La Staatsoper unter den Linden de Berlín programa una gran versión de la ópera Jenufa de Janacek bajo la dirección musical de Thomas Guggeis y escénica de Damiano Michieletto
Jenufa para el recuerdo
Por Raúl Chamorro Mena
Berlín, 10-VI-2022, Staatsoper unter den Linden. Jenufa (Leos Janácek). Asmik Grigorian (Jenufa), Dalia Schaechter (La Sacristana), Stephan Rügamer (Laca Klemen), Alexey Dolgov (Steva Buryja), Hanna Schwarz (La abuela Buryja), Ema Nikolovska (pastora), Evelyn Nova (Karolka), Adriane Queiroz (Barena), Victoria Randem (Jano), David Ostrek (Juez). Coro de la Staatsoper de Berlín. Staatskapelle Berlín. Dirección musical: Thomas Guggeis. Dirección de escena: Damiano Michieletto.
Jenufa se convirtió en una ópera especial para el que suscribe desde el mes de Febrero de 1993, cuando la presencié por primera vez en el Teatro de la Zarzuela de Madrid y quedé en estado de shock con la impresionante interpretación de la Sacristana por parte de Leonie Rysanek. Me libré de una taquicardia de milagro, lo que me permitió repetir un par de funciones y convertirme en devoto eterno de la gran soprano, de Jenufa y de Leos Janacek.
El crudo realismo de la obra, tributario del movimiento verista-naturalista, el acusado sentido teatral de Janacek -autor también del libreto sobre un texto de Gabriela Preissová-, la construcción de unos personajes, que obran de manera discutible, errada, presionados por el entorno, por unos códigos morales férreos, por el complejo de culpa, la pobreza… lo que quieran, pero fundamentalmente actúan de una manera profundamente humana.
Jenufa, la muchacha bella y noble, enamorada del niñato rico inmaduro y vividor que no merece tal devoción y al que sólo cautiva su belleza, tuvo como intérprete ejemplar, bajo todos los aspectos, a la soprano Asmik Grigorian. En lo interpretativo, la soprano lituana nos desgrana una protagonista llena de encanto y plasma esa evolución de la joven dulce e ilusionada del principio, porque su amado Steva, padre del hijo que espera, se ha librado de la conscripción, a la resignada y sufriente de segundo acto que- ya con el rostro desfigurado por el brutal Laca – da a luz a la criatura de manera clandestina, con la sola compañía de su madrastra. Finalmente, el dolor y desolación del último acto en el que abraza un matrimonio «de salvación» con el rudo, pero honda y sinceramente enamorado de ella, Laca Klemen y que termina perdonando el terrible crimen a la Sacristana. En lo vocal, la Grigorian exhibió su emisión canónica, liberada, impecablemente apoyada y proyectada, con un timbre atractivo, luminoso y totalmente homogéneo, observando con todo ello, las ortodoxas reglas del canto italiano, madre de todos, y que parecen perderse hoy día de forma irremisible. La Grigorian emitió agudos bien emitidos, timbrados, brillantes y seguros, un fraseo bien torneado y que reproduce perfectamente en el aspecto vocal su elegancia sobre el escenario. Una cantante que nunca suena forzada y que delineó una Jenufa referencial.
El devenir de los hechos, las férreas reglas sociales propias del asfixiante microcosmos de una aldea llevan a la Sacristana, impulsada por el amor hacia su ahijada Jenufa a cometer un horrible infanticidio con el hijo recién nacido, obstáculo para la felicidad de su ahijada. Su padre no quiere saber nada del niño, sólo ofrece dinero y se va a casar con la hija del alcalde, Laca nunca asumirá un hijo de su odiado hermanastro, por tanto, el niño debe desaparecer. El complejo de culpa devorará a esta mujer de educación férrea, al que la situación le lleva a cometer un crimen imperdonable, aunque sea promovido por su indudable amor hacia su hijastra. Ante la cancelación de Evelyn Hertlizius, Dalia Schaechter asumió este papel, uno de los más fascinantes de la literatura operística, que en el primer acto irrumpe un escenario lleno y que vive un cierto caos, provocando el inmediato silencio de todos, al igual que el Barón Scarpia en Tosca, indudable modelo de esta escena. Schaechter con voz híbrida, de estimables volumen y extensión, pero desigual y con vibrato, además de emitir algún que otro sonido fijo y de dudosa afinación, demostró ser una leona escénica. Las aludidas irregularidades importaron poco ante tal temperamento, pues la Schaechter completó una creación emotiva, plena de arrojo, acentos vibrantes y arrolladora teatralidad. Su gran química en escena con la Grigorian fue sellada por el abrazo que se dieron en los saludos finales a telón abierto ante las desbordantes ovaciones del público.
Janacek asigna dos tenores a los hermanastros Steva, de la rama acaudalada de la familia, muchacho veleta, caprichoso e insustancial, y Laca, de la parte más humilde, rudo, impetuoso, pero tan enamorado de Jenufa, que aunque por ello desfigura su belleza para que ya no interese a Steva, es su única opción de futuro para poder ser feliz. Más bien discreto en lo vocal, emisión retrasada, timbre gris y sin mordiente, el tenor Alexei Dolgov como Steva, aunque resultó creíble en el aspecto escénico, bien caracterizado su personaje en la puesta en escena. Por su parte, Stephan Rügamer como Laca Klemen llenó la sala son su voz sonora y penetrante, aunque de timbre ingrato donde los haya, desigual y con un canto vulgar y deslavazado, que el tenor alemán compensa en cierta forma, con acentos vibrantes, así como su entrega y arrojo en escena. A pesar del indudable deterioro vocal, Hanna Schwartz mantiene todo su magnetismo en escena, además de algunas notas todavía potables, lo que le permite conferir una dimensión poco habitual al papel de Abuela Burya. Buenos secundarios como corresponde a un teatro de esta categoría, destacando las féminas, Adriana Queiroz, Ema Nikolovska y Evelyn Nova.
La espléndida dirección musical de Thomas Guggeis, a sus 29 años de edad, obliga a proclamar, no ya una dorada proyección a futuro, más bien una realidad. Sonido rutilante, diáfano, -se oyó todo- de deslumbrante refinamiento tímbrico el obtenido de la Staatskapelle Berlín. La batuta del joven director alemán dibujó todas las atmósferas teatrales, además de traducir con primor los detalles de la magnífica orquestación de Janacek, combinando delicados momentos camerísticos con los pasajes de vigor orquestal y fuerza dramática. Todo ello con el imprescindible voltaje y tensión teatral, innegociables en Jenufa. Bien el coro, aunque penalizado por la decisión de la regia de dejarlo fuera de escena en su importante intervención del primer acto.
La puesta en escena de Damiano Michieletto estrenada en su día por un elenco encabezado por Camilla Nylund, Evelyn Hertlizius y dirección musical de Simon Rattle, deja de lado cualquier elemento que identifique la pequeña y más bien aislada aldea del libreto, empezando por el molino que constantemente evoca la música en el primer acto. El regista veneciano parece encuadrar la historia en la rígida sociedad de posguerra europea encuadrada en un espacio delimitado por un cortinaje de plástico o plexiglass transparente –escenografía de su colaborador habitual Paolo Fantin- y unos elementos simbólicos como un pequeño altar con una cruz que encarna el atávico elemento religioso, la lana roja con la que Jenufa teje un gorrito para su futuro bebé, prenda con la que aparecerá una vez sea descubierto enterrado en la nieve y, especialmente, el hielo. Ese hielo que engulle al bebé, que parece representar la tradición finisecular que envuelve a la familia y que por una parte será destruido por el frescales vividor y amoral Steva, para luego colgar del techo en el último acto como bloque cada vez más grande y amenazador donde será descubierto el cadáver del bebé y se derretirá sobre la culpable Sacristana. Más allá de todo ello, Michieletto, que unas veces acierta y otras no, ofrece trabajos inteligentes y bien pensados, como es el caso, además de ofrecer un movimiento escénico muy bien trabajado y una adecuada caracterización de personajes.
Foto: Staatsoper unter den Linden
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