Por Xavier Borja Bucar / @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 7-X-2019. Giacomo Puccini: Turandot. Iréne Theorin (Turandot), Chris Merritt (Altoum), Alexander Vinogradov (Timur), Jorge de León (Calaf), Ermonela Jaho (Liù), Toni Marsol (Ping), Francisco Vas (Pang), Mikeldi Atxalandabaso (Pong), Michael Borth (Mandarín) Jose Luis Casanova (Voz del príncipe de Persia), Maria Such, Marta Polo, Mariel Fontes y Yordanka León (Sirvientas). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Josep Pons. Dirección coral: Conxita Garcia. Dirección escénica: Franc Aleu.
Cobertura mediática, alfombra roja, photocall, plana mayor de la sociedad cultural (especialmente, teatral y televisiva) catalana y, por supuesto, la tan honorable comparecencia, además de una excepcional gratuidad de los programas. Son, todos ellos, elementos que muestran, una vez más, que la ópera sigue siendo y perviviendo como acontecimiento social, como escaparate de poder proyectado hacia las masas. En el plano de lo concreto, esos elementos constituyeron, el pasado lunes, la representación (espectáculo a propósito del espectáculo) de la inauguración de la temporada 2019/2020 del Gran Teatre del Liceu, una temporada que reviste especial solemnidad en la medida en que con esta se celebra el vigésimo aniversario de la reapertura del teatro barcelonés tras el extraño incendio de 1994.Y como ya ocurrió en aquel lejano 1999, el teatro ha vuelto a optar por Turandot, una ópera espectacular (en el más noble sentido del adjetivo) que ciertamente se presta a las ocasiones de fasto y postín.
Precisamente la espectacularidad ha venido siendo anunciada como uno de los mayores reclamos de la nueva producción de la ópera de Puccini que, para la ocasión, firma Franc Aleu, artista audiovisual estrechamente vinculado a La Fura dels Baus. Aleu traspone la acción de la China legendaria pretendida por Puccini y sus libretitas, Giuseppe Adami y Renato Simoni, a una China futurista y distópica, en la que la muchedumbre popular aparece con una luz sobre los ojos, cegada, subyugada y sometida por la figura de la princesa Turandot. La escenografía se resume en una gran estructura giratoria cuyas distintas vertientes representan respectivamente el exterior del palacio imperial, en el primer acto, o el interior, en el segundo. Se trata de una estructura colosal que remite a la estética de films emblemáticos como Blade Runner, Dune o Brazil y que, además, se complementa con la proyección de diversos mappings, unos más logrados que otros.
Con todo, se trata de una aparatosidad escenográfica high-tech que, en su frialdad, poco o nada aporta a la obra de Puccini y que, pese a su pretendido carácter innovador, incurre en detalles que coquetean con el ridículo, como los atuendos un tanto horteras del emperador, el mandarín o los ministros; los infantiloides bailecitos de estos últimos en su escena del segundo acto; o la caracterización de Liù como un personaje directamente traído de Mad Max.
Más allá del supuesto alarde visual de la escenografía (no vaya a ser que el público se aburra con la ópera), la pretendida gran baza de la propuesta de Aleu es la identificación de Calaf con la figura de un acosador; acosador de una Turandot que es aquí abanderada del «no es no» y que descubre el amor no por Calaf, sino por la sufrida Liù, quien a su vez, sin embargo, no puede sino ser, en esta interpretación, cómplice del patriarcado: recuérdese que Liù, enamorada de Calaf, le dice a Turandot que ella también lo amará («l’amerai anche tu»). En fin, un no debe ser no, por supuesto, y uno es libre de quererse en la vanguardia del discurso moral, pero para ello no es necesario tergiversar y retorcer las obras y textos a conveniencia. Amicus Plato, sed magis amica veritas.
Más allá del comentario escénico, la gran expectación de la noche del pasado martes la despertaba la Turandot de la gran IréneTheorin, quien en los últimos años se ha convertido en una de las cantantes más queridas por el público liceísta, y ejemplo de ello es que haya sido elegida como imagen emblemática de esta temporada del vigésimo aniversario de la reapertura. La soprano sueca, quien ha convertido a la princesa de hielo en su caballo de batalla dentro del repertorio italiano, inició su intervención con la voz un tanto fría en la muy comprometida parte de «In questa reggia». Su proyección no terminaba de ser la esperable de una voz torrencial como la suya, mientras que en las ascensiones al agudo mostró alguna rigidez. Sin embargo, Theorin, con una presencia escénica siempre notable, fue imponiendo paulatinamente la autoridad de su aquilatada voz, de ese timbre recio y denso que la caracteriza, con una proyección que fue afianzándose más y más, hasta llegar al dúo con Calaf del tercer acto, en que la soprano sueca estuvo pletórica, sólida en todos los registros, soberana sobre la orquesta y sobre su partenaire Jorge de León, y, pese a una dicción poco inteligible, también incisiva en el fraseo, ajustándose a la idiosincrasia del personaje. Sin duda, y pese a que Theorin no se amolda con la misma comodidad a la princesa de hielo pucciniana que a las heroínas wagnerianas que han cimentado su fama, la actuación de la soprano sueca fue incomparablemente la de mayor calidad de toda la función.
El Calaf de Jorge de León cumplió con lo esperable. El tenor volvió a exhibir para la ocasión su voz de timbre oscuro, fruto de una emisión un tanto engolada o constreñida que, en todo caso, da lugar a un fraseo poco maleable y a unos agudos que en más de una ocasión suenan forzados (ejemplo de ello fue el si natural de su «Nessun dorma», que estuvo a punto de la rotura), algo que impide que se proyecten como es debido, por muchos segundos que los sostenga. En el primer acto, quizás la parte más lírica del rol de Calaf, De León acusó más evidentemente sus defectos en un fraseo que incurrió en el trazo grueso, y al que no ayudó una técnica de respiración mejorable y una dicción poco clara, como pudo corroborarse en su «Non piangere Liù». Pese a todo, el tenor canario se mostró voluntarioso, especialmente en el tercer acto, cuando en ocasión del dúo con Turandot, trató de aportar matices, tratando de abandonar su habitual canto pétreo, si bien empalideció ante la torrencialidad de Theorin.
Más allá de Theorin, el otro reclamo del reparto era la Liù de Ermonela Jaho, una soprano que viene acarreando en los últimos años un prestigio como intérprete delicada y de gran sensibilidad. De la misma manera que en estos tiempos es costumbre confundir voces oscuras –especialmente masculinas– con grandes voces, con la soprano albanesa ocurre algo similar, pero a la inversa. En su última aparición liceísta, en aquel Otello de infausto recuerdo de la temporada 2015/2016, Jaho confirmó que el rol de Desdemona desbordaba sus medios vocales y, en menor medida, eso ha vuelto ha suceder a propósito de su Liù. Desde su primera intervención («Il miovecchio è caduto!»), Jaho mostró una voz de timbre vaporoso, sin cuerpo y, por ende, de poca proyección, a lo que se le sumó un vibrato ancho y molesto en la medida en que dificultaba su afinación, algo, esto último, que, afortunadamente, fue atenuándose en el decurso de la representación. Es cierto que la soprano albanesa tiene presencia, se mueve bien en escena, pero eso de poco sirve cuando la voz no está. También es cierto que el canto de Jaho no cae nunca en la vulgaridad, y que, bien al contrario, trata de mostrar esmero en el fraseo, pero un pianísimo aquí, otro allá y otro acullá no esconden ni disimulan la insuficiencia vocal que la soprano albanesa presenta con respecto a roles como este de Liù. Con todo, a la Liù de Jaho le faltó alma, sangre, carne vocal.
Alexander Vinogradov asumió el rol de Timur, con una voz de bajo de notable rotundidad y sólida emisión, de timbre distinguido y homogéneo en todos los registros. La del bajo moscovita fue la mejor intervención solista del primer acto y completó una más que meritoria actuación. Será interesante verlo en roles de mayor peso. Por su parte, Toni Marsol (Ping), Francisco Vas (Pang) y Mikeldi Atxlandabaso (Pong) –quien atraviesa un momento vocalmente dulce, con una voz de una muy notable proyección– formaron un estupendo trío de ministros, tres roles cómicos, pero primordiales, y que exigen ser cantados con el mayor esmero y una buena línea, como fue el caso.
Michael Borth cumplió con corrección en las dos intervenciones de su rol de Mandarín, mientras que, por último, el gran Chris Merritt asumió el testimonial papel de Altoum. El otrora figura fundamental en la exhumación de la obra rossiniana que tuvo lugar en los años ochenta exhibió, en su breve intervención del segundo acto, una voz de timbre más baritonal que tenoril y que evidenciaba claramente el paso de los años, aunque correctamente emitida, si bien con algún traspiés puntual.
La Orquesta del Gran Teatre del Liceu completó una actuación de buen nivel. La partitura de Turandot es una maravilla de orquestación y supone una oportunidad de absoluto lucimiento que no desaprovechó el conjunto estable del teatro bajo la batuta del maestro titular, Josep Pons, quien, en términos generales, logró un sonido bien empastado de todas las secciones, claro en las texturas y fiel a la riqueza tímbrica de la obra. Sin embargo, la lectura de Pons adoleció de falta de vigor con unos tempi demasiado lentos en las importantísimas escenas tumultuosas del primer acto, como la gran intervención del coro tras el anuncio del Mandarín (“Muoia! Si, muoia!”). Por otro lado, la percusión fue desmesuradamente estrepitosa en algunos momentos, como por ejemplo en algunas intervenciones de los gongs. Defectos o desajustes que, pese a todo, no empañaron un buen desempeño orquestal, complementado por la notable intervención del coro, al que Puccini reserva en su ópera un impactante protagonismo. La formación dirigida por Contxita Garcia, reforzada por el Coro Intermezzo (de manera no acreditada), se mostró sólida y bastante saneada en comparación con las últimas actuaciones de la temporada anterior. Esperemos que no se trate de un espejismo, y esperemos también que esta Turandot, con sus aciertos y defectos, sea el inicio de una temporada que vaya a más y que alcance la altura de la efeméride que celebrará.
Foto: A. Bofill
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