Por José Luis Temes
Otros colegas y amigos glosan en estas horas virtudes muy ciertas, en lo personal y en lo cultural, de nuestro querido Pérez de Arteaga. Sumaré una más, desde la emoción de su recuerdo, porque temo que algunas semblanzas sean involuntariamente sesgadas:
Es cierto, claro que sí, que José Luis nos deslumbraba, por ejemplo, con su erudición sobre las sinfonías de Mahler, pero también hay que decir que era un experto entusiasta de, por ejemplo, las otras tantas de nuestro Tomás Marco (le recuerdo una verdadera exhibición sobre este tema en un coloquio hace algunos años). Hay que escribir, por supuesto, que admiraba como el que más a Gould o a Pollini, pero también que se le iluminaban los ojos evocando una sonata de Beethoven por nuestra Ana Guijarro. Se codeaba con Boulez, sí, pero le recuerdo conmovido tras un estreno de José Manuel López o de José Luis Turina, como si hubiera asistido a la premier de La consagración de la primavera.
Esto no era en él ni pose ni paternalismo: era su sana capacidad de admiración hacia lo de alrededor. Practicaba ese sano deporte intelectual, tan hermoso como infrecuente, de admirar a los mitos pero sin mitomanía. No sólo sabía que una historia solo con los idolatrados será siempre una historia incompleta, sino que hacía forma de vida de este convencimiento. Esto le hizo aun más querido, si cabe, por todos nosotros.
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