Crítica de Raúl Chamorro Mena del concierto ofrecido por Iván Fischer y la Sinfónica de la Radio de Baviera en el Auditorio Nacional de Madrid dentro del ciclo de Ibermúsica
Un Mahler que deja huella
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 29-XI-2022, Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Sinfonía concertante (Franz Joseph Haydn). Ramón Ortega Quero, Oboe; Mor Biron, fagot; Radoslaw Szule, violín; Giorgi Kharadze, violonchelo. Sinfonía núm. 5 (Gustav Mahler). Symphonieorchester des Bayerischen Rundfunks –Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera. Director: Iván Fischer.
La Orquesta Sinfónica de la Radio Bávara ha puesto broche de oro a su visita a Madrid, dentro del admirable ciclo Ibermúsica, con otro concierto memorable, que culminó con una Quinta de Mahler que dejó al público aturdido, conmocionado, en un estado de shock que no te abandona en mucho tiempo.
Eso sí, la gloriosa orquesta quiso demostrar en la primera parte del evento, que también puede brillar en el más puro clasicismo de Haydn e incluso en el barroco. Primorosa, una pura delicatessen de refinamiento tímbrico y pureza estilística resultó la interpretación de la hermosa sinfonía concertante de Joseph Haydn, compuesta en 1792 en la primera de sus dos visitas a Londres. Los cuatro solistas convocados, todos pertenecientes a la orquesta comandados por el violín concertino Radoslaw Szule y con la participación del oboísta granadino Ramón Ortega, el fagot de Mor Biron y el chelo de Giorgi Kharadze, demostraron una compenetración y prestación artística de gran altura, especialmente en el espléndido andante, en el que armonizaron un sonido aterciopelado y una aquilatada musicalidad, tanto como la orquesta conducida con delicadeza y sabiduría por Iván Fischer. Los cuatro instrumentistas dieron aún un paso más allá demostrando que también podían ofrecer una música barroca de muchos quilates con una espléndida passacagía de Händel ofrecida como propina. Todo ello demostró, por un lado, la base filocamerística de la agrupación, que garantiza la ausencia de pesantez y aleja totalmente el fantasma del trazo grueso. Asimisimo, semejante nivel de solistas representa perfectamente la altísima categoría de una de las mejores orquestas del Mundo. Unas calidades, de las que estaría totalmente orgulloso su fundador, el magnífico director Eugen Jochum.
La Quinta sinfonía de Mahler, sobre la que el músico bohemio trabajó tanto y revisó en tantas ocasiones, es, sin duda, una de las cumbres de la historia. Su genio como orquestador, los contrastes –júbilo y tristeza, música culta y música popular-, así como la carga emotiva, se encuentran en altas dosis en esta mítica partitura. Iván Fischer demostró un aquilatado magisterio, una clarividente sabiduría, en una interpretación memorable, que lo tuvo todo. Al sonido resplandeciente, pleno de colores y de primoroso refinamiento tímbrico de la gloriosa orquesta de la Radio de Baviera -formada con los contrabajos a la izquierda- se unió el profundo sentido de la construcción, fruto de una acrisolada técnica, de Fischer. La batuta de gesto preciso, clarísimo, elegante y sin aspavientos del músico húngaro evidenció una pasmosa capacidad para diferenciar y equilibrar los planos orquestales, plantear unas sonoridades y texturas diáfanas, mediante unos tempi coherentes, a lo que se sumaron las primorosas transiciones, la casi infinita gama dinámica y la manera de crear clímax en un Mahler sin excesos en cuanto a exaltación emocional, pero emotivo, siempre tensionado, contrastado y con carácter.
Qué decir del fulgor de las trompetas iniciales, el ritmo perfectamente mesurado de la marcha fúnebre y el crescendo apabullante que nos dejó sin aliento atrapados en la butaca. Realmente impactantes resultaron el brillo, tersura y prodigioso empaste de la cuerda -parece que toca uno y suenan cincuenta-, la plenitud sonora de la cuerda grave, el esplendor de las maderas y unos metales tan seguros como radiantes. Fischer y la colosal orquesta transmitieron, asimismo, todo el tono trágico de los dos primeros movimientos que forman la primera parte de la obra. En el scherzo, Fischer demostró un admirable uso del rubato en los variados pasajes danzables y valses, con un deslumbrante pasaje en pizzicato de la cuerda. El trompa solista, que se situó en la parte delantera del escenario en este tercer movimiento, volvió a exhibir su gran categoría como en el concierto Strauss del pasado Domingo en el Teatro Real. El ya mítico adagietto popularizado por la película de Luchino Visconti Muerte en Venecia (1971), -cuando la música de Mahler aún estaba lejos de ser repertorio habitual de las salas de concierto- fue escanciado por Fischer con una irresistible mezcla de perfección ejecutiva y factura dramática, dosificando con sabio magisterio los clímax, sin excesos ni alaracas. Música con mayúsculas. La batuta del maestro húngaro y la gloriosa orquesta culminaron edificio tan fascinantemente construido con un brillantísimo y rutilante último movimiento. Un estruendo de ovaciones del público saludó el final de tal inolvidable interpretación. Vítores a modo de catarsis, pues uno quedó como aturdido y con una conmoción que deja huella para mucho tiempo.
Foto: Astrid Ackermann
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