Por Álvaro Menéndez Granda / @amenendezgranda
Madrid. 15-III-2019. José María Duque, piano. Ciclo «Conciertos de la Encina» del Conservatorio Profesional de Música «Amaniel».
Tradicionalmente los conservatorios de música han sido un referente en cuanto a la educación y la didáctica de la música, pero no en lo tocante a la vida musical de las ciudades. Podría decirse que ambos mundos, el de la enseñanza de la música y el de los conciertos, recorrían caminos paralelos pero impermeables, sin contacto. Al conservatorio ibas a aprender música, no a escucharla. Hace diez años el Conservatorio Profesional de Música «Amaniel» de Madrid decidió iniciar un proyecto con un objetivo ambicioso: ofrecer una ciclo de conciertos y actividades en los que los músicos de la comunidad educativa pudieran compartir su trabajo con el público y, al mismo tiempo, integrarse activamente en la vida cultural del distrito al que pertenece permitiendo al público apreciar de cerca el trabajo que se realiza en el conservatorio. Así en 2009, en torno a la gran encina que preside el patio de la antigua Universidad Central, se crearon los llamados «Conciertos de la Encina». Por el salón de actos del conservatorio han pasado alumnos, exalumnos yprofesoresdel centro —progresivamente se ha ido abriendo también a músicos ajenos al conservatorio—, que con su esfuerzo y su trabajo han conseguido atraer a un público cada vez más fiel y entusiasta.
Desde su creación los Conciertos de la Encina han contado con un incondicional de su escenario, el pianista extremeño José María Duque. Su capacidad técnica y su gusto por el gran repertorio le han llevado a presentar en este ciclo obras tan inmensas como la Sonata Hammerklavier de Beethoven, los Cuadros de una exposición de Mussorgsky, los Estudios sinfónicos de Schumann o el Gaspard de la Nuit de Ravel. En esta ocasión Duque compartió con los amigos de la encina un programa formado por la Fantasía Wanderer de Schubert, la Rapsodia húngara nº12 de Liszt y la monumental Sonata nº6 de Prokofiev. Tres obras muy distintas y unidas, sin embargo, por el claro nexo de su dificultad —una dificultad que no parece amedrentar al pianista, sino espolearlo para entregarse a esta música sin reservas, con vitalidad y grandeza de sonido—.
La Wanderer es, probablemente, la obra pianística más difícil de Franz Schubert. Quizá no sea la que entrañe una mayor hondura musical, como sucede con las sonatas D894 o D960, pero sí la que requiere un pianista con una base técnica mejor asentada. No cabe duda de que José María Duque es el pianista ideal para esta obra, pues su solvencia ha quedado más que demostrada en otros recitales. Resulta muy estimulante ver cómo sin mostrar el menor síntoma de fatiga, con una gestualidad reducida al mínimo imprescindible, Duque extrae del piano un sonido inmenso y redondo, proyectado enérgicamente hasta el final de la sala.Del mismo modo se enfrentó a Liszt y su siempre magnífica escritura, fruto de una mente sin igual capaz de hacer que los pasajes más complejos tengan siempre, por difíciles que sean, una lógica pianística realmente enriquecedora para el intérprete. La Rapsodia húngara nº12 es una dura prueba de resistencia que el extremeño salvó con un gran éxito y que el público —formado por compañeros, alumnos y habituales de la casa— supo valorar con su calurosa ovación.
La gran obra estaba por llegar tras el intermedio, la imponente Sonata nº6 de Prokofiev. Pese a que esta obra no es —como ninguna de las que escribiera el compositor ruso— un santo al que yo le sea especialmente devoto, cualquier oyente con sensibilidad musical habría sido capaz de percibir que fue el momento cumbre del concierto. A mi juicio hay varias razones para aseverar que así fue, pero la más importante es que a lo largo de esta extensa partitura fue posible apreciar cómo el tiempo hahecho de José María Duque un pianista maduro y que esa madurez se traduce en una notable ampliación de su paleta sonora. Siempre he sido un gran admirador de su talento, pero ahora se puede escuchar que el «sonido Duque» es más rico, más variado, más tridimensional. Tanto por su destreza como por la riqueza tímbrica, la lectura que el pianista hizo de esta página de Prokofiev estuvo plagada de buenos momentos, entre los que yo destacaría algunos pasajes del tercer movimiento especialmente oscuros y aterciopelados.
Sin embargo, más allá de su imponente técnica, de su admirable afán por trabajar el repertorio más duro del piano, más allá incluso de este aumento de sus recursos sonoros, lo más significativo de este pianista es su inmensa generosidad para con sus alumnos. No son tantos los profesores de conservatorio que se suben a un escenario ante sus alumnos —y compañeros— para interpretar un repertorio de este calado. Los músicos solemos ser vanidosos y la posibilidad de que un estudianteo un colega piense que “no somos para tanto” nos da más miedo del que nos atrevemos aconfesar. Pero lo que José María Duque hace es digno de la más sincera alabanza. Fiel a su cita con la encina, año tras año sube al escenario del conservatorio para enseñarnos que la música es un arte que se disfruta en compañía y que el concierto es el momento culminante en el que celebramos que los meses de duro trabajo han dado sus frutos, al igual que antaño se festejaba que la cosecha había sido próspera. Esta valiosa enseñanza impartida desde el escenario, y de la que muchos debemos tomar buena nota, incentiva enormemente a los estudiantes a esforzarse por pulverizar sus propias barreras y es, quizá, la más generosa que un maestro hace a sus discípulos.
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