Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 11-2-2020. Teatros del Canal, Sala Verde (Temporada del Teatro Real). Into the Little hill (George Benjamin). Jenny Daviet, soprano. Camille Merckx, contralto. Orquesta titular del Teatro Real. Dirección musical. Tim Murray. Dirección de escena: Marcos Morau (La Veronal).
Into the Little hill se trata del primer acercamiento a la música para el teatro de George Benjamin (Londres, 1960), ámbito en el que se ha centrado desde ese momento y en el que ha ofrecido a la ópera contemporánea una magnífica creación, Written on skin (Festival de Aix-en-Provence, 2012). Esta ópera ha logrado un éxito insólito entre la producción teatral contemporánea situándose como la ópera del Siglo XXI más representada. En el Teatro Real pudo verse en versión concierto el 17 de marzo de 2016 con el propio autor a la batuta, así como los protagonistas del estreno Barbara Hannigan y Christopher Purves, que han hecho suyos los personajes de Agnès y El protector. La tercera ópera de Benjamin –en colaboración, como las otras dos, con el dramaturgo Martin Crimp-, Lessons in love and violence se ha estrenado en el Covent Garden en mayo de 2018 y se trata de un encargo de la insigne Royal Opera Londinense en el que participan seis teatros, entre ellos el Liceo de Barcelona y el Real de Madrid, por lo que la obra podrá verse próximamente en las dos grandes ciudades españolas.
En mi opinión y como ya subrayé en la recensión del estreno en Madrid de Written on skin, la clave del éxito del músico británico -que fue en su día alumno de Olivier Messiaen- como compositor contemporáneo para el teatro, es la fusión entre una música de gran inspiración y belleza -un tejido de embriagadoras tímbricas, primorosos detalles y colores orquestales- y una gran fuerza dramática y teatral, así como a una atractiva escritura para la voz siempre conectada con la verdad dramática.
Por tanto, In to the little hill, ópera de cámara de apenas 40 minutos estrenada en 2006 en La Bastilla de París, es la primera obra para el teatro, la que abre el camino de la creación escénica de un compositor, que con sólo tres óperas se ha colocado en la cima de la ópera contemporánea. El libreto de Martin Crimp es una especie de fábula alegórica en clave política de la leyenda, recogida por los Hermanos Grimm, de El flautista de Hamelin encauzada en un entorno intemporal, una sociedad de impronta totalitaria, anestesiada, que recuerda a la que Ray Bradbury -y Truffaut en su magnífica adaptación cinematográfica- retrataron en Farenheit 451. Un escenario distópico en el que un Ministro para ganar su reelección decide ofrecer la sangre que pide el pueblo alienado, manipulado por los mass media, y exterminar las ratas, a sabiendas de que no son realmente dañinas, mediante un extraño personaje que le ofrece realizar el trabajo, a cambio de una recompensa monetaria. Enseguida comprenderá que en política siempre hay que pagar un precio. Solamente dos cantantes, una soprano y una contralto, encarnan a la docena de personajes –en muchos pasajes como relatores en tercera persona- y es realmente admirable la interesante relación tímbrica que Benjamin logra entre las dos voces. La una, que se encarama a la estratosfera del sobragudo en varios pasajes y la otra, que desciende al grave abisal en otros. En el foso, una orquesta de cámara formada por 15 músicos que incluye un címbalo húngaro o salterio, mandolina, banjo, clarinete tenor y clarinete bajo. Sin llegar a la inspiración de Written on skin, en Into the little Hill ya encontramos esa orquestación que subyuga al oyente mediante los contrastes rítmicos, las primorosas tímbricas, colores y sutilezas sonoras.
Después de ofrecer en concierto Written on skin y participar en la comisión y coproducción de Lessons in love and violence, el Teatro Real, con buen criterio, ha querido cerrar el círculo programando Into the little hill en sólo tres funciones –ampliadas a cuatro al haberse agotado rápidamente las entradas- ofrecidas en la Sala verde de los Teatros del Canal en coproducción con esta última entidad.
Comentaba un espectador próximo a mi butaca, que daba la sensación que los programadores temían que, con solo dos cantantes y una orquesta de cámara en un escenario desnudo, el público se aburriera y por ello sucedían muchas cosas sobre las tablas sin aparente justificación. La verdad es que no andaba desencaminado. Si se encarga el montaje a la compañía de danza La Veronal es obvio que los bailarines subrayarán la acción y su labor, es preciso subrayarlo, fue impecable. Tanto la coreografía como la danza y pantomima de las bailarinas Lorena Nogal, Marina Rodríguez, Angela Boix y Núria Navarra fue irreprochable. Asimismo, durante la representación diversos operarios construyen un decorado que, finalmente, será el de una anónima e impersonal familia acomodada con los libros de adorno y la hija aislada, alienada, con su videojuego, vamos, lo habitual hoy día. Otra cosa es que todo ello aporte algo, dando la sensación de relleno a una obra en el que música, canto y sustrato dramático están hábilmente imbricados por Benjamin y su talento.
Las voces convocadas son conocedoras y expertas en la escritura vocal de la ópera contemporánea, aunque o quizás, precisamente por ello, mostraron escaso caudal y proyección y eso que estábamos en una sala pequeña y con una orquesta reducida. En tal sentido, fue preferible el timbre oscuro, no exento de atractivo, si bien un punto cavernoso, de Camille Merckx, que dotó a su canto de los adecuados acentos, a la soprano ligerísima Jenny Daviet, muy implicada en escena igual que su colega, que sacó adelante una escritura agudísima, pero con algunos sonidos de dudosa afinación.
Tim Murray, que ha ofrecido en el Teatro Real buenas direcciones musicales en Porgy and Bess de Gershwin y Street Scene de Kurt Weill, fue una buena elección, pues garantizó una labor competente, de innegable solvencia y pulcritud y con la suficiente fibra dramática.
Foto: Marcos Morau
Compartir