Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 31-V-2018. OrquestaSinfónica de Galicia. Ivo Pogorelich (piano). Director musical: Dima Slobodeniouk. Concierto para piano y orquesta nº 2 en do menor, op. 18 de Sergei Rachmaninov. Sinfonía nº 4 en fa menor, op. 36 de Piotr Ilich Tchaikovski.
Decía el añorado crítico taurino Joaquín Vidal del diestro Curro Romero, a raíz de una de las grandes tardes del de Camas en Madrid, que “Curro paró el tiempo”. No solo eso, en alguna conversación con él, reconocía que a Curro se le podían poner todas las pegas en las –muchas– tardes malas, pero que a diferencia de otros, cuando desplegaba arte, era sorprendente, único, capaz de embaucar a todo un coso como su fuera el flautista de Hamelin. Algo imposible de ver en otros colegas suyos de profesión.
Algo similar podemos decir del pianista Ivo Pogorelich. Casi cuarenta años después de su fulminante irrupción en el Concurso Chopin de Varsovia donde fue eliminado en semifinales, y de la polémica que, ajena a él, le rodeó sus primeras décadas de carrera, el genio de Pogorelich sigue vivo aunque afortunadamente, cada vez más cerca de los melómanos y más lejos de los focos. Aun así, a sus casi sesenta años, la madurez enorme que pasea por los escenarios no le aleja del todo de aquella antigua imagen, y siempre hay quien le sigue viendo como un pianista más caprichoso que genial, que disfruta “rompiendo” las reglas de la tradición.
La interpretación, como era de esperar, fue heterodoxa, propia de una personalidad fuera de lo común. Con su habitual poderío casi insultante, y con un nivel de expresividad a lo “Curro Romero”, fue tremendamente convincente para un servidor, aunque como siempre con este artista único, con momentos concretos del concierto donde “su visión de la obra” y la mía no coincidieron. Como en la famosa secuencia inicial de ocho acordes, donde tras la serie creciente de los cuatro primeros, apianó el quinto y el sexto, para volver a incrementar el sonido en el séptimo y el octavo, realmente impresionantes, redondos e intensos. Fue un claro ejemplo de “las estrictas reglas físicas y matemáticas a las que la música está sujeta y que la mayor parte de los que le critican desconocen”, como comentó hace un par de años en una entrevista a la Agencia Efe. Pogorelich estiró el tiempo todo lo que el sonido le permitió, consiguiendo un efecto único que marcó el resto del Moderato inicial, expresivo e intenso, donde Dima Slobodeniuk y la Orquesta no terminaron de acoplarse con él.
En el Adagio sostenuto posterior, Pogorelich volvió de nuevo a sorprender, en este caso no para bien, respondiendo al tema principal enunciado por la flauta con toda la frase ejecutada en stacatto eliminando la delicadeza y la musicalidad que ese tema alcanza tocado en legato. En cualquier caso, una vez entras en su mundo, Pogorelich te atrapa, no solo a ti sino también a la orquesta y al director que estuvieron aquí mucho más acoplados con él. Pogorelich lo terminó de manera exquisita, jugando tanto con dinámicas como con una regulación excelsa del sonido que terminó difuminándo de manera ejemplar. Fue una lástima que el Sr. Slobodeniouk no attacara antes el Allegro scherzando final porque permitió que toda una legión de toses invadiera el Auditorio Nacional perdiéndose parte de la magia que se había conseguido momentos antes.
Aquí retornó el Pogorelich de siempre, el del sonido enorme, el del fraseo impoluto, el de los acordes de mano izquierda inigualables. Slobodeniouk y la orquesta “soltaron la caballería” y Pogorelich les respondió con una interpretación poderosa, de tú a tú, con un sonido capaz de igualar al de la orquesta sin esfuerzo aparente. Una interpretación intensa y romántica, donde relajaba las frases en piano, donde los acordes con ambas manos fueron rotundos. Interpretación de gran virtuoso, que mostró como pocas, el carácter impetuoso y único del piano de Rachmaninov.Con el acorde final el público estalló con ovaciones interminables, pero a pesar de la insistencia, el de Belgrado no concedió ninguna propina.
Tras una interpretación de este calado, en la segunda parte, volvimos a la normalidad. La orquesta exhibió sus muchas virtudes en una Cuarta de Tchaikovsky muy bien ejecutada, con grandes frases de las cuerdas y muy buenos momentos solistas de los vientos -en especial los solistas de fagot, oboe y flauta- pero que tardó en coger vuelo, prácticamente hasta el Scherzo, donde a falta del buen humor que despliega la partitura, hubo brillantez tanto en las cuerdas con sus pizzicati,como en las maderas. En el Finale, la Orquesta echó el resto –las cuerdas estuvieron casi incandescente y los vientos brillantes aunque sin ese toque algo histriónico que tan bien le viene a la música de Tchaikovski– y el Sr. Slobodeniuk demostró que la partitura no tiene secretos para él. Como colofón, una coda final, vertiginosa y enérgica, donde todos rindieron a un gran nivel, y que provocó el entusiasmo del público. Una cuarta por tanto interesante, que fue de menos a más, pero tocada dentro de los cánones. La magia y la sorpresa fueron cosa de la primera parte.
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