Al frente de la la magnífica The Academy of Saint Martin in the Fields, orquesta de cámara que volvió a demostrar su acreditada calidad y acrisolado refinamiento tímbrico. Por su parte, Bell se situó en el lugar principal de los primeros violines y dirigió utilizando en determinados pasajes el arco del violín y la mano izquierda. Abrió programa con una radiante, ágil y diáfana de exposición de la Primera sinfonía de Beethoven, de tempi vivaces y audaces contrastes dinámicos. Una composición que, lógicamente, recoge ecos de la tradición anterior (Haydn) y que contiene una importante intervención de los vientos, que se tradujo con una impecable musicalidad y precisión. A continuación, el artista exhibió su faceta más genuina como gran virtuoso del violín, en uno de los más populares y emblemáticos conciertos para dicho instrumento, el Nº 1 opus 26 de Max Bruch, que estrenara en su versión definitiva de 1868 el mítico Joseph Joachim. El sonido que emite Bell con su Stradivarius Huberman de 1713 no es especialmente amplio, redondo ni caudaloso, pero sí penetrante, afinadísimo y muy bello. Fue sin duda una interpretación de gran personalidad, matizadísima y de una musicalidad descollante, acompañada no sólo con la lógica conjunción, primor y equilibrio por la excelente agrupación, sino también con intensidad y tensión propias de la identidad romántica de la pieza. Como ejemplo de ello, la vibrante exposición del principal tema melódico del primer movimiento o la primorosa del adagio en el que el solista pareció reivindicar su apodo de "poeta del violín".
Brillantísima la traducción de una obra tan escuchada como la Quinta de Beethoven, interpretada con orquesta de cámara, pero en una labor alejada de las languideces de otras interpretaciones blandas, caídas, mortecinas y de filiación con la música antigua. Al contrario, electricidad, tensión, contrastes y vivacidad presidieron una interpretación cuya transparencia, nitidez en las texturas, esplendor y virtuosismo no turbaron en absoluto el sentido de la construcción, los clímax y la profundidad humana que atesora el genio beethoveniano. Si estuvieron presentes la angustia y el dolor, también de manera luminosa la esperanza y la alegría. Magníficos los crescendi y la manera en que la interpretación de Bell y su orquesta condujeron sutil e inexorablemente a ese clímax del rutilante último movimiento.
Las ovaciones sellaron el éxito del concierto y tuvieron como colofón la firma de discos y programas en el hall del auditorio por parte del solista-director.
Fotografía: Ian Douglas
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