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Crítica: John Fiore dirige «Tosca» de Puccini en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona

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Autor: Xavier Borja Bucar
18 de junio de 2019

Una Tosca de sólidos medios

Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 13-VI-2019. Giacomo Puccini: Tosca. Liudmyla Monastyrska (Floria Tosca), Jonathan Tetelman (Mario Cavaradossi), Erwin Schrott (Barón Scarpia), Stefano Palatchi (Cesare Angelotti), Enric Martínez-Castignani (Sacristán), Francisco Vas (Spoletta), Josep-Ramon Olivé (Sciarrone), Marc Pujol (Carcelero), Inés Ballesteros (Pastorcillo). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: John Fiore. Dirección coral: Conxita Garcia. Dirección escénica: Paco Azorín.

   Como era de prever, el público abarrotó el pasado jueves la saladel Gran Teatro del Liceo en ocasión dela representación de Tosca, uno de los títulos más célebres del repertorio y, huelga decir, una maravilla del genio pucciniano. El teatro barcelonés repone estos días la producción de Paco Azorín, que ya pudo verse en la temporada 2013-2014, con la gran Sondra Radvanovsky liderando el reparto.

   Si hay un rasgo que caracteriza de manera inconfundible las óperas de Puccini, ese es el de la teatralidad. Más allá de su maravillosa vena melódica y de su considerable destreza para la orquestación, Puccini demuestra en cada una de sus óperas un olfato para el desarrollo dramático fuera de lo común. En este sentido, Tosca acaso sea el ejemplo más prodigioso entre toda la producción puccinana. Con Tosca, el compositor de Lucca logra crear una obra que es pura tensión dramática desde el primer compás hasta el último, con unos personajes que, más que definidos, diríase que están afilados como estiletes. Es por ello que una obra como Tosca, teatralmente, funciona sola, esto es, no requiere más que poner en escena aquello que indica el libreto y, por supuesto, unos cantantes que encarnen con prestanciaunos personajes milimétricamente acotados, tanto en lo escénico como en lo musical. Al hilo de esto, los montajes teatrales de las óperas de Puccini corren el riesgo evidente de caer en la sobreinterpretación, puesto que los argumentos puccinianosse ciñen a conflictos sentimentales, pasiones desaforadasen relaciones interpersonales; en otras palabras, son melodramas en el más noble sentido del término, en la medida en que están construidos con una precisión de orfebre, pero precisamente, en tanto que melodramas, no dan lugar a una lectura o interpretación trascendental, puesto que no hay abstracción simbólica alguna en esos argumentos. Al contrario, son obras maestras de la concreción.


   A tenor de esto, la producción de Azorín bien es cierto que no supone un obstáculo, pero allí donde pretende aportar alguna novedad, más bien no aporta nada e incluso desvirtúa algún que otro aspecto. Cada acto es introducido con una breve apostilla escénica que recrea acciones que en el libreto son tácitas, lo que no supone una molestia, pero tampoco es necesario. La escenografía y la iluminación es especialmente oscura en el primer acto, donde la romana iglesia de Sant’Andrea della Valle tiene cierto aspecto de local nocturno. En el segundo acto, el reverso del decorado de la iglesia –que no es ningún otro decorado, sino puramente el reverso metálico del decorado del acto anterior –representa la estancia de Scarpia en el Palazzo Farnese, flanqueada a cada lado por sendos telones rojos. Con ello, el espacio está completamente desprovisto del aspecto señorial que debe tener el despacho del malévolo jefe de policía, de modo que la sórdida ambientación vulgariza al personaje, pues le escamotea a Scarpia esa oposición tan suya –y tan dramáticamente sugestiva– entre perversidad y sofisticación. Cuando el jefe de policía grita «Aprite le porteche n’oda i lamenti!», se retiran los telones rojos laterales, dejando al descubierto los barrotes de calabozos que flanquean la estancia de Scarpia, lo cual conforma una imagen que semeja con la de un circo de fieras, más que con un despacho. Tras los barrotes de la izquierda, se ve a Cavaradossi siendo apalizado por los esbirros de Scarpia, explicitando lo que el libreto prevé fuera de escena. Asimismo, se hace aparecer de manera inopinada al sacristán, en este segundo acto, como también en el tercero. Por otra parte, el vestuario resulta extraño en su heterogeneidad: mientras el trío protagonista, así como otros personajes secundarios, aparecen vestidos de época, los alumnos y jóvenes cantores de la capilla que, en el primer acto, salen a escena antes de la entrada de Scarpia aparecen vestidos como si fueran escolares de los años cincuenta.

   En resumidas cuentas, estos son algunos de los detalles con los que Azorín parece querer dejar una impronta personal. Detalles que, como avanzaba antes, no suponen una gran molestia, pero que no son más que imposturas sin justificación, más allá de la habitual autoafirmación de la figura del director de escena.


   Hecho este apunte sobre la producción, lo verdaderamente importante de esta Tosca liceísta reside en el ámbito vocal y musical. La función contó con tres cantantes solventes para los tres personajes protagonistas. Liudmyla Monastryrska encarnó el rol de Floria Tosca con una voz robusta, de sobrada proyección y timbre atractivo en el centro. Sin embargo, en el registro agudo la soprano ucraniana mostró indefectiblemente un vibrato ancho y molesto que empañó puntualmente su actuación. Resulta sorprendente la evolución de Monastyrska, si nos remitimos a su debut liceísta de 2015, a propósito de aquel I due Foscari en versión concierto junto a Plácido Domingo. En aquella ocasión, la soprano ucraniana exhibió, junto a la generosidad de sus medios, un dominio técnico absolutamente remarcable, con una variedad de dinámicas sorprendente y sin atisbo de problemas con el vibrato. Sin embargo, a juzgar por sus dos siguientes actuaciones liceístas, parece que Monastyrska ha dejado atrás aquel refinamiento deslumbrante de la primera vez para insistir en un canto más efectista y primordialmente estentóreo. Con todo, su Tosca es mucho más acertada que su Manon Lescaut de la temporada pasada, pues si bien Monastyrska no es una gran actriz, pudo apreciarse que el de Tosca es un rol que tiene más trabajado que el de Manon, de modo que su desempeño escénico demostró una implicación notablemente mayor para con el personaje. Asimismo, en el plano musical, bien cierto es que el canto musculoso de Monastyrska se amolda mejor, en cierta medida, al carácter inflamable e impetuoso de un personaje como el de Tosca, pero la ucraniana desatiende la vertiente más sofisticada de la heroína pucciniana, lo cual aleja su ciertamente sólida actuación de las históricas intérpretes referencialesde este rol.


   Jonathan Tetelman ha hecho un doble debut en estas funciones liceístas de Tosca. Por un lado, ha debutado en el teatro barcelonés; por otro, ha asumido pero primera vez el rol de Cavaradossi. El joven tenor chileno era el encargado, en estas funciones de Tosca, de cubrir la baja del inicialmente previsto Fabio Sartori y, ciertamente, el cambio ha sido presumiblemente a mejor. Tetelman mostró una voz de timbre razonablemente bello, si bien algo engolado, siguiendo la tendencia dominante del canto tenoril de nuestros días, pero en todo caso, sin rebasar los límites de lo tolerable. El canto de Tetelman no es un prodigio de refinamiento, pero trata en todo momento demantener una línea cuidada –como pudo constatarse en la lírica escena con Tosca del acto tercero–, así como muestra homogeneidad en todos los registros. Sin embargo, la actuación del joven tenor adoleció siempre de una proyección débil. Ya su «Recondita armonia» sonó lejano y, en líneas generales, la voz de Tetelman –salvo en unos esforzados «La vita mi costasse», en el primer acto, y «Vittoria, vittoria», en el segundo –fue incapaz de trascender más allá del escenario, algo que en un rol efusivo como el de Cavaradossi– que atesora múltiples partes y frases considerablemente expansivas– constituye un inconveniente importante. A tenor de esto, Tetelman quedó empalidecido en sus partes junto a Monastyrska y, sobre todo, junto al Scarpia de Erwin Schrott, del que más adelante me ocuparé. No obstante, la de Tetelman fue, en un sentido global, una actuación aseada y dentro de los cauces de la corrección. Escénicamente, el tenor chileno –de apuesta presencia– se movió bien, aunque sin demasiado magnetismo teatral. En todo caso, y más allá de las debilidades, lo más relevante es que la de Tetelman es una voz joven y atractiva, un instrumento presumiblemente con mucho margen de mejora todavía. Una mejora que acaso pase por un repertorio más adecuado a las prestaciones actuales de este joven tenor.


   Para quien escribe estas líneas, el Scarpia de Erwin Schrott fue, en lo vocal, toda una feliz sorpresa. Lejano quedaba ya el debut del bajo-barítono uruguayo en el teatro barcelonés con un Escamillo escénicamente efectista y vocalmente discreto, en la Carmen de la temporada 2010-2011. Desde su entrada en escena en el primer acto –«Un tal baccano in chiesa!»–, Schrott mostró una presencia vocal imponente. El uruguayo exhibió una voz recia, de timbre oscuro y adecuado a la malevolencia del personaje, homogénea en todos los registros. En el monólogo del Te Deum –«Va, Tosca!»– que cierra el primer acto, Scrhott dominó vocalmente la escena de una manera insólita, imponiéndose con rotundidad sobre una orquesta que va creciendo en intensidad. Ya en el segundo acto, desde su segundo monólogo –«Tosca è un buen falco!»–, Schrott prosiguió su exhibición vocal. Sin embargo, en esta segunda parte también se evidenció lo que, a juicio de quien escribe, fue un defecto que empañó la actuación de Schrott: a saber, la concepción del personaje. Uno no sabe hasta qué punto atribuir la responsabilidad de ese defecto al cantante o al director de escena, pero lo cierto es que el Scarpia de Schrott, incontestable vocalmente, quedóun tanto desdibujado teatralmente. La propia caracterización de Schrott, con una peluca de pelo negro y largo que le caía sobre los hombros, más bien remitía a la imagen de un libertino que al temible jefe de la policía romana. Asimismo, la actitud escénica del cantante uruguayo, sus gestos y su modo de decir –en varias ocasiones, incluso con inflexiones de voz caricaturescas– aguaron en cierto modo la representación de un personaje que debe desprender maldad en cada ademán, y no socarronería y paródica jactancia, como efectivamente transmitió Schrott, quien, por momentos, pareció concebir el personaje de Scarpia como una suerte de Don Giovanni. En todo caso, si bien fue una lástima que Schrott desaprovechara, debido a su comentado desempeño escénico, la ocasión para firmar una actuación redonda, justo es reconocer que su Scarpia de envidiables medios tuvo un impacto formidable.

   Los demás personajes, todos secundarios, fueron interpretados con profesionalidad. El bajo Stefano Palatchi, otrora una voz habitual del teatro barcelonés en papeles de enjundia, se hizo cargo del fugitivo Cesare Angelotti con unos medios vocales que claramente han dejado muy atrás su mejor momento, pero que bastaron de sobra para encarnar al «console della spenta Repubblica Romana». Enric Martínez-Castignani compuso un sacristán un tanto insulso, pero correcto. Por su parte, otro habitual del teatro, Francisco Vas, encarnó al odioso Spoletta con adecuado esmero. Correctos estuvieron Josep-Ramón Olivé y Marc Pujol en sus respectivos roles testimoniales de Sciarrone y del carcelero. La joven soprano Inés Ballesteros completó el reparto asumiendo, con voz de bello timbre, la breve intervención en interno del pastorcillo en el tercer acto, «Io desospiri». Correcta fue, asimismo, la única intervención del coro, en el primer acto.


   Elogio merece, por su parte, la intervención de la orquesta, dirigida por John Fiore. En contraste con las tristemente acostumbradas lecturas rutinarias y anodinas del repertorio pucciniano, Fiore logró extraer del conjunto liceísta un sonido compacto (incluso la habitualmente débil secciónde cuerda sonó más corpórea que de costumbre, al margen de algún que otro extraño accidente de afinación al inicio del tercer acto), así como una intensidad y una variedad dinámica menos habituales de lo que sería deseable. Felizmente, la orquesta estuvo, pues, a la altura de la flamígera partitura de Puccini, lo que contribuyó decisivamente a convertir esta Tosca barcelonesa en un notable éxito.

Foto: A. Bofill

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