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[C]rítica: José Ramón Encinar dirige obras de  Guinjoan y Beethoven al frente de la ORCAM

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Autor: David Santana
22 de noviembre de 2018

El tambor redobla y el pífano suena

   Por David Santana
Madrid. Auditorio Nacional. 19-XI-2018. Concierto Fundación BBVA-ORCAM. Carmen Solís, soprano; Carlos Hipólito, narrador. Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid (ORCAM). Director musical: José Ramón Encinar. In tribulatione mea invocavi Dominum de J. Guinjoan; Egmont, Op. 84 de L. van Beethoven.

   Decía el compositor de la primera de las obras del concierto, Joan Guinjoan, que quedó «seducido por las bellas imágenes de los versículos escogidos». Esta afirmación resulta cuanto menos chocante, ya que el Salmo 18 –del que toma el texto la obra– describe a un Dios iracundo que fulmina a los enemigos del rey David. Sin embargo, si echamos mano de la historiografía y nos ponemos a observar qué ha inspirado las grandes obras musicales de la humanidad, no encontramos imágenes mucho más halagadoras; comenzando por el macabro mito más musicalizado: Orfeo y Eurídice, pasando por los dramas operísticos en los que rara vez no acaba la mitad –o más¬– del elenco criando malvas, hasta llegar a las grandes «sinfonías bélicas» de Beethoven a Shostakovich. La destrucción, la muerte, el sonido atronador de Dios o de la artillería, el fuego y el olor a pólvora, por algún extraño y morboso motivo han sido siempre objeto de inspiración y, en ocasiones como ésta puede crear obras de una violencia absolutamente hermosa.

   La obra de Guinjoan es, en efecto, una delicia y, a pesar de tener ya más de treinta años, su estilo es completamente actual, ya que supone una fusión de elementos de diferentes tendencias y géneros elaborados de tal forma que el resultado es una obra coherente e interesante, tal y como el compositor pretendía. Pero José Ramón Encinar no pareció estar muy contento con la interpretación que tuvo lugar ayer en el Auditorio Nacional. A pesar de su más que precisa dirección, que destacó por ser enérgica en su justa medida –y es que, aunque parezca mentira, para dirigir no hace falta ponerse a brincar–, no siempre consiguió que orquesta y coro se entendiesen. La segunda vez que comenzó fue mucho menos sutil marcando las entradas al coro y parece que funcionó mejor ya que, en esta ocasión, pudo continuar hasta el final. Hubo momentos muy buenos, como, por ejemplo un conseguido efecto de multitud sobre la palabra «iratus» o una escena apocalíptica muy lograda gracias a la recitación de Pedro Adarraga y a los cortos pero precisos motivos de los fagotes, así como el buen trabajo, en general de la sección de viento-madera. Las cuerdas no destacaron, lo cual fue magnífico, ya que tampoco debían hacerlo y sus motivos rítmicos fueron suficientemente precisos para crear ambientes que iban desde el misterio hasta la más absoluta ira.

   Tras estos veinte minutos que para los aficionados a la música contemporánea nos supo a poco, pero que al público «ortodoxo» le había parecido más que suficiente, llegaba el turno de otra obra sumamente hermosa y también inspirada en un hecho trágico como es el fracaso de la sublevación del conde de Egmont y su ejecución.

   Desde la conocidísima obertura se notó que había una gran sintonía entre el cuarteto de viento-madera que se tradujo en una expresividad magnífica en los momentos que un mismo motivo viajaba de un instrumento a otro. Mientras que los vientos destacaron en las partes más delicadas, la sección de cuerdas lo hizo en las partes más enérgicas del iracundo genio de Bonn.

   Además de la obertura, tan conocida y tan interpretada por multitud de orquestas, el poema sinfónico Egmont, op. 84 tiene mucho más. El segundo de los números recuerda, por su tema melodioso con matices militares, al mundo sonoro de los lieder de Schubert. La soprano, Carmen Solís, hizo, en este aspecto, una interpretación más que decente, pero quienes realmente destacaron fueron otras tres mujeres: la intérprete del piccolo o flautín, Mª José Muñoz; la fagotista Sara Galán que, teniendo en cuenta que dobló con absoluta precisión la melodía de la soprano, pienso que merece igual reconocimiento y la solista de percusión Concepción San Gregorio, que al igual que sus compañeras hizo un gran trabajo no sólo en este número musical sino durante toda la velada. También merece reconocimiento la parte solista del oboe que al final del cuarto entreacto  y al comienzo del Larghetto destacó por su expresividad y su sonido brillante.

   Tras el solo del oboe, la voz de Carlos Hipólito resonó en toda la sala y, desde la ternura de los versos centrales que se adolecían por la muerte de Klärchen, fue capaz de convertirse en un iracundo caudillo que arengó a toda la orquesta para que marchase hacia la victoria o, al menos, hacia la Sinfonía de la victoria, última parte, cargada de fuerza por cierto, del poema sinfónico. Enésta que volvió a redoblar el timbal y sonó el pífano, marcando la redención del héroe caído y el final de la velada.

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