"... es el público el que debe hacer el “esfuerzo” de acercarse a la gran música, por contener ese esfuerzo, en sí mismo, esa parte irrenunciable, imprescindible de riqueza a la que me refiero".
Por Juan José Silguero
Nunca he escuchado nada sublime, ni nada que se le parezca, fuera de la música clásica.
Esta afirmación, que solo comprenderá quien se encuentre familiarizado con ella (con la otra ya lo estamos todos, nos guste o no) se basa y se fundamenta precisamente en su conocimiento, y se muestra, por añadidura, agradecida de su maravillosa existencia.
Los demás, como es lógico, solo podrán hablar desde la ignorancia.
El resto de música está muy bien, es divertida, especialmente en bodas, verbenas y así, pero no puede ni podrá compararse nunca con la música clásica.
Curiosamente (o no tanto), resulta que también es la música más difícil de hacer y de interpretar como todo el mundo sabe, y éste es uno de los motivos por los que los músicos clásicos profesionales no suelen malgastar sus valiosas energías haciendo payasadas sobre el escenario, por ejemplo, o (salvo algún caso aislado, casi siempre proveniente de Oriente) llamando la atención con su atuendo, entre otras mil frivolidades tan habituales en otros tipos de música.
No deja de llamar la atención cómo a día de hoy, cuando cabría suponer un cierto consenso respecto al tamaño artístico de casi cualquier creación –algo, no lo olvidemos, perfectamente medible y valorable en función de la riqueza de ciertos parámetros, como pueda ser, en el caso de la música, su entramado armónico, variedad tímbrica, imaginación melódica…–, parece más controvertido que nunca afirmar precisamente esto: que la música clásica, al igual que la literatura clásica, se encuentra a otro nivel, a un nivel muy superior. Y, aunque, de hecho, tengo la impresión de señalar una obviedad (“Classicus, en su origen, no significa otra cosa que “superior y digno de imitación”, perteneciente a una “clase” o estamento más elevado), puedo imaginar a más de uno enarcando las cejas y hasta indignado con mis palabras, una más de tantas paradojas cómo parece incluir estos tiempos modernos en los que la libertad de expresión ha desembocado por sí misma en una temerosa (cobarde más bien) y bastante incomprensible prudencia, que no es sino otra forma de hipocresía; lo cual, a su vez, ha propiciado, como no podía ser de otro modo, esa estéril y desmoralizante homogeneidad que la caracteriza.
Bien es cierto que siempre resulta posible (y útil) circunscribirse a un argumento sencillo, a la par que incontestable: la música clásica, al igual que cualquier clásico en realidad, es mejor, sencillamente, porque perdura, porque es inmortal, siendo el motivo por el que perdura (¿qué otro podría ser?) su incuestionable calidad. Así, allí donde uno escucha "Rembrandt", "Bach" o "Melville" puede estar seguro de encontrar tamaño artístico, trascendentalidad, calidad; y la vida resulta demasiado corta como para desdeñar las fuentes más fiables, aquellas en las que suele converger el juicio de los que han dedicado sus vidas a valorar el tamaño de las creaciones artísticas, nada menos.
Es en los clásicos, en suma, donde confluye la mayor cantidad de obras sublimes, y ésta es precisamente la causa por el que se terminan denominando como tal.
Sublime…
Cuando tenía quince años un menú Whopper me parecía una comida sublime… pero conozco gente de cierta edad a la que se lo sigue pareciendo. Resulta obvio que esta palabra no tiene el mismo significado para todos. Pero es que la sensibilidad no es innata, se va desarrollando, flexibilizando y puliendo con el tiempo. O todo lo contrario (y más frecuente): se cree hacerlo, mientras, en realidad, se embrutece cada vez más. Y es que el horizonte de cada uno, al igual que sucede al navegar, se va volviendo más ancho a medida que el navegante se aleja de tierra. Pero algunos que no hacen más que costear creen estar cruzando el océano, dando vueltas de forma interminable, como el ratoncito en su rueda…
Sublime…
La música clásica navega en mar abierto.
* * *
En tal caso, cabría preguntarse:
¿Y por qué motivo las indudables obras maestras, aquellas que ya gozan desde hace tantos años de ese consenso generalizado al que me refiero, continúan girando en la reducida esfera de la minoría?
Posible respuesta: porque la mayoría es perezosa. No quiere pensar.
Prefiere que se la entretenga.
Resulta que las grandes obras también requieren de grandes ojos, de grandes oídos; y allí donde la naturaleza no ha actuado lo suficiente ha de hacerlo la voluntad, y la paciencia, algo que no está al alcance de cualquiera, y cada día menos, asediados como nos encontramos a todas horas por la inmediatez y la futilidad de los medios modernos.
Pero lo realmente valioso nunca es rápido. Y menos aún inmediato.
Las últimas estadísticas se refieren a una media de nueve horas y media de estancia frente a las pantallitas… por día y por persona.
Nueve horas y media de rabiosa inmediatez.
En nueve horas y media da tiempo a conocer muchas cosas. En cambio, se conoce cada vez menos.
Por supuesto, la educación juega su parte esencial en todo esto. Porque torpedear la educación, como todo el mundo sabe que lleva años sucediendo en España, es torpedear la raíz del problema, y la consecuencia no puede ser otra que el borreguismo, cada día más patente, y cada día más generalizado.
Dicho sea de paso: se equivocan en las escuelas obligando a los alumnos a leer ciertos clásicos sin que estos posean aún un mínimo bagaje literario y vital. En la mayoría de los casos lo único que consiguen es predisponerlos en su contra para toda la vida. Lo mismo sucede con la música, y explica en tantos casos la aversión que ésta genera en aquellos cuyo acercamiento se redujo, en los institutos, a las cantigas de Alfonso X, o los cantos gregorianos. ¿Cómo pretenden fomentar el amor por la literatura obligando a chicos que apenas comienzan a leer a tragarse, a la fuerza, La Celestina, o El Quijote, por poner solo dos de los ejemplos más habituales? Ya en su día, Leonardo advertía: “Igual que la comida tomada sin apetito se torna indigesta, el estudio sin deseo gasta la memoria, por no retener las cosas ingeridas”. No conviene malgastarla inútilmente. A esto habría que añadir que el verdadero amor se gesta siempre desde el deseo, y nunca desde la imposición. No se puede forzar a una persona a “amar” una obra de arte, tal y como no se la puede forzar a amar a otra persona. El verdadero amor nunca se ordena. Solo se inspira.
Pero es que, además, el aprendizaje obtenido por propia convicción y mediante el esfuerzo invertido por voluntad propia no solo es más eficaz que cualquier otro –pues no existe un motor equiparable al del propio deseo–, sino que, también, es mucho más placentero.
El auténtico impulsor del aprendizaje, en definitiva, siempre ha sido y siempre será el amor: amor por el conocimiento. Y este amor es como cualquier otro: no admite órdenes. No puede ser nunca imperativo. Porque el amor es una flor salvaje y rebelde que no entiende de imposiciones.
Por lo general, las personas tendemos siempre a tratar de atesorar las posesiones… No nos basta con disfrutarlas un tiempo, sino que, también, queremos guardarlas en un cajón, echar la llave y proclamarnos sus dueños legítimos, como si fuéramos a vivir eternamente.
Pues bien: el amor, el más valioso de los tesoros, solo puede vivir en libertad. Si tratas de confinarlo en un espacio cerrado, se muere.
Y aún así, me digo, y por muy cómodo que resulte esto de culpar al gobierno de todo… lo cierto es que lo único que se requiere para conocer las obras de gran tamaño es sentarse a hacerlo, algo que, eso sí, exige cierto esfuerzo anímico e intelectual. Al fin y al cabo siempre pasa más o menos lo mismo: lo grande exige un esfuerzo mayor, un esfuerzo que se suele prolongar hasta más allá del “placer” inmediato y banal que habitualmente nos rodea, y con el que la inmensa mayoría parece conformarse…
Y me parece maravilloso.
Lo grande, lo sublime, no ha de encontrarse al alcance de cualquiera, sino solo de unos pocos. Requiere de una dedicación diferente, de un esfuerzo intelectual diferente, de una experiencia vital diferente. Su precio es mayor, en definitiva, como sucede siempre con lo que sencillamente es mejor. Y me parece perfecto que así sea; me parece justo.
Lo fugaz, lo efímero, es como los fuegos artificiales: vistosos, pero volátiles. No posee mayor valor que el del mero entretenimiento.
¿Por qué habrían de merecer sus perezosos consumidores el mismo botín que los otros?
En cambio, y por pura soberbia, la mayoría se encuentra habitualmente convencida de la indudable calidad de lo que consume.
Otros, en cambio, prefieren buscar algo más allá.
Que cada cual se alimente con lo que le dé la gana. Melendis y Fitipaldis los ha habido siempre. Te puede gustar lo malo, no pasa nada, tal y como puedes preferir una fanta a un buen Ribera del Duero. Una vez pasado el primer susto tampoco es para tanto. Pero llámeselo al menos por su verdadero nombre:
Producto de consumo temporal, de ínfima calidad.
La cultura de verdad, el arte de verdad, en efecto, no se halla al alcance de cualquiera.
Y así ha de ser.
* * *
Es en este momento y en este lugar donde aparecen los Rodhes, Lang Lang, Malikian y tantos otros, dedicados a recoger oro con el hipócrita objetivo de “acercar la gran música al público”. Pero resulta que es justo al revés: es el público el que debe hacer el “esfuerzo” de acercarse a la gran música, por contener ese esfuerzo, en sí mismo, esa parte irrenunciable, imprescindible de riqueza a la que me refiero.
En este sentido, el verdadero artista funciona siempre como “salvavidas” del público, en su noble propósito de elevarle a su altura.
Scriabin, Schönberg, Ligeti, son autores inmensos, que exigen una atención y una concentración absolutas; y ni siquiera esto garantiza su comprensión. Los más soberbios, aquellos que enseguida tildan de "malo" aquello que sencillamente no llegan a abarcar, los desechan enseguida. Y en general pasa lo mismo con todo. El gran público, en efecto, es conformista, le basta con lo que le entretiene.
Pero, ¿qué hay del crecimiento, del dar de sí la propia imaginación, de forzar la mente y la sensibilidad para que ésta se desarrolle? ¿Qué hay, en definitiva, de lo más importante?
El placer es perezoso. No es de extrañar que todos ellos escuchen, lean, piensen y sientan lo mismo hoy que dentro de treinta años.
“¡Sólo gozar! ¡Qué objetivo tan triste!”, se quejaba un joven Liszt, hace ya cerca de doscientos años.
Estas manifestaciones de suprema ignorancia resultan particularmente patentes en las exposiciones de arte moderno, por ejemplo, o en los conciertos y grabaciones de música contemporánea, donde tantos achacan su incomprensión a la indudable impostura del autor, y nunca a los inevitables designios de su propia estolidez. En la mayoría de los casos ni siquiera se detienen a considerar si a lo mejor –solo a lo mejor–, el consenso de reputados especialistas acerca del tamaño artístico de determinados autores no se debe sino a motivos de peso. Son los mismos que ya tildaron en su día de impostores a tantos grandes a los que ahora se refieren como los “indudables genios” en función de lo gruesa que sea su capa de moho, y lo bendecida que ésta se halle por críticos más o menos ecuánimes; los mismos, en definitiva, cuyo horizonte artístico e intelectual no variará en treinta, cuarenta años.
Todos ellos, sin excepción, se suelen felicitar ante su infalible capacidad de no dudar. Se muestran justo así: orgullosos de no dudar.
Pero resulta que el que realmente necesita crecer no hace otra cosa más que dudar, especialmente de sí mismo.
Que así sea. El hormigón también es necesario. Pero, como el futuro no se construye solo con certezas, serán solo unos pocos -como siempre pasa, como siempre ha pasado- los encargados de erigirse como sus arquitectos, desde la tan fútil como necesaria incomprensión de los que cargan al hombro los sacos de cemento.
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