Triunfal estreno de Anna Netrebko en el Liceo la noche del pasado jueves con su Iolanta, ópera de Tchaikovsky que también se estreba en el teatro. Una noche que pasará a los anales del teatro como lo hiciera aquella Arabella de la temporada 1961/1962 con la que debutó Caballé en este mismo coliseo. La ovación fue unánime y efusiva, y por motivos justificados.
Netrebko es quizá la voz de soprano con más potencial que haya surgido desde los años noventa del pasado siglo. Son un timbre y un material, los suyos, de esos que se encuentran en una de cada mil gargantas. La soprano rusa posee además un magnetismo singular, fijando la atención del espectador nada más pisar ella el escenario, incluso en una versión concierto como la que aquí comentamos. El timbre es suntuoso, denso, acariciador, con un centro carnoso y una transición esmaltada y brillante hacia el agudo. Se reconoce idéntico a como se registra en el disco. A partir de ese timbre, comunicativo por sí mismo, Netrebko ha afianzado un canto ensimismante, con una sólida capacidad para llenar el teatro con un sonido que flota y se proyecta con soberbia naturalidad, lo mismo en forte que en piano. La respiración es sosegada, el canto nada esforzado o tenso, y el sonido resultante es digno de escucharse con atención. El fraseo, al menos con esta partitura de Tchaikosky, es en su justa dosis poético y teatral. Tampoco desmerecen sus dosis como actriz, actuando ya con su rostro antes incluso de comenzar a cantar y apoderándose del escenario después, gesticulando, deambulando y haciéndonos creer su ceguera con gran verosimilitud. La combinación de todo ello nos ofreció una Iolanta inmaculada y memorable. Verdaderamente, el público del Liceo quedó el viernes cegado ante semejante derroche de medios y facultades.
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