmonic” de Manchester, quién se puso por segunda vez en su carrera al frente de la centuria neoyorkina obteniendo un más que merecido éxito.
La semana había sido movidita. Tras la nevada del fin de semana anterior que paralizó durante casi dos días la costa este norteamericana, el martes había pasado otro vendaval, musicalmente hablando, por la ciudad de los rascacielos. La Orquesta de Filadelfia, con su actual director Yannick Nézet-Séguin, habían tomado el Carnegie Hall con una versión imponente de la Sinfonía romántica del compositor de Ansfelden. Además, el miércoles 27, mientras orquesta, solista y director hacían el último ensayo de este concierto, se confirmó lo que era un secreto a voces. No se había podido convencer al candidato deseado, Esa-Pekka Salonen y la gerencia de la NYPO daba la noticia más esperada del último año en el mundo musical americano. La designación del holandés Jaap van Zweden como nuevo director titular de la orquesta a partir del 2018 como sustituto de Alan Gilbert. El tiempo dirá si esta decisión es acertada o no, pero al menos parece que va a servir para relajar la presión sobre el resto de directores de orquesta que se ponen al frente de sus atriles, ya que según buena parte de la prensa, todos podían ser candidatos.
Una curiosidad añadida es que durante la semana había recibido un par de llamadas para decirme que llegara con tiempo a la sala de conciertos ya que no habría “late seating” en la primera parte, es decir que si llegaba tarde, no podría entrar hasta la segunda. Los americanos cuidan todo.
Esa primera parte de la velada la ocupó el Concierto para violín de Beethoven. Poco se puede decir que no se haya dicho ya del mismo. Estrenada por Franz Clement con el compositor a la batuta el 23 de diciembre de 1806, es contemporánea de obras señeras como los cuartetos Rasumovsky y las sinfonías 4ª a 6ª. Es un Beethoven puro, donde la orquesta tiene una importancia capital y el solista necesita alcanzar un difícil equilibrio entre la pura técnica instrumental, una musicalidad exquisita y una fuerza expresiva fuera de lo común. El canadiense James Ehnestiene mucho de lo primero, algo menos de lo segundo, y poco de lo tercero. Y claro, aunque la ejecución fue de una claridad meridiana, un Beethoven sin garra ni fuerza, es poco Beethoven. Que lo más destacado fueran las dos cadenzas de Fritz Kreisler nos lleva a pensar que se encontró más a gusto solo que acompañado. El allegro inicial sonó cristalino, con un sonido bello pero pobre, blando y bastante rutinario. Subió la tensión en el larguetto tocado con más alma, pero al rondó final también le faltó intensidad. Respondió a los aplausos del público con un bis, el presto de la Sonata n°1 en Sol mayor de J. S. Bach, donde James Ehnes lució su depurada técnica. Orquesta y director por su parte, le acompañaron con calidez y pulso firme, aunque Mena tuvo que estar muchas veces al quite para que el sonido denso y bello de la orquesta no tapara a Ehnes.
Se ha visto habitualmente la Sexta sinfonía de Anton Brucknercomo una obra de transición entre sus grandes obras románticas del periodo 1875-1880 y la excelsa trilogía final. Tiene partes muy bellas, sonoridades muy interesantes y anticipa ritmos y estructuras de las sinfonías posteriores. Además el compositor lo tuvo más claro con esta sinfonía que con otras. La terminó en 1881 y nunca la revisó. Ya en el S. XX, la Sociedad Internacional Bruckner le dio su bendición, refrendada definitivamente en la edición de Leopold Nowak de 1952. Pero a pesar de sus virtudes, durante el siglo pasado, ha sido menos apreciada e interpretada que el resto de sus hermanas. A modo de ejemplo, el que suscribe, que a lo largo de los años ha asistido en vivo a 49 conciertos con sinfonías de Bruckner, solo la había escuchado una vez. Fue a Gennadi Rozhdestvenski con la Orquesta Philharmonia en el recordado Ciclo Bruckner que la Fundación Cajamadrid organizó en el Auditorio Nacional en 1994.
Juanjo Mena dibujó el maestoso inicial con buen pulso aunque algo más rápido de lo aconsejable en una sala con una acústica tan despiadada como la del David Geffen Hall (Avery Fisher Hall hasta este verano). El trazo algo grueso y el sonido contundente provocaron desajustes en los clímax, donde a los metales de la orquesta se les fue algo la mano. El adagio fue otro cantar desde el primer compás. Mena relajó algo los tempi, las cuerdas sonaron cálidas y deslumbrantes, y sobre todo los vientos, con mención especial para el oboe solista, dieron una clase magistral en el tema principal. El scherzo fue intenso y lírico. Volvieron los volúmenes altos pero aquí Mena, con un mayor control de tempi y dinámicas, sacó lo mejor de los profesores de la Filarmónica. El ländler central con la trompa y las maderas sobre los pizzicati de las cuerdas fue un momento mágico. El finale mantuvo el tono. Los metales estuvieron precisos. Los clímax, sin perder su contundencia, no se descontrolaron, y la coda final, perfectamente construida, llevada de menos a más, fue el digno colofón de esta gran interpretación. El público respondió con entusiasmo y a los profesores de la orquesta se les vio muy contentos con el resultado final.
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