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Opinión: 'La futilidad del musicólogo'. Por Juan José Silguero

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Autor: Codalario
25 de marzo de 2017

LA FUTILIDAD DEL MUSICÓLOGO

   Por Juan José Silguero
En rigor, el mundo de la música no guarda relación alguna de lógica con el resto de actividades humanas. Desde una perspectiva estrictamente primaria, se puede decir que carece de toda utilidad práctica; no resulta significativo –ni mucho menos vital– para ninguna de nuestras necesidades biológicas básicas, y, según la mayoría de expertos, ni siquiera posee la más mínima función adaptativa, lo que, de ser así, nos convertiría en la excepción de todo el reino animal.

   No hay razón fehaciente alguna, en suma, que justifique su necesidad en la vida del ser humano.

   Su representación tampoco se sustenta en los medios inteligibles, habituales en otras artes –imágenes, palabras–, y se manifiesta siempre en el inasible mundo de lo inverosímil, ese cuya existencia ni siquiera es posible probar.

   Pero resulta que, por algún incomprensible motivo, lo bello es para el ser humano tan importante como lo práctico… o todavía más.

Repito: por algún motivo incomprensible.

   Por todo esto y mucho más, la música se considera el arte más abstracto de todos; pero también es el más urgente. Pues ningún otro posee su capacidad sugestiva, capaz de trasladar al oyente, como por arte de magia, a un estado anímico concreto, un estado que la intuición, y no la razón, consigue descifrar.

   Ese es, posiblemente, el mayor milagro de la música.

   Y lo hace sin filtros ni indicios, sin imágenes ni palabras como ya he dicho, recreando, reencarnando más bien en cada oyente una impresión nítida e indeleble, y “materializando” así una de sus más incomprensibles paradojas: lo abstracto recreando lo concreto.

   Pero la música se considera también como ciencia además de como arte… Y la palabra clave de la ciencia, aquella que se suele emplear como santo y seña de cualquier investigación seria, de cualquier investigación válida de hecho –lo irrefutable–, parece carecer de todo sentido aplicada a la música. Digo “carecer de sentido”, pero no digo “inexistencia”. Pues, en efecto, en la música, lo irrefutable también acontece (aunque los artistas prefieren llamarlo “la verdad artística”). Surge de pronto, inesperadamente, y, al igual que en la ciencia, tras largas investigaciones e innumerables horas de trabajo, como un fogonazo que iluminase súbitamente todas aquellas regiones de la conciencia que, hasta entonces, permanecían sumergidas en una tenebrosa oscuridad.

   Es lo fascinante.

   Es lo milagroso.

   Y cuando acontece, todos sus implicados –músicos y público– solo sienten agradecimiento ante su inefable existencia. La magia ha vuelto a producirse.

   La certeza está ahí, casi al alcance de la mano.

   Bien sabemos que pronto se irá… como se va todo lo que desciende del cielo. Pero, por el momento, podemos disfrutarlo. Y nos dedicamos a hacerlo, aspirando con fuerza, con el pecho inflamado, y lágrimas en los ojos.

   Es lo irrefutable.

   Es la verdad del arte.

   Y sin embargo… cuando, en efecto, creemos haber contemplado lo incomparable; cuando creemos haber presenciado la única forma válida de interpretar tal o cual obra; cuando nos convencemos, aún estremecidos, de haber asistido a la extraordinaria y singular comparecencia de la verdad artística, única e indivisible, aparece otro artista y nos muestra algo que debería ser imposible: otra forma irrefutable de hacer exactamente lo mismo, que contradice la anterior, y que, no obstante, resulta igual de verdadera.

¿Cómo se entiende, cómo se aferra algo así?

   No se puede.

   Y ahí es donde radica la mayor parte de su misteriosa belleza.

   Ante tan incomprensible misterio la ciencia finalmente cede, la lógica se agota, la elocuente razón calla y se apaga, encendiéndose, a cambio, la abrasadora llama de lo prodigioso, de lo fascinante.

   Así es, y así ha sido siempre, y por eso el arte es la actividad suprema del hombre. El artista es la referencia, el faro, aquel que sostiene la llama para los demás, con denodado esfuerzo, alumbrando con su linterna mágica el sendero por el que avanzamos todos. Su inocente descaro, su incomprensible, insolente desprecio hacia las leyes establecidas es, de hecho, su mayor aval, y el lugar en el que reside la mayor parte de su inconmensurable poder. Y desconcierta al científico. Pero también es lo que precisamente le permite acceder a todo aquello que más o menos todos intuimos, pero que no podemos ver habitualmente, elevándolo, precipitándolo más bien, mediante la incontenible fuerza de su fe, hacia las vertiginosas cimas del arte.

   El artista es consecuencia de una inmadurez sublime.

   Igualmente… se admite, claro está, que la ciencia pueda ser de cierta utilidad para el mundo del arte, en momentos muy puntuales…

   Aunque solo sea por si se rompe la linterna.

*   *   *

   “Lo único que no puede ver el artista es lo obvio. Lo único que puede ver el público es lo obvio. La consecuencia es la crítica que practica el periodista”.

   La cita es de Óscar Wilde, y establece con precisión la función principal del periodista (o crítico), como nexo de unión entre el artista, la obra de arte y el público.

   Más o menos desde siempre, público y artistas se han cuestionado la necesidad de ese nexo. Su simple existencia parece incluir un menosprecio a la capacidad del espectador, como si éste no fuese capaz de valorar por sí mismo el tamaño de las obras y de sus protagonistas, y necesitase de su entendido criterio para hacerlo. Esta situación resulta aún más patente en el terreno de la música, donde la lógica falta de formación de la mayoría de melómanos y la aparente complejidad de las leyes que rigen el fenómeno musical parecen presionar tanto (acomplejar más bien) como para justificar su existencia sobradamente. De este modo, el crítico posee un poder extraordinario, insólito, concedido por esa ciega confianza que sus lectores depositan en él. El público lee con atención sus reseñas en los periódicos y en las revistas especializadas, escucha sus análisis y sus críticas por la radio y, en menor medida (sobre todo en España), por televisión, se deja guiar por sus recomendaciones discográficas, confía, en definitiva, en su supuestamente entendido criterio, y cree finalmente entender de música por ese mismo motivo.

   Pero eso es precisamente lo más contradictorio de todo: también son raros los críticos musicales que poseen auténticos conocimientos musicales… Y lo que esta absurda situación provoca es que el conocimiento sobre la materia musical sea, en efecto, más críptico y reducido cada día que pasa, materializando a la perfección la proverbial pescadilla que se muerde la cola.

   Resulta una obviedad señalar que el artista se sitúa por encima del crítico musical (tal y como el compositor se sitúa por encima del intérprete, y aquel, a su vez, por debajo de su propia obra). Esta superioridad del artista sobre el crítico se pone de manifiesto por sí sola: todo lo que hace el artista le interesa al crítico.

   Lo que hace el crítico, en cambio, le interesa a todo el mundo, menos al artista.

   En cambio, el poder del crítico es mucho mayor, capaz, de hecho, de encumbrar o destruir la carrera del artista.

   (El caso del genio es absolutamente diferente; por adversas que sean las circunstancias –la oposición familiar, las dificultades económicas, o, por supuesto, la hostilidad de la crítica–, el artista de genio se suele abrir camino por sí mismo casi siempre, como la incontenible fuerza de la naturaleza que, de hecho, es).

   En este punto, la Musicología se define como el estudio científico de la teoría y la historia de la música. Pero resulta que sus herramientas diseccionadoras habituales –análisis, palabras– carecen de capacidad para penetrar en los misterios de la creación artística con un mínimo de fiabilidad. Por un motivo sencillo: la obra de arte no tolera el bisturí, y menos aún en manos de aquellos que carecen de capacidad de usarlo para crear, en lugar de para abrir e inspeccionar.

   Tampoco lo tolera “técnicamente” por cierto, pues la técnica del artista honesto se encuentra indisolublemente unida a su sentido musical. Su aparente “utilitarismo” no es sino probidad.

   ¿Y cómo actúa el musicólogo ante todo esto? Decide obviarlo, y presentar a cambio su estudio, su impecable, irrefutable estudio de sumas y restas.

   Pero resulta que el artista suele ser más bien parco en palabras… y que, cuando suma, dos más dos rara vez le da cuatro. Y no se trata de que se equivoque en la suma; sino de que emplea otro sistema numérico, su propio sistema numérico.

   Para el artista, dos más dos puede sumar cualquier cosa; “silla”, por ejemplo.

   Y es que algunas cosas (pocas, en realidad) no son del dominio de la palabra, ni tampoco de la inteligencia, ni deben serlo. El amor, por ejemplo. Hay un recato espiritual en el mundo de arte, como hay un recato físico. Hay aspectos que el dedo no debe señalar, entre otras cosas porque no atañe a los sentidos de carne; pero, también, porque el mismo dedo que señala y que enjuicia termina por ocultar lo más valioso, lo más importante: aquello que vive entre la prodigiosa existencia de la obra de arte y el público.

   En el inefable lenguaje de la música, conocer significa sentir, y esto no se mide ni se aferra con palabras. Tampoco con números, por cierto. De hecho, no se mide ni se aferra con nada.

   Pero, para incomprensión de todos (particularmente del científico del arte), de pronto aparece una figura armada con la herramienta en principio menos fiable de todas –su rutilante, inabarcable intuición– y pone sobre el escenario algo insólito, algo incomprensible, algo imposible.

   Es el artista.

   Señores del bisturí, un poquito de respeto.

   Quizás no sea posible saber o pensar más allá de las palabras… pero sí que es posible sentir.

   En tal caso, es obvio que se requieren herramientas muy diferentes.

   “Sentir y pensar, considerándolo bien, son como el ciego que guía al cojo” decía Grillparzer.

   Y tenía razón.

*   *   *

   “Así, la demencia del hombre es la cordura del cielo. Y al alejarse de la razón mortal, el hombre llega al fin a ese pensamiento celeste que es, para la razón, absurdo y delirante; y en la dicha o la desgracia, se siente tan resuelto e indiferente como Dios”.

   La cita es ahora de Melville, y establece con precisión la frontera entre el mundo ordinario y el mundo artístico. Ese “pensamiento celeste” es lo sublime: el último sello del arte. Y su vuelo es ilimitado. El pensamiento ordinario, en cambio, no lo es, y tiene como embajador la palabra. De hecho es el enemigo declarado de la música, tal y como lo es del sueño. Pues la esencia íntima, secreta de la música reacciona a su contacto exactamente igual que reacciona el sueño al tratar de introducir el pensamiento en él, para consternación del durmiente: desintegrándose, esfumándose como si fuera humo.

   Y ninguna descripción de un sueño es capaz de transmitir  la sensación de un sueño.

   No deja de ser curioso. La música se “materializa” mediante el uso de un lenguaje que trata de ser lo más preciso posible; pero su resultado es pura abstracción. En cambio, las anodinas, incoloras palabras se emplean en principio de un modo muy libre –hay muchas formas diferentes de decir lo mismo–, pero su objetivo final no es otro que el de aferrar, encapsular la idea del modo más preciso posible.

   Pues bien, el juicio musical pretende aferrar al uno con los medios del otro, lo que no solo es imposible, sino también absurdo. Y el resultado final, como es de esperar, solo puede ser frustrante. Pero, además, el mero intento de tratar de mostrar lo sublime con palabras tiene algo de indecoroso, de aberrante más bien, que repele, al menos para el que realmente cree en el arte; como de manosear algo sagrado, como si cada palabra fuese una grosería, una abominación…

   Ya no se trata, como tantas veces se ha dicho, de que su  actividad se asemeje al hecho de describir una deliciosa comida, algo que nunca puede saciar. Sino que, aplicada a un arte tan noble, también parece mancillarlo de algún modo.

   Se admite (como salida de socorro), la labor reconstructiva, investigadora y clasificadora de la figura del musicólogo, en determinados casos… Pero, aún así, cabría preguntarse: ¿Y qué labor de investigación es esa que estudia, analiza y hasta decreta haciendo uso de medios tan fútiles? ¿Qué tipo de ciencia se sustenta en la aproximación? El artista, en principio la figura más autorizada para hacerlo, desdeña su labor, por entender que ésta carece de validez, y que nada fiable puede establecerse en el mundo de la música sosteniendo herramientas tan poco apropiadas.

   Y tiene razón.

   ¿Cómo es posible que una carrera que centra su investigación en la música no exija una competencia instrumental? Un estudioso de la música que no ha tocado un instrumento en su vida no solo es un contrasentido; también es una lacra. Porque esa persona enseñará, escribirá y hablará sobre música. El criterio del público se guiará y se forjará a través del suyo, a través de las revistas especializadas, las contraportadas de los discos, los programas de mano, la radio, la televisión. La reputación del artista, nada menos, se gestará a través de su teclado (de ordenador). Seleccionará, digitará y publicará partituras que después tocarán los alumnos en los conservatorios, sin haber tenido que enfrentarse jamás a sus problemas técnicos e idiomáticos frente al instrumento. Su influencia y sus consecuencias en el mundo de la música son enormes. Pero resulta que no ha hecho música en su vida. Solo conoce la teoría de una actividad eminentemente práctica.

   Es inadmisible.

   Pero se admite. Y sus profesionales salen todos los años por decenas de nuestras universidades.

   La única forma lógica, honesta y hasta moral de entender y de hablar sobre música es con música.

   La música no necesita otro tipo de explicaciones. Se explica por sí sola.

   La crítica sobra.

   Tanto como sobra este artículo.

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