Por Juan José Silguero
“Para alcanzar el éxito en todas las dificultades que nos esperan debemos tener ante todo el valor de reconocer que, al aparecer ante los espectadores, perdemos por completo la sensación de vida real. Lo olvidamos todo: el modo de caminar, estar sentados, comer, beber, dormir, conversar, mirar, escuchar; en una palabra, cómo actuamos interna y externamente en la vida. Todo esto tenemos que aprenderlo de un modo absolutamente nuevo en el escenario, lo mismo que un niño debe aprender a caminar, hablar, mirar, oír".
Konstantín Stanislavski
Como todos sabemos, el niño se encuentra en proceso de aprendizaje permanente. El hecho de que éste se dé en la calle, en un aula o sobre un escenario carece de toda importancia, pues no será sino la consciencia -o, en su caso, la carencia de ella- lo que determine finalmente la principal diferencia entre el desarrollo del adulto y del niño, con todos los beneficios y perjuicios que ello conlleva.
Y es que existen actividades (pocas, en realidad) en las que la falta de consciencia es virtud y ventaja... por ejemplo, el arte. También el reposo, por cierto. El sueño huye del durmiente ante el mero contacto con el pensamiento.
Lo mismo pasa con la inspiración.
Contemplad a los niños en sus juegos... no conoceréis una concentración igual. Veréis que, para ellos, no existe nada fuera de la actividad que les ocupa, ni les importa ninguna otra cosa. Son como el sabio del cuento: "Cuando come, come; cuando ríe, ríe; cuando duerme, duerme". Observad su intensidad... y admiradla. Porque esa concentración, esa intensidad, esa falta de consciencia recibe un nombre en el mundo de la interpretación: profesionalidad, y supone la envidia de cualquier artista que se presente ante un público.
Y es que el arte también es un juego, aunque un juego genial. Picasso solía decir: "Todos los niños son artistas. Lo difícil es seguirlo siendo al crecer". En efecto, ese prodigio de atención, entusiasmo e inconsciencia fluye en el niño con maravillosa naturalidad, desde su innata (y forzosa) predisposición para todo lo que es nuevo e inesperado.
Porque en realidad hay que estar loco para subir a un escenario y pretender pasarlo bien... por mucho que ello constituya una de las más importantes condiciones del artista. Es como las atracciones de la feria (¿y a qué niño no le gusta la feria?), no tiene demasiado sentido poner cuidado en ello. O como coger un monopatín y pretender deslizarse con prudencia…
La red más importante de todas -la psicológica- desaparece ante la mera comparecencia del miedo.
Sobre el escenario, la cordura se convierte en demencia.
Por otro lado, el escenario y la cámara tienen algo que siempre parece sacar de la persona lo más vulgar, y lo más ñoño, algo que se encuentra relacionado de algún modo con la autocompasión y el exhibicionismo. Poned a alguien frente a una cámara a que cuente una pena; no será capaz de contener las lágrimas. Es lo mismo que el niño cuando se hace daño y le mira la madre.
Pocos adultos son capaces de mantenerse impasibles ante la mirada del público.
En cambio, la tensión que ha soportar el artista sobre el escenario mientras demonios de todo tipo le gobiernan debe incluir, necesariamente, la capacidad de mantener la compostura.
Para el niño es fácil... aún cree en los demonios. Y hasta se encuentra bastante familiarizado con ellos. Pero el artista adulto ha de hacer frente a un enemigo mucho mayor que cualquiera de los imaginarios, y que convierte en falsa cualquier actividad artística:
El prejuicio.
(Dicho sea de paso, el sentimentalismo es una cosa muy fea. Su falso parecido con la pasión lo hace aún más odioso que la mentira. Su presencia, por fugaz que sea, parece incluir de pronto una especie de vergonzosa impostura que repele y que echa inmediatamente por tierra el más noble de los discursos. Es la antítesis de la nobleza de hecho, la tontería llevada al extremo, la vulgaridad confundida con la virtud.
Es mil veces preferible la simple mentira que la hipocresía hecha lírica).
La valoración intelectual del juego, en definitiva, destruye su parte más valiosa. Pero el niño comparece sobre el temible escenario con el mismo aire desenvuelto y aparentemente atolondrado que demuestra en sus juegos, y el adulto aún tiene la audacia de sonreír, con indulgencia, ante sus andanzas. Frente a él se encuentra un profesional, el mejor profesional de hecho, aquel que, aún sin saberlo, es capaz de enfrentarse al miedo con una deslumbrante sonrisa.
En escena, sobriedad y mesura son enemigos declarados.
Pero aún hay más.
Existe, durante la interpretación, un saber dejarse llevar, una especie de laxitud moral que es imposible fingir y que se muestra del todo incompatible con cualquier tipo de convencionalismo. El artista adulto, con mucho esfuerzo, trata de superar ese “formulismo”, o, mejor aún, desaprenderlo. Pero el niño, de nuevo, presenta esa ventaja sobre él: sencillamente no lo conoce. De este modo, el artista adulto se ve obligado a desenvolverse, como mínimo, en dos planos diferentes al mismo tiempo: uno en el que "hace", y otro en el que "observa lo que hace".
Pero el desdoblamiento es el refugio del débil… y del cobarde; y comparece ante el público como lo que de hecho es: una burda falsificación.
Es como en la pista de baile… unos se preocupan de su aspecto. Otros, simplemente, se dedican a bailar.
Más tarde el niño crece, y su actitud tiende a endurecerse. Pero, para entonces, ya ha podido disfrutar de largos años de aprendizaje.
El adolescente apagado, apático, autonegado, indolente como un bivalvo, sencillamente no sirve para la tarea artística, ni casi para la humana. No existe una contradicción mayor: la sangre corriendo fuerte por las venas solo para abastecer al espíritu octogenario. En cambio, y con repetida frecuencia, esos alumnos suelen brillar en sus institutos y en sus universidades, allí donde habitualmente destaca el que más tragaderas tiene.
Pero el verdadero artista no se caracteriza por sus tragaderas precisamente... ni tampoco gusta de perder el tiempo, o de pasar por los aros que se le señalan; entre otras cosas porque está demasiado entretenido imaginándolos. Todo eso no tiene aliciente para él, por carecer del elemento que realmente le interesa: su ideal.
En el mundo del arte, los mejores alumnos suelen ser los peores.
Pero aún existe, durante la formación del artista, un enemigo mayor. Son las expectativas.
Nueve de cada diez artistas que se presentan ante un público padecen esta "peculiaridad genética". Son todos aquellos que se precipitan hacia la luz, pero no para alumbrar a los demás, sino para brillar. Las expectativas suponen para el innato potencial con el que cada uno llega al mundo un obstáculo, un pesado lastre que es capaz de entorpecer, incluso de impedir el ilimitado vuelo del natural talento, que es siempre una incógnita. Ya sea en su forma más egocéntrica -y tan similar a la del amante, que, cuanto más se esfuerza por impresionar a su pareja, mayores suelen ser sus posibilidades de defraudarla-, como en la más ridícula todavía, esa que podríamos llamar de "miedo a las alturas", y que acontece cuando el artista comprende que lo está haciendo tan bien que lo que finalmente le hace fallar es su propio temor a la inminente caída.
En ambos casos, la poderosa voluntad del artista se puede convertir en el peor de sus enemigos, tal y como cuanto más voluntarioso se muestre el durmiente, menos logrará alcanzar su dulce cometido.
Pero todo esto, en verdad, no atañe más que a los estudiantes de música… a los novatos. El artista honesto se sitúa a otro nivel. Todas sus facultades se orientan hacia su cometido artístico, por lo que, sencillamente, no tiene tiempo para nada más. Devoción e intelecto se unen así en una misma dirección, conformando un ardiente río de lava que derrite y convierte en frívolo todo lo que atraviesa a su paso.
Ellos también parecen despistados... pero es por motivos diferentes. Les impulsa una ambición que se prolonga mucho más allá de su ego -esto es, más allá de lo que el público puede ver-, y que les hace ascender y descender con naturalidad entre abismos de sabiduría y sentimiento. También tiemblan, pero de vértigo; de exceso de conciencia. El espectador nunca se siente seguro en su presencia, ni aunque simplemente le pase las páginas. De hecho nadie se siente del todo tranquilo ante semejante fuerza de la naturaleza, comenzando por ellos mismos.
Sus ojos parecen comunes... su mirada ya no lo es. Es como contemplar la nada. Hay luz en ellos, pero no hay nadie en casa. Al menos nadie razonable.
En esos sublimes momentos, el papel del público resulta tan insignificante y anodino como el de los figurantes que rodean a los enamorados.
Pero todo esto solo lo percibe quien tiene ciertos rasgos en común... El oyente común, el oyente coherente, no se entera de nada.
Invariablemente, estos artistas revelan una concentración hermética, tipo rayo láser; la misma, en definitiva, que demuestra el niño durante sus juegos. Externamente, en cambio, solo parecen reflejar una extraña paradoja (al menos para el observador razonable): cuánta más responsabilidad tiene el concierto, más relajados parecen.
La tensión heroica tiene algo de psicopatía.
Uno retrocede instintivamente ante ellos, como lo haría ante una fiera. Hace bien. En realidad, así es.
Pero esa fiera no se nutre más que de su propia introspección; su voracidad solo es una amenaza para sí misma... Ser comido por uno mismo es terrible. Pero poco puede hacer para evitarlo.
Y es que todos disfrutamos de instantes de mayor o menor clarividencia… pero solo el artista es capaz de atraparlos, y ponerlos sobre un escenario. A cambio, pagará por ello un alto precio: la insatisfacción perpetua, la angustia de lo intuido pero nunca alcanzado, el paraíso entrevisto, el naufragio de lo inabarcable, y todo el nocivo e insalubre influjo del peor de los vicios.
Todos sus sentidos están implicados; toda su vida está ahí, al alcance de conciencias ajenas.
Nadie pone tanto en juego.
El oyente común poco puede hacer... salvo recoger el oro bruñido que se le ofrece, con infinito agradecimiento. Es el mismo que, hace tiempo ya, le hizo estrenar cada uno de sus días con infinita ilusión, con una ilusión que ya había olvidado.
El mismo, en definitiva, que se desprende y se refleja, rutilante, en la deslumbrante mirada de los niños.
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