Por Pedro J. Lapeña Rey
Nueva York. Metropolitan Opera House 23/3/2017. Aida (Giuseppe Verdi / Antonio Ghislanzoni). Krassimira Stoyanova (Aida), Jorge de León (Radamés), Violeta Urmana (Amneris), George Gagnidze (Amonasro), James Morris (Ramfis), Morris Robinson (El rey). Dirección Musical. Daniele Rustioni. Dirección de escena: Sonja Frisell dirigida por Stephen Pickover.
Aunque la carrera del tenor canario Jorge de León es una realidad hace ya bastante tiempo, la fecha de anteayer 23 de marzo no se olvidará fácilmente. No todos los días se debuta en el MET, ni todos los debuts se saldan con éxito. La función de ayer, sin ser perfecta, tuvo el suficiente nivel global para que el público saliera muy contento.
El triunfo fue merecido por las ganas y el ímpetu que puso desde que pisó el escenario. Debió calentar mucho en el camerino porque desde su primera frase “Se quel guerrier io fossi!”, salió a por todas, a porta gayola. Su baza principal, la que le ha abierto los templos operísticos de medio mundo es la calidad de su voz. Una voz potente, con fuerza y volumen, metálica, con “squillo”, de timbre atractivo aunque no necesariamente bello. En el registro agudo, la emisión es fácil, nítida, y bien proyectada. Por contra, seguimos detectando que la emisión no siempre es regular, la afinación no siempre es perfecta, y en los momentos de mayor lirismo y delicadeza, la línea de canto adolece de un fraseo pobre y poco matizado. Siempre esperas que un enamorado conquiste a su amada con una expresividad y un tono poético que ayer no encontramos.
Sin embargo, con todos los reparos que se le pueden poner, hay algo que la gran mayoría del público valora de manera especial. Esa entrega, ese derroche de facultades, esa generosidad continua en el esfuerzo, y esa falta de reserva que a veces le juega malas pasadas. Como en el final del tercer acto, cuando en la frase final “Sacerdote, io resto a te”, tras los 3 enormes agudos “io”, “res”,”to a”, brillantes, desahogados y “squillantes” que nos supieron a gloria, la falta de dosificación le obligó a acortar el “te” final porque casi se queda sin aire. Dio igual, porque la emoción del momento superó cualquier impedimento.
Con estas características es natural que planteara su Radamés por la vena heroica, más pendiente de ser el guerrero vencedor de los etíopes, que el hombre enamorado de Aida. Su aria de entrada “Celeste Aida” fue un compendio de las virtudes y las carencias antes mencionadas, y con el potente agudo conclusivo que emitió sin apianar, el respetable estalló con los primeros bravos de la noche. Tras la ovación, al tenor se le escapó una sonrisa que evidenciaba su satisfacción por haber roto el hielo. En el tercer acto, también entró a por todas con el “Pur ti riveggo, mia dolce Aida”, pero se mostró más humano cuando ésta le rechaza porque va a casarse con Amneris, quedándose perplejo y consternado. Tras el trío al que se sumó Amonasro, volvió a exhibir entrega y arrojo terminando el acto como mencionamos antes. En el acto final saltaron chispas en su enfrentamiento con Amneris, para terminar con unos expresivos “O terra, addio” junto a Aida. Notable actuación la del canario, culminada con éxito y que fue premiada al término de la función con muchos bravos. Ayer abrió una puerta que esperamos le haga volver cuanto antes.
La soprano búlgara Krassimira Stoyanova no fue la mejor voz de la noche, pero sí fue la que mejor cantó. Con una técnica de primera, desprende clase y elegancia en cada frase. Su Aida no tiene la calidad vocal de una Liudmila Monastyrska – la soprano que interpretó Aida en las funciones del pasado otoño - ni sus agudos son tan penetrantes. Al centro le falta algo de anchura y en el grave tampoco va sobrada, pero el canto es cálido, su fraseo excelente y se encuentra igual de cómoda en los momentos más delicadas que en los más apasionados. Aquí hace una auténtica creación del personaje. Su sentido dramático y su seguridad en toda la tesitura estuvieron presenten de principio a fin. Llevó el emocionante “Ritorna vincitor!” a su terreno, desgranando frase a frase, mostrando la desazón de sus sentimientos encontrados. El público terminó de caer a sus pies con un imponente “O patria mia”. En la escena final su musicalidad fue exquisita.
La mezzo lituana Violeta Urmana fue la Amneris de la noche. Dio una clase de lo que es presencia escénica. La voz ya no es lo que era - tantas Isoldas a su espaldas terminan pasando factura - pero es salir al escenario y es el centro de atracción. El centro sigue siendo denso y con cuerpo, y siguen poniendo los pelos de punta el oír esos graves contundentes. El registro alto es lo que ha quedado más tocado de su etapa de soprano dramática, aunque salvo algún agudo destemplado, sigue siendo solvente. La emisión es clara y homogénea, y su fraseo e innata elegancia hacen lo demás. En los dos primeros actos hace que todo gire a su alrededor. Su gran escena del acto final “L'aborrita rivale a me sfuggia” fue realmente emocionante, y su “Pace, t'imploro” final, doliente y desconsolado nos dejó de piedra.
El resto del reparto estuvo a nivel bastante inferior. El barítono georgiano George Gagnidze, de voz grande y canto generoso, fue el Amonasro. Su emisión en la gola, y su dificultad para proyectar, le alinean con los barítonos de la escuela “del mugito”. El Ramfis fue encomendado a todo un mito del Metropolitan, el bajo James Morris. Debutó hace 46 años con el papel del Rey en esta misma ópera, y con cerca de 1000 funciones a sus espaldas, es el cantante en activo que más veces ha subido a sus tablas. Hace tiempo que su voz perdió todo el color. Sus graves han desaparecido y el vibrato es bastante molesto. Le queda poco más que una presencia escénica imponente y su aura de cantante de otra época. El bajo americano Morris Robinson fue un Rey muy discreto, con un material interesante pero con una emisión ahogada, en la gola, francamente pobre.
En el podio tuvimos a otro debutante en el MET. El joven director milanés Daniele Rustioni, de fulgurante carrera y que recientemente ha sido nombrado director musical de la Opéra National de Lyon, dirigió con brío y buen pulso verdiano, una partitura que hasta la fecha solo había dirigido en la Arena de Verona. De gestos grandilocuentes y sin parar de bailar sobre el podio, tuvo que lidiar con bastantes desajustes entre orquesta y cantantes que probablemente se irán solucionando a medida que transcurran las funciones. Se mostró en su salsa en el segundo Acto con una marcha “demasiado” triunfal que dirigió con mano de hierro. Concertó de manera adecuada y cuidó con mimo a los cantantes, aunque su lectura algo superficial, le llevó a perder por el camino muchas de las bellezas orquestales de la partitura, como el arranque del tercer acto, donde faltó lirismo y sobraron decibelios. La orquesta y el coro estuvieron entonados y eficaces.
La producción de la inglesa Sonja Frisell, con casi 30 años y más de 190 funciones a sus espaldas es junto a la Boheme de Franco Zeffirelli uno de los estandartes del MET de los 80-90. Sigue gozando del favor de un público que añora las producciones espectaculares, y que aún hoy, en la marcha triunfal del segundo acto, sigue aplaudiendo la aparición del palacio creado por Gianni Quaranta, y la entrada en escena de los caballos. Sin embargo, la presencia continua de secundarios que llenan el escenario yendo de un lado para otro, no aporta nada y se acaba haciendo molesta.
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