Por David Yllanes Mosquera
Nueva York. Metropolitan Opera House. 30-IX-2017. Les contes d’Hoffmann (Jacques Offenbach). Vittorio Grigolo (Hoffmann), Erin Morley (Olympia), Anita Hartig (Antonia/Stella), Oksana Volkova (Giulietta), Laurent Naouri (Lindorf/Coppélius/Dr. Miracle/Dapertutto), Tarra Erraught (Musa/Nicklausse), Christophe Mortagne (Andrès/Cochenille/Frantz/Pitichinaccio), Mark Showalter (Nathnaël/Spalanzani), Robert Pomakov (Luther/Crespel), David Crawford (Hermann). Dirección musical: Johannes Debus. Dirección escénica; Bartlett Sher
La Metropolitan Opera nos ofrece este año una temporada aún más conservadora de lo habitual: 19 de las 24 óperas se han representado ya en los últimos cinco años y son pocas las concesiones al público que busca algo fuera de lo habitual. En algunos casos (Norma) se renueva la producción, en otros (como la perenne Bohème) los cantantes y en unos pocos (Tosca, con el esperado debut de Anna Netrebko) ambas cosas. Finalmente, alguna producción repite tanto cantantes principales como escenografía, en un intento de recrear un éxito reciente y ofrecer funciones de repertorio que atraigan al público. Tal es el caso de estos Contes d’Hoffmann, que suponen el retorno de la producción de Bartlett Sher (de 2009), y, sobre todo, de Vittorio Grigolo como protagonista y de Erin Morley como Olympia (ambos intérpretes cosecharon un gran éxito de público en los anteriores Contes, de 2015). El resto del reparto presentaba varios cambios respecto a las anteriores funciones, en principio para mejor (aunque, como comentaremos, no sin alguna aspereza).
Grigolo es actualmente uno de los tenores más mediáticos y queridos por el público neoyorquino. No es difícil entender la causa, en un panorama en el que el Met confía con frecuencia papeles emblemáticos del repertorio (Alfredo Germont, el Duque de Mantua, etc.) a cantantes de muy escasa presencia vocal como Atalla Ayan o Stephen Costello. En cambio, el tenor de Arezzo nos ofrece una de las voces más bellas y sonoras del momento, además de indudables entrega y energía (el contraste con el gris Dmytro Popov, en escena en estas fechas con La bohème, no puede ser más claro). Por desgracia, este privilegiado material había estado siempre canalizado por una técnica muy pobre, con multitud de sonidos abiertos, además de una falta de matización o sentimiento: todo se ve sobreactuado y arrollado por un torrente vocal. La temporada pasada, sin embargo, pudimos ver a Grigolo en el Met como Roméo y Werther, que supusieron pasos en la buena dirección. Los desagradables falsetes seguían estando presentes pero menos frecuentes, el fraseo resultaba más comunicativo y la interpretación algo más emotiva. Había, por tanto, cierto interés en comprobar si la evolución positiva continuaba o si todo había sido un espejismo.
A la postre, el balance resultó ligeramente positivo. Por un lado, el prólogo en la taberna de Luther parecía devolvernos al viejo Grigolo: canto descontrolado y actuación hiperactiva, con un aria de Kleinzach que demostró problemas en los graves y momentos en el que el estilo «sin reservas» del tenor lo llevó directamente al grito. Sin embargo, a medida que avanzaba la ópera y se nos presentaban situaciones más dramáticas o románticas, la situación mejoró. Observamos más autocontrol y un intérprete que consiguió transmitirnos emociones además de decibelios. En contraste con su Hoffmann de 2015, en este caso era posible creerse el personaje de un poeta torturado. Esperemos que esta tendencia continúe, pues unos medios vocales como los de Grigolo no son fáciles de encontrar.
El segundo aliciente de la tarde se encontraba en el debut metropolitano de Tarra Erraught, que interpretaba a la Musa y a su encarnación como Nicklausse, amigo de Hoffmann y su acompañante en todas sus aventuras. Aquí es preciso recordar que son varias las versiones que circulan de esta ópera, al haber muerto Offenbach sin poderla ver completamente rematada. La edición que maneja el Met (y la producción de Sher) dan especial relevancia a este personaje, por lo que la responsabilidad de Erraught era grande. La irlandesa demostró considerable valía como cantante en sus momentos solistas, aunque estuvo mucho más cómoda en la zona aguda, hasta el punto de parecer más una soprano que una mezzo. En el aspecto interpretativo se vio lastrada por la producción de Sher, que la mantiene constantemente en escena (a menudo sin hacer nada) y que pretende a la vez mostrar a Nicklausse como un personaje simpático y como un cómplice directo de todos los villanos de los cuentos. Para lograr convencer en estas condiciones serían necesarios un carisma y unas tablas de momento fuera del alcance de esta cantante.
El primero de los amores de Hoffmann, la autómata Olympia, corrió a cargo de Erin Morley (como Grigolo, veterana de las funciones de 2015). Se trata este de un papel agradecido de cara al público, pero a la vez plagado de dificultades. Morley las superó todas con aparente facilidad, haciendo gala de rutilantes agudos y satisfactorias agilidades, además de una muy considerable vis cómica. La soprano consiguió que las ornamentaciones de «Les oiseaux dans la charmille» no pareciesen gratuitas, sino perfectamente encajadas en su caracterización del personaje. Con esta exhibición vocal y su más que simpática actuación resultó la gran triunfadora de cara al público.
De la muñeca Olympia pasamos, en el segundo acto, al más trágico personaje de Antonia, interpretado por Anita Hartig. Sin llegar al éxito de Morley, resultó una intervención satisfactoria, con una voz bastante rica en el centro y controlada en el agudo. Ya algo por debajo la Giulietta de Oksana Volkova, bastante anodina (además de con una dicción francesa incomprensible, en contraste con un reparto generalmente bastante competente en este aspecto). Poca compenetración con Tarra Erraught en la famosa barcarola que abre el acto veneciano y, en general, una interpretación que deja poca huella.
Llegamos, por fin, al más satisfactorio elemento de la función: los cuatro villanos de Laurent Naouri, quien supone la mayor mejora respecto a la anterior reposición de los Contes en el Met (sustituyendo a un Thomas Hampson que se veía totalmente superado por el papel, aunque Naouri ya había entrado en el segundo reparto en aquella ocasión). El bajo-barítono ofreció una interpretación totalmente convincente, imponente como villano y lejano de la caricatura. Notable fraseador, fue el esqueleto que sostuvo y cohesionó toda la función. Destacable su agudo en «Scintille, diamant». Muy meritoria también la labor del tenor Christophe Mortagne en sus cuatro papeles cómicos.
La orquesta y coro rindieron al gran nivel al que nos tienen acostumbrados. En esta ocasión, teníamos a la batuta a Johannes Debus, director musical de la Canadian Opera Company de Toronto pero que visitaba el Met solo por segunda vez, tras su Salomé de 2016. Aquella ocasión se había saldado con cierta decepción, con buenos detalles pero falta de tensión. Tensión que, en contraste, no ha faltado en estos Contes, en los que Debus se ha mostrado mucho más atinado. Capaz de adaptarse sin problemas a las cambiantes emociones que transmite la obra, que alterna entre lo emotivo y lo ridículo, lo íntimo y lo grandios, comunicó bien el espíritu de la obra.
Poco que decir de la embrollada producción de Bartlett Sher, que resulta interesante visualmente tan solo en el acto de Olympia y que parece tener ideas, pero no las transmite. La continua presencia del escritorio de Hoffmann, rodeada de papeles, en una esquina del escenario, refuerza el carácter onírico de la obra y contribuye a la interpretación de Nicklausse como un alter ego de Hoffmann (su conflicto interior). Pero la dirección de actores es poco afortunada y el resultado final no llega a transmitir una visión clara, más allá de un ambiente opresivo, de pesadilla, que refleja el torturado estado mental del poeta, pero deja algo perdidos a los cantantes.
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