Por Juan José Silguero
Suena entre todos los sonidos,
en el confuso sueño del mundo,
un suave sonido que se prolonga
para quien escucha en secreto
Friedrich Schlegel
Existe un curioso y extendido malentendido interpretativo en función del cual suelen ser celebrados ciertos aspectos inherentes a la actividad musical que no sólo no revisten importancia alguna, sino que, de hecho, son capaces de falsear la propia recreación artística y alejarla completamente del mismo ideal interpretativo, que no puede ser otro que la representación fiel y veraz de la obra artística.
Resulta obvio señalar (o debería) que el intérprete musical no es más que un medio, un mero conducto encargado de establecer un contacto entre el autor de la obra y el propio oyente, por lo que, en un principio, parecería lógico suponer que la personalidad o idiosincrasia de ese conducto carece de la menor importancia. En cambio, y con insistente frecuencia, es elogiado por la crítica (y, consecuentemente, por el gran público) aquel artista que resulta más personal e identificable que otros, ya sea por su sonido, su fraseo o su estilo, así como por sus simples caprichos interpretativos; aquel que resulta inmediatamente reconocible de un modo independiente a la obra que toca, sea por su particular encanto o su simple extravagancia, “interferencias” que, de hecho, llegan a convertirse en el centro de atención de su supuesta actividad interpretativa, materializando así una suerte de oxímoron musical perfecto.
Tal es el contrasentido: el intérprete musical –por definición, el medio– es tomado de este modo por ese otro que “pone mucho de sí mismo”, que es dueño de una poderosa e influyente personalidad y de un estilo interpretativo tan sólo fiel a sí mismo.
Luego están los clichés.
Cuando el artista no necesita lo que está haciendo, cuando no habita en él una integridad interna que justifique cada uno de sus actos, cuando su entrega no es total, y su actividad se rige antes por lo efectivo que por lo auténtico, todas sus acciones sobre el escenario resultan vacías, ampulosas y hasta absurdas, por no revelar nada orgánico ni esencial, sino tan solo accesorio. Ese vacío escénico, como cualquier actor mediocre sabe, se cubre y se disimula con unos plagios interpretativos (elaborados previamente en laboratorios ajenos) que se da en llamar “clichés”, y que no son más que una serie de patrones establecidos en su momento por los grandes artistas del pasado.
Los clichés y el arte verdadero son incompatibles. Lo uno destruye lo otro, necesariamente.
Pues bien, el artista actual antes se romperá una pierna que se saltará un cliché establecido, consolidado y asumido ya por todo el mundo, independientemente de que no habite en él verdad alguna, ni pasión, ni ideas propias, sino tan solo deshonesta imitación, o, peor todavía, parodia.
Todo esto es consecuencia de un hecho concreto: a día de hoy imperan los profesionales, y no los artistas. O, dicho más claramente aún, los malos profesionales. Los críticos musicales han hecho bien su torpe y miope trabajo diseccionador, aunque justo sería añadir que no son los únicos responsables. Hace ya muchos años, por ejemplo, que los concursos de música no los ganan los más grandes artistas, sino los mejores instrumentistas. Y la diferencia es abismal. También aquellos que tocan más pulcro, por cierto, y que precisamente reproducen mejor que otros todos esos clichés interpretativos a los que me refiero.
No deja de ser curioso: antiguamente, los “fallos” apenas eran tenidos en cuenta. Se consideraba incluso de mal gusto señalarlos, especialmente en aquellos casos en los que la evidencia artística resultaba aplastante. Los deslices de dedos eran contemplados como lo que de hecho son: insignificancias banales, y, tanto el gran público como los propios artistas, tendían a desdeñarlos. Ni siquiera eran tenidos demasiado en consideración en los estudios de grabación, tal y como revelan los numerosos registros sonoros, y la premisa, en definitiva, parecía estar clara para todo el mundo:
“¿Qué importancia tiene rozar alguna nota si el oyente termina aturdido, conmocionado, incluso indignado?”
A día de hoy el panorama ha cambiado mucho. El intérprete no arriesga jamás, porque sabe a lo que se expone, y el público tampoco lo espera. De hecho, ya no se acude al auditorio, como antiguamente, por un motivo emocionante o trascendente, con el propósito de enfrentarse (esa es la palabra) con una fuerza de la naturaleza, con esa figura para la que vivir significa convertir en luz y en fuego cuanto le rodea… Sino que la aspiración del oyente medio es mucho menos ambiciosa: acude a divertirse, a entretenerse. Su propósito es esencialmente lúdico, y, si algo echa en falta, quizás sean las palomitas (los caramelos no suelen faltar). Tampoco se indigna nadie ya, por cierto, salvo que se termine el cava en el descanso o así, ni se aguarda al artista al final del concierto (excepto algún ocasional puñado de idealistas, de vez en cuando), aunque solo sea para comprobar que es de carne y hueso… No. Más bien, el público se suele dedicar a aplaudir de forma compulsiva (independientemente de cómo haya tocado el “artista”), para recoger así su miserable ración de propinas. Y se va prontito a casa, antes de que empiece el Sálvame...
Apenas exagero.
Los concursos los ganan músicos cada vez más jóvenes, y, de ese modo, el posible artista se hunde y se echa a perder, pronto, en el fango de la lisonja y el elogio. Siempre tiene más fuerza lo agradable, aquello que se desea oír. Pero un artista que no arriesga, un artista prudente es tan contradictorio e imposible como un lazarillo ciego…
La misión del artista es grandiosa y penosa al mismo tiempo, y siempre lo ha sido. Bernard Shaw decía que las personas razonables se adaptan al mundo, mientras que las insensatas, aquellas de las que precisamente depende el progreso, hacen que el mundo se adapte a él.
¿Y quién hay más insensato que el artista?
Pero el artista del momento, el artista reputado y consolidado, aquel que toca las mismas obras de siempre exactamente igual que siempre, poco tiene de insensato. Y, por supuesto, jamás se pone en peligro. Kissin toca “sus” Estudios Trascendentales exactamente igual que hace veinte años, hasta sus más “espontáneos” matices, hasta sus más leves inflexiones tímbricas, tanto como Zimerman interpreta de forma idéntica “sus” famosas baladas.
Pero la vida no se detiene; siempre avanza en un sentido o en otro. Y la obra musical también está viva. Encerrarla y amortajarla en el interior de un compartimento estanco, bien cubierta de formol para impedir su descomposición, es antinatural, y no es propio de artistas. También revela inseguridad, por cierto, y un sentimiento vagamente patético, como el Don Juan venido a menos mostrando sus fotos y su pelazo de joven…
El verdadero cometido del artista honesto tampoco ha variado tanto. Continúa siendo esencialmente el de elevar al público a su propio nivel, o, al menos, intentarlo, y no el de agacharse a satisfacer las miserables exigencias de un público y una crítica cada vez más consentida e intransigente, y, ya de paso, recoger las monedas del suelo.
La civilización arrastra a los artistas… y éstos, a su vez, se dejan arrastrar, seducidos por el elogio, el aplauso, y, por supuesto, el mejor contrato.
Pero esa no es la función del artista.
¿Dónde están, dónde se encuentran, pues, los verdaderos artistas?
Andan por ahí, poseídos por la belleza, como lo están siempre, o en las galeras de sus cuartos de estudio; y hasta tocan de vez en cuando en público. Pero la crítica no habla de ellos, y, por lo tanto, nadie los conoce. Alguna vez uno los escucha, con un nudo en la garganta a prueba de caramelos. Pero poco importa. Más tarde, cuando piense en ello con más tranquilidad, se convencerá de que lo que pasó fue simplemente que le cogió un poco sensible aquel día. En caso contrario, ¿cómo se explicaría que nadie sepa, que nadie hable, que nadie escriba sobre ese artista? ¿Cómo se explicaría que estuvieran escuchándole, como estaban, quince o veinte personas contadas?
“No tiene lógica”, pensaría.
Y tendría razón.
Pero resulta que el mundo del arte no se rige por la lógica… ni lo ha hecho nunca. Y que el consenso tampoco significa demasiado, como decía Borges.
Podría tratarse del consenso del error.
Lo mismo da; en el “otro mundo”, allí donde habita el que escribe, el que decreta y, sobre todo, el que paga, la lógica sí que tiene sentido. De hecho, tiene todo el sentido.
Y ese es el que cuenta.
El responsable de esta situación no es el público, sino el artista impostor, y aquellos que lo promueven. El culpable nunca es el que no puede ver, sino el que, pudiendo hacerlo, no disipa las sombras.
Tampoco el artista honesto debe rehuir su parte de responsabilidad, por cierto… sino que, en esta sociedad ruidosa y bulliciosa, ha ser capaz de encontrar su espacio, tal y como siempre ha hecho.
Pero resulta difícil hacerlo, cuando ya nadie le pone sobre el escenario.
Difícil… cuando, por más que siga siendo la llama, ya nadie acude a calentarse a ella.
Foto: Sheila Rock, IMG
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