Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. 13-II-2020. Palau de la Música Catalana. Ciclo Palau 100. Obras de Beethoven. Orchestre Révolutionnaire et Romantique. Director: John Eliot Gardiner.
Un abarrotado Palau de la Música aguardaba, el pasado jueves, el inicio de la cuarta jornada de la integral de las sinfonías de Beethoven que Sir John Eliot Gardiner, al frente de la Orchestre Révolutionnaire et Romantique, ha ofrecido al público barcelonés, en el marco del 250 aniversario del compositor de Bonn que se celebra este año. La del jueves fue la ocasión de la Sexta y la Séptima sinfonías, y a buen seguro que Gardiner y su orquesta lograron conmover incluso al pétreo busto de Beethoven que vigila, con el acostumbrado rictus grave y ensimismado, el escenario de la emblemática sala desde el flanco derecho del arco del proscenio.
El peso de las tradiciones –que no el de la tradición– es a veces necesario descargarlo. En el siglo pasado, el rostro sinfónico de Beethoven quedó definido por las interpretaciones de una pléyade de directores ilustres que abordaron el opus del compositor alemán desde una concepción orquestal eminentemente romántica. Durante todo el siglo XIX, la evolución del sinfonismo romántico alemán conllevó el engrosamiento de los conjuntos orquestales hasta lo insospechado. Un proceso que Beethoven bien es cierto que impulsó decisivamente, pero ello no es motivo para tomar al compositor alemán y ubicarlo en un lugar que no le corresponde, como es el del romanticismo musical, bajo cuyo prisma se ha hipertrofiado la obra sinfónica del músico de Bonn. Así, los empeños de figuras señeras como Klemperer o Karajan legaron un Beethoven colosal que se convirtió en hegemónico, a partir de masas orquestales excesivas y una solemnidad impostada, más acorde con el sinfonismo de Brahms, por traer un ejemplo especialmente oportuno (sabido es que Brahms, el conservador entre los románticos, concibió su música como una continuación sobre el camino andado por Beethoven).
El romanticismo de Beethoven no es más que una lectura sesgada del compositor. Una lectura sesgada a la que debemos, en buena medida, el milagroso legado del sinfonismo romántico. Sin embargo, ante el manido dilema acerca de la identidad musical del divino sordo –¿es Beethoven el primer romántico o el último clásico? –, la respuesta es clara, o cuanto menos, de ello está más convencido uno después de escuchar la interpretación de Gardiner del pasado jueves. Aunque uno también se da cuenta de que el mencionado dilema es de por sí tendencioso. ¿Qué significa ser «el último clásico»? Absolutamente nada porque esa condición no es más que un eslogan, una absurda reducción que no lleva a ningún sitio, como tampoco significa nada ser «el primer romántico», pero, a tenor de lo que se escuchó el pasado jueves en el Palau, parece un hecho insoslayable que el Beethoven de Gardiner, despojado de prendas presuntamente románticas (y acaso efectivamente romanticoides), resulta mucho más cercano, más auténtico, más sincero y más vivo. Pero, en fin, no permita el lector que me demore más en este preámbulo, pues se me va a quemar la crítica.
Pocas obras más pertinentes para observar lo hasta aquí apuntado que la Sinfonía nº 6 del maestro de Bonn, la célebre Pastoral. Esta sinfonía, programática, que Beethoven subtituló como «Recuerdos de la vida campestre», es una obra de enormes contrastes que Gardiner y la Orchestre Révolutionnaire et Romantique, ese conjunto historicista que el mismo director fundó treinta años atrás, supieron reflejar con una vividez electrizante. Las cuerdas sin vibrato y la sección de vientos –verdaderamente– de madera plasmaron con nitidez el bucolismo arcádico del Allegro ma non troppo inicial y la galantería rural del segundo movimiento, con una dirección de Gardiner ágil, alegre y jovial que no dejó un momento sin relieve dinámico. En el tercer movimiento la tranquila vaporosidad dejó paso a la distendida reunión de campesinos, con los bruscos y descarados ataques de las cuerdas graves que introducen el tema de una danza de sonoridades báquicas. Una fiesta interrumpida abruptamente por la tempestad del Allegro subsiguiente, de una tensión abrumadora en las cuerdas, tajantes y violentas, reforzadas por unos timbales que, tocados con baquetas sin algodón, sacudieron los envites furiosos de la orquesta en pleno. Amainado el temporal, Gardiner y la orquesta abrieron paso al Allegretto final, con su sencillo y luminoso tema que Beethoven expande con un arte, el de la variación, que el maestro alemán domina prodigiosamente y que el director y su orquesta supieron plasmar con una riqueza tímbrica maravillosa, cambiando de una textura a otra con un sonido diáfano hasta alcanzar el material conclusivo que conduce a ese final de majestuosa serenidad recobrada tras el temporal. El público, en vilo hasta ese momento, prorrumpió en una ovación entusiasta que parecía olvidar que todavía faltaba, por fortuna, medio concierto.
Muy distinta a la Pastoral es una sinfonía como la 7ª. Ya en el inicio del primer movimiento nos topamos con un Beethoven ceremonioso y regio, pero Gardiner y la ORR (con violines y violas tocando de pie, como era preceptivo) lo interpretaron sin afectación y sin morosidad en el tempo, es decir, con una ligereza que no se confunde con la banalidad, lo cual es una de las virtudes más distintivas del clasicismo. En medio de esa sobria ceremoniosidad irrumpió la orquesta con el impetuoso tema del Vivace, exultante de juvenil vigor, sin rastro de las plomizas solemnidades tan acostumbradas en otros tiempos; algo que también se advirtió en la ejecución del celebérrimo Allegretto, que en las manos de Gardiner y la ORR sonó grave, pero sin ampulosidad, serio, pero sin impostación, rotundo, pero sin pesadez, conmovedor sin sentimentalismo. Tras la circunspección del segundo movimiento, en el tercero Gardiner y su orquesta salieron a jugar con el correteo del Presto, de una precisión rítmica intachable que dotó a la interpretación de un dinamismo irresistible, aprovechando los sorpresivos accentosde la partitura beethoveniana. Un Presto en el que se intercalaron los respiros, a saber, el tema del Assai meno presto, con sus explosiones del metal, verdaderamente marciales por parte de la orquesta. Todo ello para culminar en el cuarto y último movimiento, un Allegro con brio que verdaderamente hizo honor a la indicación dinámica, planteado por Gardiner como un tour de force sin tregua y obteniendo de la orquesta una respuesta de una precisión milimétrica, llena de entusiasmo hasta concluir de un modo apoteósico un concierto que el público supo agradecer en su justa y altísima medida. Un concierto en el que Gardiner y su orquesta no invocaron a Beethoven, sino que lo retornaron a la vida.
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