Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 3-XI-2020, Auditorio Nacional. Concierto extradordinario en beneficio de las becas cuerda-piano-canto de Juventudes Musicales de Madrid. Juan Diego Flórez, tenor. Vincenzo Scalera, piano. Obras de Ludwig van Beethoven, Felix Mendelssohn, Richard Strauss, Gioachino Rossini, Vincenzo Bellini, Giuseppe Verdi, Jules Massenet, Charles Gounod, Giacomo Puccini, Cesare Andrea Bixio, Tomás Méndez, Carlos Gardel y Gaetano Donizetti.
Desde su debut oficial en Madrid el día 23 junio de 2004 en el mismo recinto en que se celebró el evento que aquí se comenta -previamente había actuado en un recital privado en el Teatro Real- el idilio entre el público de la capital y el tenor Juan Diego Flórez ha sido continuado y progresivo, aunque se ha basado principalmente en recitales, pues en el coliseo operístico de la ciudad, el Teatro Real, sólo ha intervenido en una producción operística –El Barbero de Sevilla en 2005- junto a algunas óperas interpretadas en concierto y diversos recitales.
Dos años antes de ese debut madrileño, en el que estuve presente, escuché por primera vez a Flórez en el Teatro Rosalía de Castro de La Coruña y recuerdo que escribí a mis amigos operísticos un mensaje de móvil que rezaba «Habemus tenor». Efectivamente, el timbre liberado, la limpieza de la emisión, la nitidez de la articulación, la flexibilidad, el legato y el dominio de la agilidad, así como la franqueza y frescura de la expresión, compensaban la justeza del volumen y encumbraban un tenor ligero de raiz netamente belcantista para muchos años. Y así fue, Flórez se integró inmediatamente -como tenor contraltino- en el ya consolidado Renacimiento rossiniano comandado por el Festival de Pesaro, fue añadiendo papeles, siempre dentro del belcanto romántico y está a punto de cumplir 25 años de carrera –lo que no es algo habitual, ni mucho menos, en lírica actual-, ya plenamente dedicado a personajes de primo tenore romántico, incluidas incursiones verdianas y, últimamente, abundante Opera lyrique francesa.
Ciertamente es complicado mantener el estatus y popularidad de divo sólo con el repertorio especializado Rossiniano, aunque se añada La sonnambula, La Fille du regiment, Orfeo y Eurídice en su versión para Haute-contre o L’elisir d’amore. En cierta ocasión Pavarotti aseveró, que para ser tenor divo había que cantar Aida, Pagliacci y Andrea Chénier. Esperamos que Flórez no llegue a semejantes temeridades, pero sí hay que subrayar que, a pesar de sus intentos por adaptar una emisión construida y posicionada en origen hacia el agudo, el centro no ha ganado apenas anchura y cuerpo para la mayoría de los papeles que está abordando y a cambio, su registro agudo ha perdido desahogo, así como cierta punta, brillo y expansión, lo que disimulaba, en cierto modo, la falta de caudal.
Con presencia de la Reina Emérita Doña Sofía –muy aplaudida por el público a su entrada en la sala-, lo que provocó que al estricto protocolo anti-covid se añadieran las correspondientes medidas de seguridad con presencia de policía, guardaespaldas y arcos de acceso, comenzó el recital con dos canciones de Ludwig Beethoven y otras dos de Richard Strauss, que asumieron, más bien, una función de calentamiento vocal –además de cumplir con el aniversario Beethoveniano- que una incipiente vocación por parte del tenor peruano de dedicarse al mundo del Lied. A destacar la bella Adelaide op. 46 compuesta por el genio de Bonn sobre un poema de Friedrich von Mathisson, delineada con gusto y apropiado lirismo por Flórez, si bien el timbre aún sonó un tanto apagado. En el apartado Richard Strauss, donde quedó en evidencia la falta de amplitud y de volumen del tenor peruano, pudieron escucharse dos de las canciones del conjunto de cuatro que forman el Opus 27. En primer lugar la nº 3, Heimliche Aufforderung (Invitación secreta), que dio paso a la nº 3, la sublime Cäcilie (Cecilia), sobre poema de Heinrich Hart, en la que Flórez expuso con cierta efusión lírica la declaración de amor, aunque no pareció encontrarse cómodo en la espinosa escala final hacia el agudo.
Los primeros bravos de la noche llegaron, cómo no, con Rossini, músico talismán del tenor peruano, el que le ha abierto las puertas de la historia y al que no quiere renunciar, lógicamente. Después de una magnífica introducción pianística por parte del avezado Vincenzo Scalera, Flórez interpretó la escena de Giocondo de la ópera La pietra del paragone estrenada en el Teatro alla Scala de Milán en 1812. Ya en el recitativo «Oh come il fosco» pudieron apreciarse la limpieza de la articulación y total dominio de la prosodia italiana, así como el impecable canto legato en el Aria «Quell’alme pupille» junto a la brillantez de una agilidad que mantiene su alto nivel.
Mucho se ha escrito y debatido sobre el papel de Pollione, tenor protagonista de la inmortal ópera Norma. Que si Bellini realmente pensaba en Rubini, que si los tenores spinto o dramáticos que lo han afrontado (tipo Del Monaco, Corelli, Giacomini…) son inapropiados. Lo cierto es que el papel lo estrenó Domenico Donzelli, tenor baritonal, uno de los primeros tenores di forza de la historia, famoso por sus impactantes sonidos, plenos, timbrados y percutientes. Asimismo, la escritura, desde luego, requiere un centro, una consistencia vocal y unos acentos, junto a, claro está, la innegociable capacidad para el canto piano y la expresión amorosa y dolce. ¿Cantó mal Juan Diego Flórez la cavatina de Pollione? Por supuesto que no y emitió, nadie lo dudaba, el Do sobreagudo que tantos suprimen en el cantabile «Meco all’altar di Venere», pero la falta de amplitud, de carne vocal, es palmaria y no digamos en la aguerrida cabaletta “Me protegge, me difende”, que se escuchó ayuna de los acentos vibrantes que demanda la pieza.
Scalera volvió a lucirse en la introducción -que incluye el tema «de recuerdo» que Verdi atribuye al personaje de Jacopo Foscari- al Recitativo «Brezza del suol natio» en el que el exiliado se embelesa en su regreso ante la fascinante Venecia y que da paso al Aria «Dal più remoto esilio» de I Due Foscari, ópera estrenada en Roma en 1844, creación pertenenciente al período de galeras, pero en la que encontramos abundante presencia del genio verdiano y en la que ya se adentra en el asunto político, en la lucha por el poder, algo insólito hasta ese momento en el ámbito del melodrama italiano. El legato, el buen gusto, la finura en la exposición del cantabile no faltaron en la interpretación de Flórez, pero Verdi exige una amplitud que llene sus largas frases, unos acentos, una vibración interna en cada sonido, que brillaron por su ausencia. Estoy seguro que alguien pudo esperar que el tenor peruano afrontara la cabaletta alternativa «Si lo sento Iddio mi chiama» escrita por Verdi para unas representaciones en el Théâtre-Italien de París en 1846 dedicada al mítico tenor, a la sazón agudísimo, Mario de Candia, un fragmento que contiene sobreagudos estratosféricos que en la época se afrontaban en falsettone. Sin embargo, el tenor peruano abordó la cabaletta original «Odio solo, ed odio atroce» que si bien adoleció de falta del suficiente ardor y expresión concitata (fogosa, apasionada), se compensó con unos ascensos de muy buena factura por parte del peruano. La ópera francesa tan cultivada en los últimos años por Flórez estuvo representada por el emblemático «Porquoi me réveiller» de Werther de Jules Massenet y el aria de Romeo «Ah, lève toi, soleil!» de Charles Gounod, ambas fraseadas con el refinamiento innegociable propio de la ópera francesa, expresión franca y lirismo de buena ley, pero con unos acentos demasiado sacarosos, si bien hay que resaltar la calidad de los agudos, especialmente el conclusivo, que el tenor peruano desgranó en la pieza de Gounod. El programa oficial terminó con el aria de Rodolfo «Che gelida manina» de La bohème de Puccini, fragmento ya interpretado por Flórez en su recital del Teatro Real del año 2017. Claro que la pieza resultó bien cantada, pero la falta de dimensión vocal y presencia sonora resultó evidente, sin que uno pudiera quitarse la sensación de estar escuchando un Rodolfo que está cantando detrás de dos puertas bien cerradas.
Como es habitual en sus recitales, la estrella tenoril agarró la guitarra para comenzar el capítulo de propinas con la muy bella canción italiana de Cesare Andrea Bixio «Parlami d’amore Mariù», seguida del «Currucucú Paloma» de Tomás Mendez, que fue la mejor interpretación tanto en lo vocal como en lo instrumental, incluyendo la nota en falsete mantenida a placer, para concluir con el famoso tango de Carlos Gardel y Alfredo Lepera «El día que me quieras». En plena comunión con un público totalmente entregado, un Flórez desenvuelto y comunicativo, ya despojado de la guitarra y no sin antes sentarse al piano para autoacompañarse en un fragmento de «La flor de la canela» de Chabuca Granda, solicitada por un espectador, abordó otras tres arias ya con Vincenzo Scalera al frente del teclado. En primer lugar, otro de sus caballos de batalla, «Una furtiva lagrima de L’elisir d’amore de Donizetti, compositor también de enorme peso en la trayectoria del tenor peruano y que tampoco podía faltar. Una pieza en la que brilló el bien calibrado fraseo belcantista del tenor, un punto falto de fantasía, bien es verdad. A continuación la canzonetta «La donna é mobile» de Rigoletto de Verdi rubricada por dos agudos uno dedicado al público situado detrás del tenor y otro al de delante. Para terminar, ese aria que se ha convertido en emblema de los tenores y ninguno se resiste a cantar, «Nessun dorma» de Turandot. Muy lejos se encuentra la vocalidad de Juan Diego Flórez de la requerida por el Calaf Pucciniano, pero no se puede negar la entrega con la que abordó la pieza culminada con un buen si natural agudo mantenido varios segundos entre los vítores de un público en éxtasis y que no dudó en tararear, a invitación del propio Flórez, la parte destinada al coro en la sublime aria.
Como ya he subrayado a lo largo de esta recensión, Vincenzo Scalera demostró sus expertas y acreditadas dotes como acompañante, siempre seguro y colaborador, con un sonido cuidado, bien pulido, que se sumó a destacadas dosis de elegancia, musicalidad y capacidad para extraer colores del piano en sus intervenciones solistas, entre las mismas, el Venetianisches Gondelied de Lieder ohne Worte de Mendelssohn, la arietta «Almen se nos poss’io de sei ariette da camera» de Bellini y el Intermezzo, en transcripción para piano, de Manon Lescaut de Puccini.
Foto: Gregor Hohenberg
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