Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional.13-IV-2018. Temporada de abono de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE). Aga Mikolaj, soprano; Martin Gantner, barítono. Director musical, James Conlon. La noche transfigurada, op. 4 de Arnold Schoenberg. Sinfonía lírica, op. 18 de Alexander von Zemlinsky
Bajo el título de “Mucho más que cuñados”, la Orquesta Nacional ha presentado el que para algunos de sus habituales, era a priori el concierto más esperado del año. Siempre es un acontecimiento poder escuchar en una sala de conciertos una obra de Alexander von Zemilinsky, dada la racanería habitual de los programadores con él. El vienés fue un músico clave en la evolución de la música del SXX, que tuvo gran influencia en varios de sus alumnos, alguno de los cuales –Schoenberg en concreto– protagonizó el final de una época, y el comienzo de otra. Schoenberg fue primero alumno, y luego cuñado de Zemlinsky, y su relación duró toda la vida con los altibajos habituales. Un atractivo añadido era la presencia del americano James Conlon en el podio de la ONE, toda una garantía, ya que es de lo pocos directores de renombre que “se atreven” con Zemlinsky.
Arnold Schoenberg compuso La noche transfigurada en los albores del cambio de siglo para sexteto de cuerda, estrenándola en 1902. Basado en un poema de Richard Dehmel, nos cuenta el paseo nocturno de una pareja en el que la mujer confiesa al marido que le ha sido infiel y está embarazada de otro hombre. Sin embargo, este poema es más una fuente de inspiración que algo a ilustrar. No nos encontramos ante música programática sino ante una música de calado, de gran intensidad y profunda hondura, deudora de la herencia cromática wagneriana. Schoenberg orquestó la obra en 1917, y en 1943, diez años después de su llegada a los EE.UU. huyendo de los nazis, la revisó a instancias de Bruno Walter que la reestrenó en el Carnegie Hall, en febrero de 1944 en un concierto de la Filarmónica de Nueva York donde también se interpretó la 4ª Sinfonía de Gustav Mahler. Esta es la versión que se ha impuesto en las salas de concierto, aunque algunos seguimos prefiriendo la fuerza intensa y emotiva de la versión de cámara.
James Conlon es un maestro más vibrante y enérgico que de trazo fino. Como gran director de foso, sus resultados son mejores cuando “cuenta algo” que cuando se enfrenta a obras de carga profunda. El viernes tuvimos algo de eso. La obra naufragó en sus inicios, de manera evidente hasta el primer crescendo. Ahí empezó a coger algo de vuelo, aunque sin llegar a despegar del todo. Hubo lirismo y momentos de cierta intensidad, pero faltó hondura y algo mas de expresividad. Tampoco fue la mejor tarde de las cuerdas de la ONE. Los contrabajos, situados en la parte superior envolviendo a la orquesta –a la vienesa–, tardaron en acoplarse. Las intervenciones del sexteto solista, todas ellas de gran calidad, trataron de elevar el nivel, pero el conjunto global quedó por algo por debajo de lo esperado. Por ejemplo, la gran versión que la propia orquesta nos dio hace unos años de la mano de Peter Eötvös, en su carta blanca.
Como mencionaba al principio, el Sr. Conlon era a priori una garantía para la Sinfonía lírica. No solo por sus grabaciones de óperas y sinfonías del vienés, sino porque aún perdura en nuestro recuerdo, la fabulosa interpretación de La sirenita que nos dio hace unos años con la Orquesta Gurzenich de Colonia en el ciclo de Ibermusica.
La obra, compuesta entre 1922 y 1923 para soprano, barítono y gran orquesta, consta de siete movimientos sobre poemas traducidos al alemán del Premio Nobel de 1913, Rabrindanath Tagore. Zemlinsky que quiso componer su propia “Canción de la tierra”, comparte muchas de las premisas de las que Mahler partió en la original. En concreto, el épico movimiento inicial, con una orquesta casi ensordecedora, que obliga al barítono a una tarea sobrehumana, donde por más empeño que ponga, es prácticamente imposible de oír. En el resto de movimientos, enlazados por interludios, Zemilinsky va dejando paso a una orquestación prodigiosa, de un refinamiento tímbrico excepcional, y donde la labor de los cantantes es esencial, integrándose en la obra como un instrumento más.
El barítono Martin Gantner sobrevivió como pudo al inclemente movimiento inicial, donde su voz evidenció falta de empaque. Sin embargo, el alemán, a quien recientemente pude ver un Kurwenal encomiable, impuso su magnífico fraseo y su plausible línea de canto en sus intervenciones posteriores, sobre todo en un precioso “Du bist die Abendwolke” donde le expresa a su amada toda su pasión.
Por su parte, la soprano polaca Aga Mikolaj, con voz cálida, hermosa y de color intenso, redondeó una noche de alto nivel con un sublime “Vollendedenn das letzte Lied”, casi angelical.
James Conlon demostró a lo largo de la obra el dominio que le presuponíamos, y salvo en el embarullado movimiento inicial, donde hubo ciertos desajustes y cierta confusión en la diferenciación de los planos sonoros, estuvo a la altura de las expectativas. A partir del “Mutter, der jungePrinz”, su dirección firme, segura y vigorosa no le privó de cuidar la exquisita tímbrica de la obra. La orquesta aquí sí estuvo al nivel que nos tiene acostumbrados, tanto en tutti como en las difíciles intervenciones solistas. Magnífico el acompañamiento a los cantantes en los tres últimos movimientos, y primorosos tanto los dos últimos interludios como la enternecedora coda final.
El público respondió con calor y entusiasmo, aplaudiendo a los cantantes y a casi todos los solistas cuando James Conlon –que a su vez fue también muy aplaudido por el público y por los profesores de la orquesta– les fue levantando en los saludos finales.
Gran versión por tanto, que si bien no nos hizo olvidar la magistral versión que en mayo de 2008 nos dio la propia ONE junto al recordado Gerd Albrecht, sí nos volvió a cuestionar el por qué se programa tan poco esta obra.
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