Por David Yllanes Mosquera | @davidyllanes
Seattle. McCaw Hall. 19-VIII-2018. Porgy and Bess (George Gershwin). Alfred Walker (Porgy), Angel Blue (Bess), Lester Lynch (Crown),IbidunniOjikutu (Serena), Jermaine Smith (Sportin’ Life), Brandie Sutton (Clara), Derrick Parker (Jake), Judith Skinner (Maria).Seattle Symphony Orchestra. Direcciónescénica: Francesca Zambello / Garnett Bruce. Dirección musical: John DeMain.
Porgy and Bess ha tenido una historia complicada. Estrenada en 1935, esta «ópera folclórica» de George Gershwin, nos cuenta los esfuerzos de Porgy, un entrañable mendigo inválido, por liberar a Bess de las garras del violento Crown. La obra está basada en una novela de DuBose Heyward —quien colaboró con su esposa Dorothy y con Ira Gershwin en la adaptación —que ambienta la acción en la ficticia Catfish Row, inspirada en la comunidad gullah de Carolina del Sur. Pronto empezaron los problemas: demasiado negra para algunos en la América de las leyes Jim Crow, demasiados estereotipos negativos para otros.
El rechazo generado por la carga racial de la ópera y sus dificultades logísticas —requiere un reparto enteramente negro (los únicos blancos son los policías, que no cantan) con voces de formación operística— le impidió encontrar un sitio en las programaciones. A pesar de que muchos de sus números, como «Summertime» o «I gotplenty o’ nuttin’» fueron popularizados en versiones jazz por artistas como Ella Fitzgerald o Louis Armstrong, la obra sobrevivió en los escenarios principalmente en versiones drásticamente mutiladas para Broadway y con un tratamiento musical muy alejado de los deseos de su compositor.
Fue necesario esperar hasta 1976, cuando la Houston Grand Opera montó una producción que restauraba la partitura completa de Gershwin, para que Porgy and Bess fuese ampliamente reconocida como lo que es: una fantástica ópera con un estilo fresco y chispeante, que muestra un drama muy humano e impactante. A la batuta en esta referencial versión de Houston se encontraba John DeMain, con quien ahora cuenta de nuevo la Seattle Opera. Desde entonces, directores como Rattle o Maazel han dejado sus lecturas y la obra maestra de Gershwin se ha consolidado en el repertorio.
Aún así, en 2018 el debate continúa. Las compañías de ópera estadounidenses, sostenidas por donaciones de su comunidad —que, además, implican desgravaciones fiscales y, por tanto, una subvención pública indirecta— sienten una presión creciente por promover la diversidad. En este sentido, Porgy es un arma de doble filo: da total protagonismo a artistas negros, sí, pero en una obra escrita por blancos y que los muestra como personajes marginales y de forma no totalmente auténtica.Un ejemplo es el dialecto que emplean los personajes: el verdadero gullah, una lengua criolla caribeña con influencias francesas y africanas, sería incomprensible para el público y se sustituyó en 1935 por un inglés macarrónico que normalmente se suaviza en producciones actuales. Al mismo tiempo, atrae acusaciones de falta de originalidad, de «cubrir el expediente» con siempre la misma ópera afroamericana—recientemente están apareciendo otras, como Charlie Parker’s Yardbird, pero muchas están aún por recuperar—. La Ópera de Seattle no es ajena a esta discusión y ha acompañado a esta producción, que abre su temporada 2018/2019, con una mesa redonda sobre las barreras raciales en la ópera y una interesante exposición sobre el mismo tema en el vestíbulo de su McCaw Hall.
Pero todo este debate resultaría estéril si, a la postre, el nivel artístico no estuviera a la altura. Afortunadamente, el elenco reunido por la compañía nos ha ofrecido unas funciones realmente sobresalientes. El primer responsable del éxito ha sido el mencionado John DeMain. Este director no ha dejado de volver a Porgy and Bess desde sus históricas funciones de Houston, hace ya más de cuarenta años. Y se nota. Desde los primeros compases pudimos apreciar una lectura vibrante, totalmente auténtica y fiel al estilo, que rezumaba aroma sureño y se movía con total fluidez por el amplio abanico de emociones y colores que ofrece la partitura. DeMain estuvo además atentísimo a los cantantes, a quienes apoyó admirablemente. El mejor momento llegó con la impactante escena del huracán, en la que la orquesta fue incrementando poco a poco la tensión hasta un nivel tremendo que, sin embargo, DeMain supo mantener al tiempo que concertaba con total claridad al amplio elenco que, sobre el escenario, discutía sobre si desafiaba la terrible tormenta para buscar a Jake. Toda una lección y un alegato incontestable a favor del genio de Gershwin.
A la brillante batuta se unió un elenco vocal, enteramente estadounidense, que supo combinar la presencia vocal y la técnica operística con los singulares idiomatismo y estilo de la pieza. Alfred Walker, en el papel de Porgy, era uno de los reclamos de la función. Natural de Nueva Orleans, su «autenticidad» parecía garantizada, mientras que un muy buen Titurel reciente en la Metropolitan Opera prometía una voz con la calidad requerida —de hecho, saliendo de ese Parsifal, me preguntaba por qué este cantante no tenía oportunidades en mayores papeles en el MET—. Walker empezó ya en buena forma y desde su «Porgy ain’t sof’ on no woman» exhibió una voz con notable presencia. Su tratamiento del personaje se distancia en ocasiones de los modos más jazzísticos y busca potenciar la solemnidad y emoción. Esta elección funciona muy bien en ocasiones, como en «Roll dembones», aunque quizás se echó en falta algo más de swing en «I got plenty o’ nuttin’». En conjunto, ofreció un Porgy carismático y noble.
A un Porgy con amplia experiencia wagneriana se unía una Bess pucciniana, con una Angel Blue que está paseando su Mimì por escenarios de primera fila. Este trasfondo verista se refleja en una Bess vulnerable, que nos despierta una especial empatía. Su química con Walker fue total y ambos ofrecieron un «Bess, you is my woman now» de muy alto nivel, arropados con gran delicadeza por la orquesta de DeMain. Consigue también crear una caracterización compleja y matizada a través de sus roces con Serena, Sportin’ Life y Crown, aunque le faltó algo más de refinamiento en los momentos solistas.
Hay en esta ópera un papel especialmente peliagudo y es el de Sportin’ Life. Un personaje fascinante: camello, jugador, proxeneta, vividor uno de esos villanos a la vez despreciables e irresistibles que piden un intérprete con un magnetismo singular. A esto añadimos un estilo muy cercano al blues en una función con orquestación operística y el resultado es un papel muy difícil de encarnar satisfactoriamente, el habitual punto flaco de producciones de Porgy and Bess. Afortunadamente, en esta ocasión contábamos con Jermaine Smith, quien prácticamente ha construido una carrera alrededor del personaje, que ha interpretado en la friolera de 500 funciones. Smith maneja admirablemente no solo su voz de tenor ligero sino también sus movimientos corporales, coreografiados con total precisión al ritmo de la música. El resultado es un Sportin’ Life que rebosa carisma y es capaz de repugnarnos y fascinarnos al mismo tiempo. Bordó la famosa «Ita in’t necessarily so», con un fraseo lleno de hallazgos e incisividad y una voz bien proyectada, con una dicción muy clara.
El resto del elenco, así como el coro, se mantuvo a un nivel bastante alto. Lester Lynch fue un Crown con unas presencias física y sonora imponentes, aunque perdió bastante fuelle en el tercer acto. De entre el resto de los habitantes de Catfish Row, cabe destacar sus líderes morales Serena y Maria. La primera, Ibidunni Ojikutu en sustitución de la enferma Mary Elizabeth Williams, fue una agradable sorpresa,mientras que la Maria de Judith Skinner aportó especial profundidad y contribuyó a reforzar la sensación de que estábamos observando una verdadera comunidad. En su intensidad, lenguaje corporal y mezcla de integridad y autoridad el seriéfilo en mí no podía evitar recordar a CCH Pounder en The Shield. Brandie Sutton fue una Clara dulce, quizás demasiado, su «Summertime» fue agradable pero falto de matices, mientras que Derrick Parker fue muy carismático como su marido Jake.
La producción original de Francesca Zambello estaba en esta ocasión dirigida por Garnett Bruce. Sin verdaderos hallazgos, ambienta bien la acción —por el vestuario, parece trasladada a los años 50, aunque, por desgracia, esto no supone ninguna dificultad para entender la disfuncional relación entre los gullah y la policía—. La escenografía de Peter J. Davison recrea Catfish Row como un patio rodeado de humildes construcciones de planchas de metal ondulado. La disposición de las diferentes viviendas, con puertas deslizantes, recuerda inevitablemente a una prisión.
El público, en la sexta de nueve funciones, prácticamente llenaba las 3000 butacas del McCaw Hall y ovacionó con entusiasmo y merecidamente a los artistas. Sin embargo, y a raíz de lo comentado al inicio de esta crítica, no podía evitar mirar a mi alrededor y ver que la presencia de rostros negros en el auditorio era menos que esporádica. Claramente, hay todavía mucho camino por recorrer para atraer a nuevos públicos. Pero, aunque cueste, con funciones de tanta calidad como esta no me cabe duda de que habrá progreso.
Foto: Ópera de Seattle
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