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Crítica: «Il trovatore» de Verdi en el Teatro Real, bajo la dirección de Maurizio Benini

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Autor: Raúl Chamorro Mena
11 de julio de 2019

Dignidad vocal en un erial escénico

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 9-VII-2019, Teatro Real. Il trovatore (Giuseppe Verdi). Maria Agresta (Leonora), Francesco Meli (Manrico), Ekaterina Semenchuk (Azucena), Ludovic Tézier (Il Conte di Luna), Roberto Tagliavini (Ferrando), Cassandre Berthon (Ines), FabIán Lara (Ruiz). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Director musical: Maurizio Benini. Director de  escena: Francisco Negrín

   Tercera ocasión en que Il Trovatore (Roma, 1853), ópera emblemática de la llamada «trilogía popular» verdiana y en la que el genio músico-teatral del maestro se eleva a cotas cuasi sobrehumanas, sube al escenario del Teatro Real. Las dos anteriores, año 2000, que estuvo marcada por el enfrentamiento del tenor argentino José Cura con el público por las apropiadas protestas recibidas y 2007 con la Leonora de Fiorenza Cedolins y la Azucena referencial en los últimos años de Dolora Zajick, que 15 años antes nos había dejado patidifusos en el Teatro de la Zarzuela con el mismo papel. Recuerdo como en aquel lejano 1992 algunos aficionados comentaban después de la función, que ese fenómeno vocal que había hecho temblar las paredes del Teatro de la Calle de Jovellanos podría haber cantado los dos papeles femeninos de la ópera.

   Uno de los tópicos generalizados en el mundo lírico es el uso de todo tipo de calificativos negativos respecto al libreto de Il trovatore (iniciado por Salvatore Cammarano y terminado, tras su fallecimiento por Leone Emanuele Bardare), especialmente por quiénes, o bien desconocen los códigos del teatro de ópera italiano, particularmente el melodrama romántico, o le pretenden aplicar o analizar con los modos de otras latitudes líricas. El drama El Trovador de Antonio García Gutiérrez (Chiclana 1813- Madrid 1884) y el libreto resultante proveen a Verdi de situaciones de gran fuerza dramática, de voltaje teatral inmediato y directo, además de asegurar esa concisión dramática, requerimiento esencial del maestro que enarbolaba el principio «Brevità e concisione» como uno de sus credos teatrales irrenunciables. Asimismo, encontramos pasiones enfrentadas y conflictos entre los personajes y en el propio interior de los mismos, especialmente en la gitana Azucena, que fue el carácter que captó la inmediata atención de Verdi como algo «raro» y novedoso, lo que siempre buscó el genial hombre de teatro, no sólo empujado por la gran competencia que vivía el teatro lírico italiano de la época, sino, fundamentalmente, por ese afán de evolución siempre presente en su gloriosa carrera.


   Hay que subrayar, que en los tiempos que corren es, prácticamente, imposible lograr un reparto que haga justicia a Il trovatore con cuatro personajes, (cinco si añadimos a Ferrando, el bajo, que tiene una intervención fundamental al comienzo de la obra) de grandes exigencias vocales y que piden, asimismo, una destacada personalidad en escena.

   Dicho esto, el elenco reunido por el Teatro Real para la primera distribución de las 14 funciones programadas (a pesar de todo, recurrir a uno de los emblemas de la producción verdiana para «hacer caja» resulta una tentación irresistible) podemos considerarlo apañado y digno, aunque insuficiente para hacer justicia a esta obra maestra.

   Como he subrayado más arriba, el personaje de Azucena, que se debate entre el amor filial y el incontenible deseo de vengar a su madre quemada en la hoguera, fue el que atrajo la inmediata atención de Verdi y le impulsó, fundamentalmente, a poner música al drama de García Gutiérrez. Su originalidad, rareza o exotismo proviene de su condición de gitana, su tribulación, del impulso de venganza que le ha llevado a arrojar a la hoguera a su propio hijo y críar como propio al hermano de su enemigo. La rusa Ekaterina Semenchuk detenta un material vocal desguarnecido en graves (no tiene más remedio que forzar y abrir el sonido para dotarlos de entidad), centro suficiente y agudos fáciles (como demostró en el Do 5 optativo de la fermata del dúo con Manrico y en el agudo final de la ópera) en una franja donde el color resulta totalmente sopranil. El canto de Semenchuk es correcto, no especialmente incisivo ni contrastado en cuanto a fraseo y acentos, pero con los mínimos en cuanto a entrega y compromiso dramático (su relato «Condotta ell’era in ceppi» fue un ejemplo de ello) para completar una asumible creación del personaje, aunque faltó ese punto más de garra y personalidad que reclama un personaje emblemático dentro de la producción verdiana.


   A la italiana Maria Agresta, soprano lírica justa, le ví una Leonora apreciable –especialmente en las partes más líricas- en Valencia hace unos años con dirección de Zubin Mehta. Sin embargo, ya se pudo comprobar en la Norma de hace 3 años en el Teatro Real, que Agresta había recurrido al procedimiento, tan poco recomendable como, desgraciadamente, habitual, de abombar el centro, falsearlo, para intentar cantar con más anchura y timbre de la que se tiene. El resultado, falta total de flexibilidad, incapacidad para la coloratura (como pudo apreciarse en las dos cabalette), problemas para regular el sonido y viajes al agudo cada vez más duros, abiertos y esforzados. El acto cuarto con ese tour de force para la soprano dejó bien a las claras los apuros de Agresta, superada por la muy virtuosística y de clara raiz belcantista escritura de la maravillosa aria «D’amor sull’ali rosee», también por el sustrato dramático del “Miserere” y finalmente, por la agilidad (Agresta apenas reprodujo un esbozo de la misma) de la complicada cabaletta «Tu vedrai che amore in terra», que se está consolidando en las interpretaciones contemporáneas, pero que hace años solía suprimirse.  La soprano italiana tampoco tiene ni temperamento, ni material, por mucho que lo intente falsear, para los pasajes más dramáticos. Queda el sentido del legato, algunos detalles de gusto y su condición de italiana. Igual que Francesco Meli, tenor también de extracción lírica, que en un suspiro pasó de Rossini y Donizetti al Verdi más enjundioso y al que he visto muchas veces en vivo, siempre obsesionado por inflar el centro y sonar cada vez más voluminoso, más ancho. Su técnica es muy somera, los intentos de apianar suelen terminar en falsete, el pasaje al agudo sin resolver, de modo que  todas sus notas altas fueron atacadas con enormes portamenti di sotto o a scivolo (es decir, no ataca la nota directamente sino que desde abajo «resbala» en otras –como en escalera- hasta llegar a la nota que corresponde). Meli, justito de imaginación en el fraseo, pero cuenta con un timbre atractivo, italiano y con esa cordialitá, esa comunicatividad propia de sus genuinos orígenes transalpinos. Su «Ah si ben mio» destacó más por su elocuencia, que por la clase e imaginación del fraseo. En la pira, claramente bajada de tono, se vió totalmente superado por el empuje y carácter heroíco de la pieza.

   El mejor del elenco pudo ser el barítono francés Ludovic Tézier, voz sonora, pero sin brillo, sin metal. Cantó un muy respetable - que logró ser el pasaje más aplaudido de la velada-  «Il balen del suo sorriso» (fascinante aria baritonal en la cumbre de la abundante colección que regaló Verdi a dicha cuerda), con legato y fiato largo, aunque ayuno de fantasía alguna en el fraseo para hacer total justicia a esta declaración de amor por parte del personaje más negativo, por el villano de la ópera, pero que expresa un amor sincero y pleno de impronta poética por Leonora.  

   Roberto Tagliavini desgranó con cierta monotonía, pero indudable eficacia su racconto del principio de la ópera con una voz de bajo no especialmente rotunda o atractiva, pero suficientemente sonora y amplia.


   La producción de Francisco Negrín, otro despropósito más, que puede encuadrarse con todo derecho en la corriente del «feísmo» tan en boga últimamente. El niño que camina por la parte delantera del escenario, la madre de Azucena que deambula al fondo, una hoguerita a la izquierda, un coro con extraña vestimenta y todo muy muy oscuro, con lo que en un alarde de acusada astucia y particular inteligencia me aseguro dar con la «tinta» de la obra. Con todo esto, el responsable del montaje confía en que nadie le cuelgue el sambenito de «casposo» y ante cualquier otra crítica, dirá que la culpa es de la obra y su libreto. Profundizar en la gestación de la misma, leer las cartas de Verdi, lo que le atrajo del drama de García Gutiérrez, las características de cada personaje y el encuadre y particularidades de la ópera dentro del melodrama romántico italiano y sus códigos... de eso, nada. Es más fácil poner el cazo y montar de forma tan insustancial, pobretona, sin ideas, ni interés alguno, una obra en la que parece no creer lo más mínimo, si es que no se desprecia.

   Maurizio Benini, al que he visto dirigir desde Tancredi de Rossini a Adriana Lecouvreur de Cilea, demostró su oficio y conocimiento del repertorio italiano, además de cuidar a los cantantes e intentar exponer los detalles de la orquestación de la ópera, que los tiene a pesar de los que algunos piensen. Sin embargo, su labor tuvo un pecado fundamental, resultó caída de tensión, falta de brío, de nervio (excepto en la pira, lo que contribuyó al colapso de Meli), de garra y de intensidad teatral, lo que en Verdi siempre es grave y no digamos, en Il trovatore.

Foto: Javier del Real / Teatro Real

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