¿Qué supone para un cantante, y no tanto a nivel vocal como sí a nivel emocional, enfrentarse a las partituras de Verdi, encarnar sus personajes?
Cuando uno comienza una carrera como cantante, todo le llega a pequeñas dosis, digamos, y en ese sentido se supone que Verdi no es lo primero que cantas, pero sin embargo sí fue así en mi caso. Verdi ha estado presente en mi carrera desde el principio. En los primeros años con pequeños papeles y poco después ya con papeles más importantes. Digo esto porque de alguna manera es un proceso que viene rodado y no te paras a pensar que supone cantar estos papeles de Verdi. Aunque más tarde te das cuenta de que eres un afortunado, de que es un lujo tener la ocasión de meterte en la piel de papeles como Rigoletto, Simon Boccanegra o Falstaff. Es también un encargo muy exigente, pero es maravilloso. No por casualidad Verdi es el compositor que más y mejor ha escrito para la voz de barítono.
Verdi, en la carrera de un barítono, no suele ser lo primero en llegar, sino que es un paso posterior, tras compromisos más líricos, generalmente. ¿Esto es así porque exige una madurez vocal determinada, por el enfoque dramático de sus papeles, o tiene que ver con el hecho de que muchos de sus personajes son figuras paternales y de autoridad que de algún modo reclaman una edad mayor?
Sí y no, porque a la hora de la verdad tienes que abordar estos papeles de padre y de soberano con treinta o treinta y pocos años, y a eso te acostumbras, es parte de este trabajo. Y a menudo tienes delante de ti a una soprano, que se supone que es tu hija, y que perfectamente puede tener tu misma edad. Son convenciones teatrales que se superan. Pero sí, hay en Verdi una vocalidad más dramática, en el caso de los barítonos, que exige un timbre determinado, un fraseo, un color. Es lo que se suele resumir aludiendo a que se tiene una voz verdiana. Sobre esta cuestión de la edad y la madurez, recuerdo una vez, en Viena, que coincidí con Giuseppe Taddei. Él hacía Il Tabarro y yo hacía Falstaff. Y Taddei me decía que en realidad deberíamos estar haciendo los papeles al revés, por nuestra diferencia de edad. Pero bueno, a la hora de la verdad, todos hacemos de todo tengamos la edad que tengamos. Y eso te permite, por ejemplo, en mi caso, hacer un Falstaff bastante distinto al final de mi carrera del que hacía al principio, porque tu experiencia vital y vocal te enriquece en muchos sentidos.
Mencionaba que sus orígenes fueron cantando como bajo, pero que cambió finalmente a la cuerda de barítono. ¿Nos puede contar una vez más cómo sucedió aquello, con la intervención de Montserrat Caballé y con Verdi muy presente?
Sí, exacto. Estábamos en Barcelona cantando Aida, en una producción histórica, con Plácido Domingo, Montserrat Caballé, Bianca Berini, Gian Piero Mastromei, y yo interpretaba el papel de El Rey. Y al término de una de las funciones, Montserrat habló conmigo y me dijo: "No quiero descentrarte ni ponerte problemas, pero me gustaría escucharte en mi casa cuando terminemos estas representaciones". Y así fue, acudí a su casa y con la intención de cantar "Ella giammai m´amo" de Felipe II en el Don Carlo de Verdi. Pero no, Montserrat me dijo que quería escucharme el "Di Provenza" de Germont en La Traviata. Le dije que nunca lo había cantado, que más o menos lo sabía de oído, pero poco más. Y no obstante lo canté, sin saber muy bien qué notas estaba cantando y acabé arriba, sobrado. Y al acabar, palabras textuales, me dijo Caballé: "Ya quisieran muchos barítonos tener estos agudos". Debo decir que volví a intentarlo una vez más después y ya no me salieron (risas). Pero aquel día fue muy importante para mi carrera. Fue sobre todo un día muy frustrante. Como una puñalada. Me llevé una gran decepción, porque tuve la sensación de haber estado perdiendo el tiempo durante cuatro años, estudiando como bajo. Pero al mismo tiempo fue una enorme suerte y el principio de toda mi carrera como barítono. Montserrat fue no sólo la que propició ese cambio, sino que me ayudó desde entonces, abriéndome puertas allí donde iba. Con su hermano Carlos, como agente, fuimos haciendo cosas importantes. Aida, por ejemplo, aquí en Zaragoza, donde canté mi primer Amonasro en el 76, también con Montserrat. Una Aida muy famosa, porque Caballé interrumpió su interpretación en el aria del tercer acto.
En efecto, como comenta, cantó usted en sus comienzos en Zaragoza, y lo hizo no pocas veces. Por lo que hemos podido averiguar, participó, con pequeños papeles, en los siguientes títulos: durante 1975, en un Andrea Chénier con Plácido Domingo y en 1976, con motivo de un festival extraordinario, por el bicentenario de la ciuda, en Aida, Adriana Lecouvreur, La Gioconda y Tosca, junto a grandes como Caballé, Aragall, Lavirgen, etc. Y desde entonces no ha vuelto a cantar en Zaragoza.
Exacto, hice varios pequeños papeles eso años. Incluso recuerdo un Chénier, no sé si sería este de Zaragoza, en el que hacía hasta tres pequeños comprimarios.
En el caso de Verdi estamos ante un compositor, dentro de la historia de la música, que supone una pieza clave para entender cómo la ópera italiana pasa y evoluciona desde Donizetti hasta el verismo, por resumir esa transición. Eso supone que en Verdi tenemos enormes diferencias entre obras que han salido de una misma pluma, como por ejemplo Nabucco y Falstaff. ¿Hace falta ser un cantante de raíces belcantistas muy ortodoxas para cantar Nabucco? Y en contraste, ¿hace falta mucha precaución para no descuidar el canto ante las exigencias y posibilidades teatrales de Falstaff?
No necesariamente, ni lo uno ni lo otro. En el fondo, hay unas bases del canto que son comunes. Y tanto Nabucco como Falstaff exigen dosis de legato y de teatralidad. Si es cierto que en mi caso en particular no me he llevado nunca demasiado bien con el belcanto, entendiendo aquí sobre todo el canto con coloratura, agilidades, etc. Más bien Rossini, Donizetti, etc. Mi voz siempre fue demasiado pesada para estos malabarismos vocales. Me sentía mucho más cómodo con el lenguaje de Verdi.
Hablábamos antes de Falstaff como uno de los papeles que marcaron un antes y un después en su trayectoria, con su debut en la Scala, en 1983, con la nueva producción de Strehler y Lorin Maazel en el foso. ¿Cómo fue aquella experiencia?
Fue algo agotador y muy exigente. Eran mis primeros años y pasé dos meses en Roma, con un maestro, estudiando la música durante el día. Y por la noche íbamos a casa del maestro Siciliani, el intendente de la Scala por aquellos años, el descubridor de Callas y tantos otros, un hombre extraordinario. Y Siciliani me daba mil indicaciones sobre el fraseo y el acento, la teatralidad, el uso de la voz grassa, que decía él. Hasta que un día, una de esas noches, tomó el teléfono, llamó al crítico de Il Corriere della Sera y le dijo: "Tenemos ya un Falstaff". Y me hizo cantar por teléfono el "Quando ero paggio". Fue una gran experiencia, me trataron como un hijo, en aquellos días, en sus casas. Y posteriormente me presenté al maestro Maazel en Nueva York y al maestro Strehler, para que éste viera mi físico y empezase a tomar ideas para el maquillaje, el vestuario, etc.
Es por tanto un papel al que tiene un especial cariño.
Buscando documentación para esta charla, localicé una entrevista que José Luis Téllez le hizo para la televisión en el descanso de la primera función de Un ballo in maschera, en la primera temporada del Teatro Real, en su reinauguración. Fue también un momento especial, imagino, poder tomar parte en esa primera temporada del teatro madrileño.
Sí, por supuesto. Como español me hacía ilusión formar parte de esas funciones. Tuve que pedir permiso al Metropolitan, porque me había comprometido con ellos para hacer Butterfly, y no tuvieron problema en dejarme libres esas fechas.
Aida es otro título al que ha dedicado decenas y decenas de representaciones. Es un título singularmente ligado a su carrera, hasta el punto de que con Aida comenzó su carrera y con Aida se despidió de los escenarios en el Liceo.
Así es, mis inicios con el coro del Liceo fueron con Aida, en el año 70. Una Aida con Ángeles Gulín y Pedro Lavirgen, si no recuerdo mal. Y todavía recuerdo mi sensación cuando se levantó el telón y me vi allí en medio de todo. Aunque estaba rodeado de gente y con toda la escenografía, me pareció que estaba completamente sólo ante el público. Fue una impresión. Aida me ha acompañado por muchos teatros y ha sido el último título que he interpretado en varios lugares, no sólo en el Liceo, también en el Metropolitan.
No demasiados cantantes optan por un retiro honroso, con las facultades todavía dignas. ¿No echa de menos ya los escenarios?
Bueno, mi retiro no ha sido total. Sigo participando en conciertos y galas benéficas, pero dejé ya las representaciones al uso, en grandes producciones, etc. Soy consciente de que es muy difícil retirarse de esta profesión, porque es algo más que un trabajo, es una vida. Y el escenario genera una cierta dependencia, también por los aplausos, por la reacción del público. Pero hay vida más allá de todo eso. Yo desde luego no me aburro. Estoy tremendamente feliz con mi vida estos días, con tiempo para mi familia y mis amigos, en mi casa de Ciudadela. A la vista tengo, como le decía, más conciertos benéficos, también seré jurado en el concurso de canto de Elena Obratzsova en San Petersburgo y en el Viñas. No me he retirado del todo, en este sentido, y siempre estoy dispuesto a hacer pequeñas cosas, como será el caso de mi colaboración en Butterfly, en mayo, en Menorca.
Durante todos estos años de trayectoria, seguramente tenía la referencia de intérpretes como Bastianini, Gobbi, Panerai, Taddei, y más tarde compartió los teatros con intérpretes de la generación de Cappuccilli, Macneil, Bruson y también voces como la Nucci, que sigue todavía en activo. ¿Cuáles han sido sus referentes en la cuerda baritonal, como oyente?
Como oyente, sin duda, comencé con la mirada fija en Christoff, Ghiaurov y Siepi como bajos sobresalientes y únicos. En la cuerda baritonal, Bastianini me fascinó desde el principio. Era mi referente. Siempre seguí los consejos de escuchar muchas versiones, sin afán de imitar, pero sí para buscar más matices, ver diferencias y enriquecer mi propia interpretación. Por ejemplo, es impresionante escuchar el Iago de Taddei y todas sus inflexiones. O por supuesto cualquier papel verdiano en la voz de Cappuccilli o Bruson. Con éste último, aparte de una buena amistad, he mantenido siempre una referencia a la hora de recibir buenos consejos.
Mencionaba a Muti. ¿Cuáles han sido los maestros verdianos por los que guarda un mayor aprecio?
Siempre he apreciado mucho tener a un maestro exigente y capaz de explicar el motivo de sus exigencias. Siempre he preferido un maestro que me corrija cien detalles a uno que se limite a asentir y marcar el tiempo. Con Santi, por ejemplo, ha sucedido lo primero, en un continuo contraste de pareceres. Y siempre con una justificación para cada comentario; es una enciclopedia viviente. Tengo también muy buen recuerdo de Giuseppe Patané. Hicimos varias producciones de Macbeth de las que tengo estupendo recuerdo. Muti, un verdiano incuestionable, me regaló incluso el manuscrito original fotocopiado del Falstaff, con motivo de la producción que hicimos con motivo del centenario, en el 93. Y cito a tres italianos con los que he podido trabajar mucho, pero no sería justo si no citase a alguien como Levine, con quien he estado tantas veces en el Metropolitan. Levine te deja cantar, respira contigo, te busca y te escucha como pocos. Realmente está a tu servicio como cantante y eso es muy importante para cantar con seguridad. Son maestros con los que se puede trabajar, con los que hay complicidad, que te miran desde el foso. Hay mucha diferencia entre trabajar con gente así y hacerlo con quienes te miran con gesto firme y autoritario desde el foso, como queriendo imponerse sí o sí.
Al principio comentábamos que uno de los papeles más sobresalientes del repertorio verdiano es el de Simon Boccanegra. ¿Cuándo lo debutó y qué significa para usted?
Lo debuté en el Teatro de la Zarzuela, hace ya muchos años, y lo canté después en varias producciones. Siempre he dicho que de un modo global, vocal y dramático, es el rol más completo de Verdi para barítono. Al menos es la obra que más amo y con la que más he disfrutado en escena. Lo tiene todo y te permite disponer toda una paleta de colores: desde el prólogo, con el joven Boccanegra, hasta el final, ya mayor, padre, con la muerte, pasando por la autoridad de la escena del Consejo. Es de una riqueza tremenda y todos esos matices se pueden construir sin caer en excesos, sin perder la colocación de la voz. Es fascinante. Para mí más grato de cantar que Rigoletto y Macbeth, como cantante, y en dura competencia con Falstaff, que tiene por supuesto un atractivo actoral innegable, porque te permite hacer voces, jugar en escena, es otro lenguaje.
¿Qué relación guarda a día de hoy con barítonos de su generación, década arriba o abajo, como Nucci o Bruson?
Con Bruson hemos sido buenos amigos, como le decía antes. Y el caso de Nucci es curioso, porque proviene en origen de la cuerda de tenor, al contrario que en mi caso, que pasé de bajo a barítono. De ahí esa facilidad para el registro agudo. Va sobrado en Rigoletto, claro, pero Verdi a veces requiere también otras cosas.
Tuvo la fortuna usted de compartir generación con una saga de espléndidos cantantes españoles: Domingo, Caballé, Carreras, Lavirgen, Aragall, Berganza, Lorengar, etc.
Poder estar entre el plantel de cantantes que inauguramos el Teatro de la Maestranza de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona fue un enorme motivo de honra y de satisfacción.
¿Hay algún rol verdiano que se arrepienta de no haber podido cantar?
No, la verdad es que no. Creo que he cantado todos los importantes: Macbeth, Boccanegra, Nabucco, Foscari, Ernani, Luisa Miller, Rigoletto... Estos días, organizando mis partituras, veía que lo he cantado prácticamente todo. No he cantado Attila ni Un giorno di regno, por ejemplo, pero sí he interpretado páginas menos frecuentes como Aroldo.
Habiendo subido tantas noches al escenario del Metropolitan, ¿a percibido diferentes reacciones en el público, a ambos lados del Atlántico?
Mi impresión es que sí, hay una gran diferencia. Siempre he dicho que el público americano va a disfrutar de una velada de ópera, mientras que el público latino, sobre todo el italiano, va con ganas de algo más, de ser parte del espectáculo, de criticar y de generar polémica incluso. Recuerdo perfectamente, en la Scala, escuchar a grupos de aficionados comentando que tenían que esperar a determinada soprano para abuchearla. Todo preparado en contra de esa soprano, tuviera o no su día, ya antes de que cantase. Todo lo contrario que el público americano, que viene a la ópera tras haber cenado fuera de casa, relajado, con ganas de disfrutar. Y por mucho que les hayan anunciado que van a ver a Pavarotti, si una vez en el teatro sale un responsable a avisar de que por indisposición cambian al tenor, les da más o menos igual. Aplauden también al sustituto y les parece todo fantástico. Es otra cultura completamente distinta.
¿Recuerda alguna situación de especial feeling con algún compañero de reparto?
Sí, he tenido la suerte de cantar con grandísimas sopranos y eso ha sucedido muchas veces. Pero le contaré otra anécdota, en sentido algo distinto (ríe). Recuerdo que hacíamos Tosca en el Metropolitan, con Eva Marton, y en el momento de la muerte de Scarpia, ella decía que yo le había golpeado y le había dislocado la mandibula. Pero su propio esposo, que es médico, se la ajustó (risas). Pasamos un par de años un poco tensos, hasta que volvimos a estar en contacto. Dudo que la golpease tan fuerte como para dislocarle la mandibula, pero bueno... son avatares de la escena.
Mirella Freni ha comentado siempre que no se vio nunca capaz de interpretar en escena a Madama Butterfly por la enorme aprensión que sentía ante el reto de vivir ese papel en directo. ¿Le ha sucedido algo semejante con algún papel, que le llegase a incomodar emocionalmente?
Sí, Mirella Freni decía eso y sin embargo es una Butterfly inolvidable. Yo mismo participé en su segunda grabación del papel, con Carreras y Sinopoli. La verdad es que no me he visto en una situación semejante. Incluso con óperas tan distintas como Il Tabarro o Gianni Schicchi, interpretadas una misma noche, no me sentía incómodo. Freni, por cierto, es una mujer adorable, dulce, generosa. Siempre fue una gozada cantar con ella. Maravillosa.
¿Cuál diría que ha sido la partitura de Verdi con la que más dificultades técnicas ha tenido?
No sabría responderle, porque Verdi es muy exigente siempre, si bien es quizá el compositor que mejor ha conocido la voz y todo lo que está escrito es sano y se puede cantar a base de técnica. Nabucco es tan complicado como Falstaff. Cada uno tiene sus particularidades, por tesitura, por expresión dramática, por color vocal.
¿Cree que la estética ocupa un lugar demasiado importante hoy en día en la ópera, en detrimento de las voces?
Seguramente. Le voy a poner un hecho del que yo mismo fui testigo. En el Metropolitan, su director, que es sin duda una persona muy capaz para su trabajo, dijo sin embargo a un director musical, refiriéndose a una joven soprano, en un concurso de nuevas voces, que escogiera a la más guapa, que no se preocupase por lo demás, que a la hora de cantar, ya aprendería (risas). Esto no es normal. No digo que sea la norma, ni siquiera en el caso del Met y su director. Pero esto es un caso paradigmático de cómo han cambiado algunas cosas.
¿Cuál ha sido su relación con la zarzuela?
He hecho bastantes cosas, aunque no haya sido el centro de mi carrera. En teatro hice ya cosas muy joven, pequeñas partes, en mis comienzos. Hice Maruxa, Don Gil de Alcalá, La Dolores, etc. Hice varias cosas en escena y también he grabado algunas como Luisa Fernanda, El barberillo de Lavapiés, Marina, El Gato Montés.
¿Qué papel ejercen los agentes y los llamados "clanes" de representanes en este mundo?
La figura del representante es muy importante en la carrera de un cantante de ópera, porque te abre puertas que de otro modo no se abrirían o tardarían mucho en llegar. Y los clanes existen en este mundo como en cualquier otro entorno profesional. Carlos Caballé me tomó como su representado desde muy temprano y recuerdo que mi padre, que tan sólo pudo verme en la Aida de aquí, en Zaragoza, se alegró tanto de un agente se fijase en mí que se ofreció incluso a hipotecar la pequeña casa que teníamos con tal de que no me separase de Carlos Caballé. Y lo cierto es que fue una suerte porque canté mucho con Montserrat en sus años grandes. A ellos les debo de un modo u otro un tanto por ciento importante de mi carrera.
Se habla mucho de crisis de voces en nuestros días, y se incide sobre todo en el caso de las voces verdianas. Sea esto así o no, lo cierto es que en sus días en activo era relativamente común encontrarse un reparto con gente como Cappuccilli, Ghiaurov, Freni o Cossotto. ¿A qué cree que se debe la desaparición progresiva de lo que llamamos voces verdianas? ¿Es un problema de estudio, de precipitación en la planificación de las carreras? ¿Hay una crisis general de voces o sólo afecta a Verdi?
Alguna crisis sí puede haber, porque yo recuerdo repartos, incluso en España, que eran increíbles. Recuerdo por ejemplo, en Bilbao, un Don Carlo con Carreras, Ricciarelli, Cossotto, Cappuccilli, Raimondi, Roni y yo hacía la parte de Il frate. Y también otro Don Carlo en Madrid, con Caballé, Sardinero, Aragalla, Petkov, Christoff. Éste llegó a Madrid una semana antes de los ensayos para pasearse todos los días por el Escorial e imbuirse del ambiente (risas). Esos tiempos pasaron. Es cierto que hoy en día muchas sopranos pasan en seguida de cantar pequeños papeles a cantar Traviata, Gilda, Lucia, etc., de forma sistemática. Pero yo mismo soy un ejemplo de que se puede cantar Verdi desde el principio. Taddei mismo me decía que yo cantaba Falstaff demasiado pronto. No es tanto una cuestión de que se cante Verdi demasiado pronto como sí una cuestión de ansia y precipitación en general. Hay demasiadas ganas de ir a más cuando a lo mejor las bases técnicas no son todo lo solventes que debieran. Quizá no haya maestros de canto como los de antes, no lo sé. Desde luego hay buenas voces hoy como ayer, pero algunas se echan a perder de una forma que da lástima. Recuerdo una frase de Plácido Domingo en Japón, cuando estábamos cantando Un ballo in maschera. Intervino el barítono que hacía de Silvano y nos giramos todos, porque tenía una voz extraordinaria. Dijo Plácido: "Esperemos verle en los teatros dentro de unos años". Y así fue, nada más se supo. Demasiados cantantes debutan, lo cantan todo en cinco o seis años, y luego decaen de golpe.
Compartir
Aviso: el comentario no será publicado hasta que no sea validado.